V DOMINGO DE CUARESMA (CICLO C)

Las lecturas de este domingo de Cuaresma nos hablan de novedad, de dejarnos transformar por el Señor por medio de la conversión y por lo tanto de caminar hacia delante con esperanza.
La 1ª lectura del profeta Isaías nos decía: “No recordéis lo de antaño,
no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo”. Esto es lo que dice el Señor a su pueblo para que olviden su pasado pecador y se abran al futuro que el Señor nos está dando.
El profeta Isaías nos invita a mirar hacia delante. Lo pasado ya no volverá. Los errores cometidos no se podrán corregir. Los éxitos alcanzados no se repetirán. Lo que quedó roto no se podrá pegar. El pasado fue pero ya no existe. Nada podemos hacer por cambiarlo. Sucedió así y se acabó.
“Yo voy a realizar algo nuevo”, nos decía el Señor. El que se quede mirando al pasado se va a perder eso nuevo que Dios quiere hacer con nosotros. No podemos quedarnos mirando el sufrimiento del pasado porque no tiene ningún sentido.
Muchas personas viven arrastrando cargas pesadas de su pasado. Traen al presente una y otra vez lo que quedó en el pasado. Ya lo han superado, pero aún lo arrastran como una pesada carga a la que creen estar condenadas y de la que no pueden liberarse. Incluso mucha gente que viene a confesarse se acusan “de todos los pecados de mi vida pasada”. Como si no hubieran quedado ya perdonados. Como si Dios, después de haberlos perdonado, aún tuviera en cuenta esos pecados. Como si Dios se resistiera a olvidar lo que ya ha perdonado. Si vivimos así no estaremos entendiendo a este Dios que quiere olvidar nuestro pasado y comenzar algo nuevo con nosotros.
En este tiempo de Cuaresma, se nos invita a dejar definitivamente atrás el pasado y adherirnos a la vida nueva que Dios nos propone.
La 2ª lectura de San Pablo a los Filipenses es una llamada a liberarnos de la “basura” que nos impide encontrarnos de verdad con Cristo e identificarnos con Él.
Hay personas que toda su vida se la pasan codiciando cosas, sin embargo, para quien quiere seguir a Cristo, nada ni nadie es más importante que la fe y llegar a un conocimiento de Cristo. Tenemos que esforzarnos, día a día, por alcanzar el mejor premio: conocer más a Cristo y vivir la caridad.
Si los deportistas se preparan duramente para ganar una medalla en las olimpiadas, San Pablo nos invita a alcanzar un premio decisivo: ¡la posesión de Dios!
Hay que avivar nuestra fe para lograr un mayor acercamiento al Señor.
El Evangelio de San Juan nos relataba hoy el episodio de la mujer adúltera. La cuaresma, tiempo para la conversión y la celebración del perdón de Dios, nos exige hoy que seamos portadores de ese mismo perdón. Porque quien se siente perdonado sabe perdonar con igual generosidad.
La verdad es que en nuestra vida de cada día está muy metida esta actitud de condenar a los demás. Están las personas que todo lo ven negro, enseguida encuentran los defectos de los demás, y de ahí a despreciarlos sólo hay un paso. Están otros, los que culpan de todo a los demás, que si el gobierno, que si la economía, que si los obispos, que si los sacerdotes , que si los maestros, que si la televisión, que si esto y lo otro. Todos tienen la culpa de lo que me pasa, menos yo, claro, porque yo soy la víctima. Y luego están los que nunca están contentos con nada, empezando consigo mismo, y necesitan buscar alguien a quien atormentar y condenar. En fin, todos conocemos estas actitudes, porque todos tenemos algo de ellas.
Jesús nos propone un camino, un camino de verdadera liberación. Primero el perdón, buscar el perdón y la reconciliación con Dios. Y el perdón tiene al menos dos efectos.
El perdón, en primer lugar, libera a la persona que ha pecado u ofendido a otra persona. Condenar a alguien es negarle toda posibilidad de cambio, toda posibilidad de conseguir un futuro distinto para sí mismo y en su relación con los demás. El perdón, por el contrario, deja siempre abierta una puerta para que a través de ella pueda cambiar, avanzar y crecer quien realmente desee hacerlo y, por lo tanto desee verdaderamente comenzar una vida nueva.
El perdón, en segundo lugar, libera a quien perdona. Cuando perdonamos estamos renunciando a participar en ese juego de la oposición, el enfrentamiento o el conflicto cada vez mayor, que hace mal a todos y bien a nadie. El que perdona se libera de esa bola de nieve cada vez más grande, más poderosa y más peligrosa de los resentimientos, de la tristeza del corazón, del sufrimiento de su existencia.
El perdón es doblemente liberador. Jesús en todo aparece como un hombre profundamente libre y que, en consecuencia, practica generosamente el perdón. Como sólo Dios sabe hacerlo. Nosotros, cristianos, también en esto estamos llamados a la imitación o al seguimiento de Jesús y en ello nos va una buena parte de nuestra libertad.
Tenemos que acostumbrarnos a practicar la misericordia, tenemos que esforzarnos en impedir que esos sentimientos de condena y desprecio por los demás que surgen desde nuestro corazón a veces sin quererlo, se conviertan en gestos de auténtica condena y desprecio. Tenemos que cultivar esa misericordia que nos hace comprender las circunstancias del otro, salvar siempre a la persona, solidarizarnos con el pecador, no con el pecado. Para así parecernos cada día más a Jesús, para así ser cada día más humanos, hombres y mujeres libres de todo prejuicio y maldad.
Que la Eucaristía nos ayude a sentirnos perdonados y a saber perdonar, como diremos dentro de unos momentos en el Padrenuestro.