XXVI DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

La liturgia de este domingo nos invita a comprometernos seria y coherentemente con Dios, un Dios que quiere construir un mundo nuevo de justicia y de paz para todos.
La 1ª lectura del profeta Ezequiel nos dice hoy que cada uno es responsable de lo que hace; no se vale echarles la culpa a los demás o a Dios.
Las personas nunca quieren echarse la culpa de nada de lo que ocurre. Hay personas que no tienen lo más mínimo para vivir dignamente. La culpa es de la economía internacional. Hay situaciones de violencia y de injusticia. La culpa es del gobierno que no cumple las leyes ni pone suficientes policías.
Esta manera de pensar hace que siempre encontremos una excusa a los males presentes ya que pensamos que son otros los que los causan. Es cierto que somos solidarios en los pecados sociales y comunitarios, pero Dios juzgará a cada uno según su personal responsabilidad y conducta. Por eso el profeta Ezequiel levantó su voz para decir que cada uno es responsable de lo que hace sea para bien o para mal.
Ciertamente que a veces, la familia o las circunstancias en las que vivimos pueden influirnos a la hora de hacer el bien o el mal, pero siempre tendremos la oportunidad de cambiar. No debemos decir que no podemos cambiar porque venimos de una familia desintegrada o vivimos en un barrio de gente de mal vivir. No podemos decir que porque mis padres son ladrones yo también tengo que serlo y así justificarnos para no cambiar y dejarlo que todo siga igual.
Es cada persona quien dará cuentas al Señor de su conducta. Y no se vale echarle la culpa a los papás, o a la sociedad en la que vivimos. Tenemos que ver cuál es nuestra responsabilidad en tantos males como hay en la sociedad y no echarles siempre la culpa a los demás de lo que ocurre o de lo que soy.
La 2ª lectura de san Pablo a los Filipenses nos invita a que nos comportemos y vivamos de modo humilde y servicial como lo hizo Jesús.
Los valores que vivió Cristo, no son demasiado apreciados en muchos ambientes de nuestro mundo. Para la sociedad, los grandes ganadores no son los que ponen su vida al servicio de los demás con humildad y sencillez, sino que son los que se enfrentan al mundo con agresividad, con autosuficiencia y se esfuerzan por ser los mejores, aunque eso signifique emplear cualquier medio para alcanzar sus metas y superar a los demás.
Nosotros tenemos que seguir el ejemplo de Cristo que con su humildad y su servicio nos ha salvado.
El evangelio de san Mateo nos presenta la parábola de los dos hijos llamados a trabajar en la viña. Uno dice sí pero no va; el otro dice no pero sí va a trabajar a la viña de su padre.
Hay personas que piensan: “Las palabras y las promesas no valen, se pueden tirar a la basura”. Que tristes es que haya tanta incongruencia entre lo que decimos y lo que hacemos: “Mañana te pago”, “En un rato entrego tu trabajo”, “Prometo que voy a hacerlo” y un largo etcétera. Esto es una lacra de nuestra humanidad que hace perder el valor de la palabra.
Hay quien dice sí y luego es no; hay quien dice que no, pero después actúa positivamente. Evidentemente que Dios se complace más en aquellos que dicen sí y que lo hacen de verdad.
Esta parábola es una crítica de Jesús contra aquellos que se declaran cristianos, que alardean de su fe, pero que sus acciones no convencen a nadie. A las palabras deben seguir las acciones; a los principios, la conducta coherente; y a las enseñanzas, el ejemplo personal.
La parábola delinea perfectamente nuestro tibio cristianismo porque le decimos a Dios: “Ya voy, Señor”, pero demoramos nuestras acciones hasta lo infinito. Con que facilidad decimos si, que no implica ningún compromiso. Gritamos y alabamos a la Virgen, hacemos peregrinaciones y entonamos vivas a Cristo Rey, pero después pisoteamos los valores del Reino, nos mostramos intransigentes con el prójimo, rechazamos el perdón y no dudamos en herir, en humillar y en despreciar.
Aun confesándonos católicos, vivimos de hecho alejados de la fe, abandonando las prácticas religiosas y perdiendo progresivamente la propia identidad de creyentes. Hay bastantes cristianos que terminan por instalarse cómodamente en una fe aparente, sin que su vida se vea afectada en lo más mínimo por su relación con Dios.
Decimos una cosa y hacemos otra. Quizás hoy lo más urgente será descubrir las contradicciones de nuestra vida y ponerlas delante de Dios, ponerlas sin miedo y sinceramente, para que Él nos cure y purifique, para que Él nos vaya purificando y nos haga libres.
Aprendamos a decir sí, con alegría y prontitud, y después cumplir con fidelidad la palabra empeñada con Dios y con el prójimo.