martes, 1 de junio de 2021

 

CORPUS CHRISTI (CICLO B)

Jesucristo vivió en medio de nosotros, murió, resucitó y subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios Padre. Pero Jesucristo también permanece en la Hostia Consagrada, en todos los sagrarios del mundo. Y allí está vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; es decir: con todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser alimento de nuestra vida espiritual. Es este gran misterio lo que conmemoramos en la Fiesta de Corpus Christi. 

El Jueves Santo Jesucristo instituyó el Sacramento de la Eucaristía, pero la alegría de este Regalo tan inmenso que nos dejó el Señor antes de partir, se ve opacada por tantos otros sucesos de ese día, por los mensajes importantísimos que nos dejó en su Cena de despedida, y sobre todo, por la tristeza de su inminente Pasión y Muerte. Por eso la Iglesia, con gran sabiduría, ha instituido la festividad del Corpus Christi en esta época litúrgica en que ya hemos superado la tristeza de su Pasión y Muerte, hemos disfrutado la alegría de su Resurrección, hemos también sentido la nostalgia de su Ascensión al Cielo y posteriormente hemos sido consolados y fortalecidos con la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés. 

La Eucaristía es el Regalo más grande que Jesús nos ha dejado, pues es el Regalo de su Presencia viva entre los hombres… Al estar presente en la Eucaristía, Jesucristo ha realizado el milagro de irse y de quedarse…  Cierto que se ha quedado, como escondido en la Hostia Consagrada, pero su Presencia no deja de ser real por el hecho de no poderlo ver. 

En efecto, es tan real la presencia de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero en la Eucaristía, que cuando recibimos la Hostia Consagrada no recibimos un mero símbolo, o un simple trozo de pan bendito, o nada más la Hostia Consagrada -como podría parecer- sino que es Jesucristo mismo penetrando todo nuestro ser.

Todos los hombres hemos sido alimentados durante nueve meses en el seno de nuestra madre, con su propio cuerpo y con su propia sangre. De una manera semejante, Cristo nos alimenta con su propia carne y su propia sangre. Y nuestra alma necesita de ese alimento espiritual que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así como necesitamos del alimento material para nutrir nuestra vida corporal, así nuestra vida espiritual requiere de la Sagrada Comunión para renovar, conservar y hacer crecer la gracia que recibimos en el Bautismo.

Jesucristo nos ha dicho: Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él”. Y a Santa Catalina de Siena le ha dicho el Señor que al recibirlo en la Eucaristía, “… el alma está en Mí y Yo en ella. Como el pez que está en el mar y el mar en el pez, así estoy Yo en el alma y ella en Mí…” 

Las palabras de la consagración crean una presencia real y permanente de Cristo, por tanto, el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo.

Por la comunión Cristo entra en nosotros y, a través de nosotros, en todo el mundo. 

El misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo es un misterio de Amor. Dios Padre nos entrega a su Hijo para pagar nuestro rescate, para redimirnos.  La presencia viva de Jesucristo en la hostia consagrada es muestra del infinito Amor de Dios por nosotros.  Al recibir nosotros a Jesucristo, todo Dios y todo Hombre en la Sagrada Comunión, recibimos Su Amor. Y su Amor es para amarlo a Él y para compartir ese Amor con los demás y multiplicarlo a todos. 

¡Qué agradecidos debemos estar por el Amor Infinito de Dios al regalarnos la presencia viva de Jesucristo en la Hostia Consagrada! ¡Qué agradecidos por poder recibir ese alimento tan necesario para nuestra vida espiritual!  ¡Qué agradecidos porque Jesucristo se ha quedado con nosotros para ser nuestro alimento espiritual! 

Hoy, al mirar el pan y el vino de la Eucaristía convertidos en el Cuerpo y en la Sangre del Señor, os invito a que nos miremos también los unos a los otros. Es impensable mirar con amor hacia el altar sin mirarnos con amor los unos a los otros. Es impensable un cariño verdadero hacia el bendito pan de la Eucaristía sin saber tratamos con cariño y calor dentro de la comunidad eclesial.

¡Convirtamos esta celebración en un caluroso “gracias” al Dios que nos alimenta con su propia vida! ¡Gracias, Señor!

X DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)

Las lecturas que acabamos de proclamar nos hablan de la existencia del pecado desde el origen de la humanidad y la urgencia que tenemos de luchar contra el mal, con la confianza de que Cristo es más fuerte que el mal y ya lo ha vencido.

La 1ª lectura del libro del Génesis nos presentaba al pueblo de Israel preguntándose cómo había comenzado el mal en nuestro mundo.

El mal y el pecado existen en nuestra vida y en nuestra sociedad.  La tentación y el pecado es una experiencia que todos tenemos: niños y mayores, religiosos y laicos.  El mal existe en nuestra vida y todos caemos en él.  A veces, le echamos la culpa a los demás o al ambiente, sin embargos somos nosotros los que hacemos una opción libre por el mal.  Somos débiles, y ante el programa que Jesús nos ofrece, preferimos otros programas que las “serpientes” en turno nos van ofreciendo con sutiles argumentos.

En nuestra sociedad y en nuestro mundo existe el pecado a pesar de todos los avances tecnológicos.

Ante el mal no podemos quedarnos indi­ferentes o desanimados. Somos invitados a resistir, a trabajar para que el mal no triunfe en este mundo ni en nosotros mismos.

La 2ª lectura de la 2ª carta de san Pablo a los Corintios nos narraba cómo es la vida de un apóstol y de una comunidad.

En la vida de un cristiano hay momentos de dificultades que a veces nos desaniman.  Ante estas dificultades, de las que san Pablo tiene amplia experiencia, hay una respuesta: los esfuerzos que se hagan para superar esas dificultades tienen sentido, “todo es para nuestro bien”.  A veces, vale la pena sufrir un poco porque ese sufrimiento puede ser fecundo: la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria”, nos decía san Pablo.

Pero hay también otro “enemigo” que amenaza nuestra fidelidad: nuestra caducidad y el pensamiento de la muerte.  Hay personas que piensan que como ya les queda poco tiempo de vida ya no vale la pena seguir trabajando.  San Pablo nos recuerda que siempre debemos trabajar por el Reino de Dios porque así en nuestra vida y en nuestra muerte nos unimos a Cristo: “sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a nosotros con Jesús”

El Evangelio de san Marcos nos hablaba del único pecado que no se puede perdonar: “todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre”.  Ese “pecado contra el Espíritu” es no querer ver la luz y la llamada de Cristo, es ignorar a Dios.

También Jesús nos ha hablado hoy de quién es su verdadera familia. 

No basta dar la vida, tener los lazos de la carne y de la sangre, o como dicen los israelitas, “ser de los mismos huesos”, se necesita mucho más para ser familia: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”.

Para ser familia no basta estar juntos y tener la misma sangre, se requiere cumplir con la misión para la que hemos sido creados: diálogo, encuentro en relación, disposición para asumir que sólo con el otro estamos completos; ser imagen del mismo Dios.

Cuando no tenemos tiempo para la relación, cuando rehusamos mirarnos a los ojos, cuando negamos nuestra mano al hermano, no bastan los lazos de la carne para ser hermanos. Por el contrario, cuando asumimos nuestra relación como hijos del verdadero Dios y miramos a Cristo como nuestro hermano que nos amplía los horizontes, descubrimos que la fraternidad no se cierra entre cuatro paredes, sino que se abre para recibir a todos los hombres y mujeres que cumplen la voluntad del Padre.

En lugar de negar a la familia, le está dando Jesús mayor fortaleza, mayor seguridad y bases más seguras.

Es pues muy importante que descubramos la fraternidad en nuestras familias, y formar nuevas familias siempre abiertas a recibir otros miembros, más allá de la sangre, que la enriquezcan y la lleven a construir el Reino, sueño de Jesús para todos los hermanos. Las relaciones en casa deben superar nuestros egoísmos y educarnos para una vida en fraternidad en todos los ámbitos. Miremos nuestras familias, miremos nuestra sociedad y preguntémonos si estamos siendo fieles a la misión o si nos hemos extraviado por los caminos. ¿Cómo es la vida en familia y cómo construimos relaciones de amistad, comprensión y amor dentro de ella?