V DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

La Palabra de Dios de este Domingo nos invita a reflexionar sobre el compromiso cristiano. No podemos instalarnos en una vida cómoda, ni llevar una vida cristiana hecha de gestos vacíos. Tenemos que vivir comprometidos con la transformación de este mundo para convertirnos nosotros en luz que brille en este mundo.
El profeta Isaías nos decía en la 1ª lectura: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, cubre a quien ves desnudo”
Hay que compartir el pan con el que tiene hambre, hay que pensar en los que no tienen lo que nosotros tenemos, hay que vestir al desnudo, hay que dar y darse uno mismo. En la ley de Dios no cabe el egoísmo, no cabe el que todo lo guarda para sí mismo, el que no abre su corazón y su cartera a las necesidades de los demás hombres. Si actuamos así no somos cristianos, si no miramos hacia los demás, tampoco Dios nos mirará a nosotros.
No, nos engañemos. Es imposible ser hijo de Dios y no querer a los demás hombres. Ni el Bautismo ni la Penitencia ni la misma Eucaristía nos servirán para algo mientras tengamos el corazón cerrado al prójimo.
Hay que dar, pero, dar no sólo pan. Porque no sólo de pan vive el hombre. Hay que dar también otras cosas. Hay que dar nuestro tiempo, hay que dar nuestras buenas palabras, hay que dar nuestra sonrisa. Y sobre todo hay que dar nuestra comprensión. Ponerse en la posición del otro, sentir como él siente, ver las cosas como él las ve. Juzgar como se juzga a un ser querido, con benevolencia, saber disculpar, disimular, callar… Desterrar la calumnia, la lengua desatada que corre a su capricho, sin respetar la buena fama del prójimo… No nos engañemos. O queremos de verdad a todos, o Dios nos despreciará por hipócritas y fariseos.
San Pablo, en su 1ª carta a los Corintios, nos recordaba que “ser luz” es identificarnos con Cristo.
Después de más de 2000 años de Evangelio, nuestra civilización “cristiana” todavía actúa como si la salvación del mundo y de los hombres estuviese en el poder de las armas, en la estabilidad de la economía, en trabajo para todos, en la paz social, en la eliminación del terrorismo, etc.
Pero San Pablo nos dice que la salvación está en la “locura de la cruz” y que la vida en plenitud está en el amor desinteresado que debemos dar a los demás. Habría que preguntarse hoy quién tiene razón: ¿nuestros teóricos salvadores del mundo, formados en las más importantes universidades del mundo, o san Pablo, formado en la universidad de Jesús?
Todos deberíamos ser instrumentos humildes, a través de los cuales Dios actúa para salvar al mundo. Dejemos que sea el Espíritu de Dios, a través nuestro, el que actúe en el mundo para que la Palabra de Dios que anunciemos sea eficaz.
En el Evangelio de san Mateo, Jesús nos dice que tenemos que ser “sal” y “luz del mundo”.
La sal era un elemento tan importe en la sociedad romana que, hasta la palabra “salario” se derivaba de la costumbre romana de pagar a los soldados con una ración determinada de sal. La sal era necesaria para evitar la corrupción de los alimentos y para darles sabor.
La sal tan pequeña e insignificante, pero siempre presente e indispensable en todas las mesas, hoy se nos propone como modelo del discípulo. La sal da sabor. A una vida sin sentido, donde nos ahogan las preocupaciones y el trabajo, el cristiano debe darle sentido y sabor a su vida.
La sal también sirve para conservar, para evitar la corrupción. Así debe ser el cristiano, está llamado a evitar que se corrompa la comunidad, no puede permitir que se pudran las personas. Y hay muchas plagas que intentan corromperlas: la ambición, la mentira, el poder. La misión del cristiano es: preservar, cuidar, proteger la comunidad. Pero no pasivamente sino de una manera activa.
La sal sirve para conservar en buen estado. El cristiano debe conservar en sí y en la comunidad, el buen sabor de la vida de Dios. La sal ayuda a fijar algunas pinturas, el agua, las substancias. El discípulo de Jesús debe fijar y proteger la imagen de Dios en su persona y en las demás personas. Vivir como hijo de Dios y tratar a los demás como hijos de Dios.
Pero no solamente somos sal, Jesús nos dice que somos también luz de mundo. Dios es la luz, nosotros somos hijos de la luz, la luz de Cristo debe iluminar nuestro caminar hacia el Padre.
La luz de Cristo no sólo debe iluminarnos a nosotros, los cristianos, sino que nosotros, los cristianos debemos iluminar con nuestra vida a la sociedad en la que vivimos. Vivir iluminados por la luz de Cristo es vivir en continua y constante lucha contra la mentira; contra la mentira que habita fácilmente en nosotros mismos y contra las múltiples mentiras con las que nos desayunamos cada mañana cuando escuchamos y leemos los medios de comunicación social.
Luchar contra la mentira, en cristiano, es ser auténtico, sincero y responsable uno mismo y proclamar la verdad del evangelio en voz alta y crítica frente a las voces mentirosas e interesadas de la sociedad en la que vivimos. En definitiva, vivir en la luz de Dios, en la luz de Cristo, es vivir convertido a la verdad de Cristo.