II DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)
La 1ª lectura
del profeta Isaías nos habla de la vocación. Se nos invita a tomar conciencia de la
vocación a la que se nos llama y de sus implicaciones. La vocación no es algo
que únicamente corresponde y compromete a algunas personas especiales, sino que
se trata de un desafío que Dios hace a cada uno de sus hijos, que a
todos implica y que a todos compromete.
Estamos en un mundo en el que predomina la globalización. La mayoría de los jóvenes visten igual;
nuestras casas son decoradas muy parecidamente y de todo esto se encarga la
televisión y los medios de comunicación de que todo esto sea así, y todavía más
y lo que es peor, de que todos los hombres, en general, piensen igual, les
gusten a misma música, las marcas de coches y el mismo standard de vida.
La realidad es que se ha conseguido un mundo
de seres uniformes en los que el individuo se pierde completamente en la
masa, olvidando el sentido de su identidad.
Por eso resulta hoy sorprendente la lectura de
Isaías en la que nos encontramos con un Dios que llama personalmente a
los suyos, a cada uno de los suyos, desde el vientre de su madre. Nada de masa,
nada de hombres sin nombre ni rostro. El Señor ha pensado en cada uno de
nosotros y nos ha llamado por nuestro nombre marcándonos un camino singular y
particular que hemos de responder personalmente a esa llamada personal.
“Te hago luz de las naciones” dice hoy el Señor por boca del Profeta
Isaías. Aceptar esa misión supone responsabilidad y compromiso personal, algo a
lo que no estamos demasiado acostumbrados; aceptar esa misión supone actuar,
decidir, elegir, vivir, en una palabra. Sin todas esas realidades no puede
decirse que tengamos auténtica vida cristiana de la misma manera que, si en lo
humano no actuamos, decidimos, elegimos, no tenemos vida.
San Pablo en su
1ª carta a los Corintios nos desea la
gracia y la paz de Dios nuestro Padre. La
paz es el gran regalo que Dios nos puede conceder porque, parece que los
hombres, no acertamos a encontrarla por nuestra propia cuenta. Hay demasiadas guerras, demasiados
conflictos.
La paz es nuestra gran responsabilidad.
Debemos ser constructores de la paz. Lograremos construir la paz cuando
conquistemos la meta a la que Dios nos llama a todos: la santidad. Dios nos llama a todos los hombres a la
santidad. Es decir, a acoger a Dios en
nuestra vida y vivir de acuerdo a los valores del Reino de Dios.
El evangelio de
san Juan nos presenta a Juan el Bautista señalando a
Jesús como “el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”
Tenemos que vivir y experimentar a Jesús como “cordero de Dios”,
tenemos que sentir a Jesús como el gran liberador, que no está de
acuerdo con las injusticias; tenemos que mirar a Jesús como quien construye
la unidad contra el individualismo y el egoísmo; tenemos que saber que
Jesús nos purifica y nos perdona, aun viviendo en este ambiente de
corrupción y de pecado en el que nos encontramos.
Jesús es el “Cordero de Dios, el que quita el pecado del
mundo”. Con frecuencia los mismos
cristianos hemos olvidado el significado de pecado. Lo hemos reducido a una
especie de mancha o de impureza en el “alma”, pero el pecado es algo
mucho más profundo que rompe la relación del hombre con sus hermanos y termina
destruyendo la comunidad. Si no vivimos felices, si no vivimos en plenitud, si
hay injusticias, egoísmos, mentiras y ambición es porque el pecado se ha
apoderado de nuestras vidas.
Hay quien no quiere llamar pecado a las cosas, pero el pecado es una
realidad tanto en nuestra vida, como en la sociedad. El pecado es toda esa maldad que nos
impide ser felices. Por eso cuando Juan nos presenta a Jesús nos está
anunciando que Dios está de nuestra parte en esta lucha contra todo mal e
injusticia.
Jesús nos ofrece todo su amor, su apoyo y fortaleza, para librarnos del
mal y poder vivir en armonía, felicidad y plenitud. Pero nosotros no podemos quedarnos sin hacer
nada. Cristo quita el pecado y es el
único que lo puede hacer, pero nosotros tenemos también que luchar sincera,
honesta y tenazmente contra el mal.
Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pero
nosotros somos sus discípulos y también debemos emprender una lucha sin cuartel
contra todo lo que sea pecado, el pecado que mata y divide, el que provoca
hambre y desigualdades, el que engaña, el que denigra y humilla.
Hoy nosotros no podemos ser cómplices silenciosos de tanta
injusticia. Callar es un pecado cuando se está destruyendo la naturaleza,
la fraternidad y la convivencia.
La fuerza y la gracia de Jesús nos acompañan hoy y siempre en la lucha
sincera contra la maldad personal y comunitaria. No podemos quedarnos indiferentes ante el
pecado.