lunes, 14 de abril de 2025

 

JUEVES SANTO (CICLO C)


Esta tarde comenzamos, como un momento muy especial de gracia, el triduo pascual: tres días que nos sumergen de una manera especial en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Salvador. Iniciamos, pues, hoy, celebrando la institución de la Eucaristía como memorial de la nueva alianza. Hoy también celebramos el día del Amor fraterno y la institución del sacerdocio ministerial, íntimamente ligados a la Eucaristía.

El Señor en la última Cena quiere expresar no sólo con palabras que nos ama sino con gestos concretos.  Por eso, toma el pan, lo parte, se lo da a sus apóstoles y les dice: “Tomad, esto es mi cuerpo”  Y después, tomando el cáliz, expresa el mismo gesto: “Tomad, ésta es mi sangre derramada por vosotros; bebed de ella”  Y de esta manera Jesús realiza lo que al día siguiente realizará de forma real: entregar su cuerpo en la cruz y derramar su sangre por cada uno de nosotros.

De esta manera Jesús instituye el sacramento de la Eucaristía.  Por ello la Eucaristía es el culmen, la expresión máxima de la vida cristiana.  Es culmen porque todo confluye hacia la Eucaristía y al mismo tiempo es fuente porque todo nace de la Eucaristía.  Por eso es tan importante esta celebración que estamos realizando; por eso es tan importante que participemos de la Eucaristía, porque es la participación máxima en la vida de Jesucristo; porque es lo más grande que podemos hacer es esta vida; porque es la forma más importante de participar de la vida de Cristo.

En la Eucaristía encontramos la fuente del amor de Dios a los hombres.  Comiendo a Cristo nos llenamos de amor, y vamos creciendo en el amor, para poder amar.

El segundo motivo que nos ha reunido hoy es celebrar el día el Amor fraterno. 

En la vida cristiana lo principal es elamor.  Jesús dice que este es el mandamiento primero y característico de sus discípulos.  Hasta en el plano meramente humano, la antropología moderna nos dice que el amor es una necesidad vital para el desarrollo, la existencia y la maduración del hombre.

Y, sin embargo, todos podemos caer en la tentación de hablar mucho del amor y olvidarnos de amar; quedándonos en simple retórica, repitiendo la palabra “amor”de una manera mecánica, pero sin que esa palabra exprese vida y calor.

No hay amigo que haya dado su vida por el amigo con tanto derroche de dolor y de amor como Cristo nuestro Señor. Y por eso Cristo nos dice: Esta será también la señal del cristiano, este mandamiento nuevo os doy: “Que os améis como yo os he amado”.

La gran enfermedad del mundo de hoy es: No saber amar. Todo es egoísmo todo es explotación del hombre por el hombre. Todo es crueldad y tortura. Todo es represión y violencia. Cultura de la muerte frente a la cultura del amor.

Lo que nos hace falta a todos es dejarnos amar por Cristo, dejarnos conquistar, dejarnos enamorar por Dios que hoy se nos da como pan y vino.  Hay que sentirse amado, querido, aceptado, salvado por el Amor de Dios.

Lo que nos hace falta también es saber amar.  Y para enseñarnos esto, Jesús, se pone a lavar los pies a sus discípulos.

Esta es la manera concreta de amar: la del servicio humilde, la del destalle inadvertido.  No hay que hacer grandes cosas.  Con el gesto sencillo de lavar los pies, Jesús nos enseña que hay que servir a tantas personas que viven heridas, que sufren en este mundo.

Mientras que en el mundo haya un marginado, una persona hambrienta, uno que no tiene y no encuentra trabajo, un esclavo, hay que seguir liberando y amando como nos mandó Jesús.  Hay que seguir acompañando y amando a estas personas.

