lunes, 30 de agosto de 2021

 

XXIII DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)

El mensaje que nos transmite las lecturas de este domingo es un mensaje profundamente social: hay que liberar a todo aquel que tiene algo que lo limita, lo esclaviza, le dificulta su realización personal.  Todo lo que ayuda a liberar a las personas contribuye al Reino de Dios.

La 1ª lectura del profeta Isaías, hace una llamada a la alegría y a la esperanza porque Dios interviene y se manifiesta en medio de su pueblo.

Para los optimistas, nuestro tiempo es un tiempo de grandes realizaciones, de grandes descubrimientos, en el que se abre todo un mundo de posibilidades para el hombre; para los pesimistas, nuestro tiempo es un tiempo de sobrecalentamiento del planeta, de subida del nivel del mar, de destrucción de la capa de ozono, de eliminación de los bosques, de riesgo de holocausto nuclear.

Hay también muchas personas que viven angustiadas por problemas personales, familiares y económicos.  Hay acontecimientos que nos hacen sufrir: enfermedad, falta de trabajo, accidentes, etc.  Antes esta situación no es fácil encontrar consuelo y, mucho menos, soluciones.

Sin embargo, la primera lectura nos dice que no nos asustemos, que tengamos ánimo, que tengamos la certeza de la presencia salvadora y amorosa de Dios en nuestra vida y que estemos convencidos que Dios no nos dejará abandonados en las manos del mal ni de la muerte.  No nos olvidemos que Dios está ahí, que hace justicia y libera, a su tiempo, a los oprimidos.

La 2ª lectura del apóstol Santiago, nos invita a no discriminar ni marginar a ningún hermano y a acoger con especial bondad a los pequeños y a los pobres. Jesucristo nunca discriminó ni nunca marginó a nadie.

En nuestro trabajo e incluso en nuestra familia hay personas con las que nos llevamos bien, nos caen bien, nos entendemos bien con ellas, pero también hay personas que no las toleramos, que nos cuesta aceptarlas, tratarlas bien, con comprensión, con tolerancia, con amor.  Nos relacionamos con las personas muchas veces por su apariencia y no por lo que realmente son.

Dios mira el corazón del hombre y no su posición social o su situación económica.  Nosotros estamos llamados a hacer lo mismo: a no hacer distinción de personas.

El Evangelio de San Marcos, nos muestra a Jesús curando a un sordo y tartamudo.

Jesús nos tendría que curar también a nosotros, porque a veces somos sordos y mudos. No oímos lo que tendríamos que oír: la Palabra de Dios, o también las palabras de nuestros hermanos. Y no hablamos lo que tendríamos que hablar: en la alabanza a Dios y también en nuestras palabras de ayuda a los hermanos.

Hoy existen miles de satélites por los aires. Nuevos cables submarinos por todos los mares. Autopistas que unen naciones. Facilidades de paso por las fronteras. Todo nos lleva a una mayor comunicación y sin embargo nunca ha habido más sordos ni más mudos.

Tantas ondas, tanto ruido ha estropeado nuestro tímpano y cada vez somos menos capaces de oírnos y de oír a los demás. Y el que habla abre y cierra la boca como en el cine mudo, no nos parece que pronuncia palabras accesibles, porque nadie le presta atención.  Nunca ha habido tanta soledad. Soledad de los ancianos que, o viven solos, o en medio de las familias no encuentran a quien contar sus batallitas.  Los esposos no se entienden con los hijos y no pocas veces entre ellos.

Los jóvenes acusan a los mayores que no los entienden.  Sea por nuestro propio egoísmo, sea por las desilusiones que nos hemos llevado con lo demás, sea porque nos sentimos llenos de problemas y no nos basta con los propios para ocuparnos de los demás, el caso es que en la era de las comunicaciones estamos incomunicados unos con otros. El contacto de Tú a Tú va pasando a ser pieza de museo, o motivo de novela romántica.

Nunca ha tenido más actualidad el grito de Jesús al sordomudo del evangelio: “¡ábrete!”

Ábrete al hombre, abre tu corazón y sal al encuentro de los hombres que te necesitan y tú necesitas. Ábrete al hombre que te ofrece su amistad. Ábrete al que necesita tu cariño. Ábrete al que tiende su mano hacia ti en espera de ayuda. Ábrete y escucha al que te cuenta esos problemas que nadie más puede contar. Ábrete al que necesita tus palabras de consuelo, sal de tu mudez y deja oír tus palabras. Apártate de la muchedumbre de vez en cuando, como Jesús apartó al sordomudo para hacerle oír su voz.