III DOMINGO DE PASCUA (CICLO B)
Seguimos celebrando la resurrección del Señor Jesús. En este tiempo de Pascua, la Iglesia nos anuncia sin descanso que Cristo ha resucitado y que ruega a Dios Padre por nosotros. Nosotros como cristianos hemos de decirle al mundo que Jesús está vivo y continúa ofreciendo a los hombres la salvación.
La 1ª lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta, como portavoz de la Resurrección, a Pedro, en uno de sus primeros discursos diciendo al pueblo judío: el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis el indulto de un asesino”. Lo más duro que Pedro les dice es: “¡matasteis al autor de la vida!”
Pedro reconoce que este pueblo es un pueblo que asesina la Vida misma. Pedro se juega también la vida al ser tan claro. Sin embargo, se muestra enormemente comprensivo: “lo hicisteis por ignorancia, al igual que vuestras autoridades”. Con esto se revela un drama de cualquier ser humano: podemos ser asesinos, sin darnos cuenta.
Nos ocurre con frecuencia: mientras por una parte defendemos la vida, por otra nos brotan sentimientos asesinos hacia aquellas personas que no son de nuestro agrado o que nos amenazan. Para defender la vida -en todo momento y circunstancia- se hace necesaria una fuerte espiritualidad, una sensibilidad divina, que nos permita cuidar la vida en todas sus expresiones: en la naturaleza, en la humanidad, en la historia.
Es probable que no pocos cristianos no se sientan demasiado afligidos por las muertes de las guerras. Es probable que a no pocos apenas les quiten del sueño las ejecuciones de inocentes a manos de los narcotraficantes o las muertes de tantas mujeres en manos de las redes del tráfico de seres humanos. ¡Estamos siendo solicitados, constantemente, a ser cómplices de unas muertes u otras!
Quizá votemos a favor de ciertas muertes… ¡Eso sí! ¡Por ignorancia! La ignorancia nos hace hacer estas cosas. Nosotros también cometemos pecados causados por esa misma ignorancia y debilidad. El pecado no se borra disimulándolo. Por ello, el Señor, nos llama a la conversión. Y Él, que es compasivo y misericordioso, nos concederá el perdón merecido por la muerte y resurrección de Jesús.
El apóstol San Juan, en la 2ª lectura, nos decía que quien se deja orientar por el Evangelio de Jesús camina en la Luz, que es distinto de caminar en la oscuridad del pecado.
Pero la luz del Evangelio no ha de quedarse en un simple conocimiento de Él, sino que tiene que traducirse en obras prácticas, en el cumplimiento de los mandamientos.
Ante la situación de pecado tenemos un “defensor” que aboga ante el Padre por nosotros: Jesucristo. Por consiguiente, no podemos estar dominados por la resignación, la indiferencia o la desesperación. Cristo-Jesús, el Justo, intercede por nosotros.
Nos decía san Juan también que todos sabemos lo que es una mentira y procuramos evitarla. Sin embargo, San Juan nos muestra una clase de mentira sobre la que no sentimos demasiado temor al cometerla: “decir que conocemos a Jesucristo, que somos cristianos, pero ponemos poco esfuerzo en cumplir los mandamientos del Señor”.
De ahí que nuestras mentiras, en este terreno, sean demasiado frecuentes y van sembrando la desorientación a nuestro alrededor. Una vez más tenemos que esforzarnos para que nuestra vida de cada día se ajuste, y esté en armonía, con nuestra fe cristiana. ¡Que nuestra vida no sea una mentira!
El Evangelio de san Lucas nos presenta a Jesús manifestándoles a sus discípulos que Él está vivo, que no es un fantasma, que está vivo y ha resucitado.
El Jesús que se presenta a sus discípulos es el mismo Jesús que vive hoy en la Iglesia y se nos hace presente en la Eucaristía y en las Escrituras. Es en la Eucaristía donde vamos conociendo los mandatos del Señor y los ponemos en práctica obedeciendo y amando a Dios y al prójimo.
Jesús resucitado, por medio de su Espíritu, abre la mente a sus discípulos para comprender; les da “un corazón para entender, ojos para ver, y oídos para oír”.
Todas las comunidades cristianas de todos los tiempos hemos de comprender las Escrituras con amor y con fe y así experimentar la presencia real de Cristo resucitado, que nos abre la mente y el corazón con la fuerza de su Espíritu, y podremos ser testigos delante de todos los pueblos.
Sin las Escrituras no sabríamos nada de Dios, los signos y gestos sacramentales no tendrían ningún sentido. Sin la Eucaristía no tendríamos alimento espiritual. Alimentémonos de estos dos alimentos que Jesús nos ha dejado para esta vida: su Palabra y la Eucaristía.