Junto con la Eucaristía e inseparable de ella, más aún, en función de ella, Jesús nos ha dejado el don del sacerdocio ministerial. Es un don para la Iglesia más que un don personal. Porque fue a los apóstoles a quienes dio el Señor el mandato de hacerla “en memoria mía”.  Esta es la razón por la que en este día celebramos la institución del sacerdocio de Cristo, confiado a hombres frágiles, entresacados del pueblo, consagrados por la fuerza del Espíritu Santo, para presidir los sagrados misterios y proclamar la Palabra de salvación, Por el ejercicio sacerdotal, la Iglesia se congrega para la escucha de la Palabra y para ofrecer a Cristo al Padre y con Él también ella se ofrece.

Hoy es muy buena ocasión para valorar y orar por las vocaciones sacerdotales. Por tanto oremos para rogar al Padre de misericordia que suscite en los corazones de mucho jóvenes el deseo de consagrar la vida al servicio del Reino y de sus hermanos. Por nuestra parte trabajemos porque en nuestras familias se vivan de tal manera los valores del Evangelio que sea el mejor ambiente para cultivar esas vocaciones.

Agradezcámosle a Jesús su invitación a estar con Él esta tarde tan importante, digámosle que lo amamos y queremos cumplir su voluntad y que estamos convencidos de que como discípulos suyos tenemos que distinguirnos por nuestra capacidad de amar.


Hoy Viernes Santo, nos reunimos para contemplar el rostro doliente de Cristo crucificado. 

Al comenzar esta tarde la celebración de la muerte de Cristo, lo hemos hecho arrodillándonos en silencio meditativo y agradecido.  Es la actitud de quien adora.  Ante esta realidad de un Dios que muere por nosotros, ¡qué otra cosa podemos hacer sino echarnos por tierra repitiendo en el corazón: qué grande, y qué fuerte, Dios mío es tu amor! ¡Tu amor ha llegado hasta el fin! ¡Tu amor nos ha salvado! ¡Gracias, Señor!

La celebración de esta tarde toda ella se centra en la Cruz.  Hoy, de hecho, la Iglesia no celebra la Eucaristía, el más importante sacramento del culto católico; pero asistimos al memorial mismo de la muerte de Cristo.

Contemplamos hoy a Jesús clavado en la Cruz y junto a Él contemplamos un espectáculo desolador: algunos pasan y le injurian; los príncipes de los sacerdotes, más hirientes y mordaces, se burlan; y la mayoría, indiferente, mira el acontecimiento. Muchos de los ahí presentes le habían visto bendecir, predicar una doctrina salvadora e incluso hacer milagros. Nosotros, los aquí presentes, ¿cómo nos acercamos al crucificado?

Esta tarde, nos acercamos a la cruz con humildad y confianza, sabiendo que Jesús abre sus brazos para acogernos, perdonarnos y fortalecernos.  ¡Ojalá supiéramos contemplar los brazos abiertos de Jesús!  Por una parte, estos brazos abiertos vencen todo el mal y todo el pecado de nuestro corazón y nos hace mejores y más sencillos, y, por otra parte, nos animan a acercarnos a Él con más fuerza que nunca, con mayor ilusión, superando el desánimo y el desencanto.

Es tremendo la inmensidad de sufrimiento que existe en nuestro mundo.  Sufrimiento físico y moral.  Guerras, miseria, hambre, violencia y muerte.  Toda clase de sufrimientos.  Cárceles y torturas.  Odios, envidias y desprecios.  Y la lista sería interminable.  ¡Cuántos rostros marcados por el dolor!

Todos los sufrimientos del mundo están en la Cruz del Señor, porque Él cargó con todos ellos, para introducir en el mundo una fuerza, que es la única que puede transformarlo: el amor.

Jesús hoy y aquí sigue muriendo por nuestros hermanos.  Jesús sigue siendo escupido, pisoteado, abandonado, torturado, despreciado.  En toda persona que sufre debemos ver el rostro de Cristo.  Si así lo hiciéramos, nuestra visión del mundo sería muy distinta y nos daríamos cuenta de los valores por los que vale la pena trabajar. 

Cuando en el camino de nuestra vida nos encontramos con el sufrimiento propio o de algún hermano, sepamos que en este sufrimiento está presente Jesús con los brazos abiertos.  De este modo nunca estaremos totalmente solos.  Siempre Jesús estará con nosotros.  Desde Jesús, la soledad total ya no existe.

Sin embargo, frente a Cristo clavado en la cruz, mostrándonos tanto amor por la humanidad, por cada uno de nosotros, vemos el contraste de muchas personas que hoy eligen estar de fiesta, ir al baile, ir a la playa, para olvidarse por completo de este Dios que tanto los ama y que lo demostró muriendo en la cruz.

Hoy, mientras Cristo muere en la Cruz, contemplamos a muchas personas que no siente nada por lo que estamos celebrando, que no están dispuestas a mover un dedo por los demás, que no van a cambiar en nada, que no creen en nada, que no tienen esperanza de nada y que no aman a nadie, excepto a sí mismas.

Hoy al mirar la Cruz de Cristo veamos también el gran problema de la humanidad: el mal con todas sus consecuencias.

Contemplemos hoy la Cruz de Cristo para que aprendamos a ser auténticos, a seguirlo de verdad, a no vivir de apariencias.  A saber vivir desde el amor que Él nos ha enseñado, aunque aparentemente recibamos menosprecios, críticas y burlas.  Sigamos al Señor, sigámoslo en la verdad.  En Cristo vamos a encontrar fortaleza para llevar nuestra cruz de cada día y vencer el mal, nuestro mal y el mal del mundo.


Esta es la noche más importante que puede celebrar un cristiano, la noche de la Vigilia Pascual.  Hemos dicho en el Pregón Pascual: “¡Que noche tan feliz!”. 

¿Por qué esta noche es una noche feliz?  Porque ¡Jesucristo ha resucitado!   Y ésta es una gran noticia. Sí, Jesús no podía corromperse en el interior del sepulcro. Por eso aquellas mujeres piadosas que iban a ungir el cuerpo de Jesús con aromas se encontraron con aquellos dos hombres con vestidos refulgentes que les dije­ron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” “No está aquí: ha resucitado”. ¡Jesús vive! ¡Jesús ha resucitado! La muerte no ha podido destruirlo.  Cristo ha pasado a través de la muerte a una nueva existencia, definitiva, y vive para siempre.

Esta noche hemos escuchado más lecturas de las ordinarias. Desde la creación del mundo hasta la resurrección de Jesús, se nos han presentado unas escenas muy vivas, que nos ayudan a entender cuál es el plan salvador de nuestro Dios.

Alegrémonos, hermanos y hermanas. El mismo amor de Dios que creó el mundo hace millones de años y que resucitó a Jesús de Nazaret, que se había entregado por nosotros, hace más de dos mil años, es el que hoy nos ha congregado aquí a nosotros y nos quiere comunicar su Espíritu de vida y de alegría y de amor.

Esto es lo que celebramos y esto lo que da sentido a nuestra vida. Por eso creemos y tenemos esperanza e intentamos vivir como cristianosnosotros no seguimos una doctrina, o un libro, ni estamos celebrando el aniversario de un hecho pasado. Celebramos y seguimos a Cristo Jesús, invisible pero presente en medio de nosotros como el Señor Resucitado.

El apóstol Pablo nos ha dicho esta noche: “Así como Cristo resucitó de en­tre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”. No­sotros creemos en la vida. Y queremos que todo el mundo viva dignamente. Y porque cree­mos en la resurrección de Jesucristo y en la vida, se nos abren nuevos y amplios horizontes.

Nos damos cuenta de que es posible cambiar y que hay que cambiar, puesto que debemos emprender una nueva vida. Tenemos que abandonar el pecado, el egoísmo y todo lo que nos encadena. Tenemos que saber ser libres de verdad. Es el mismo Pablo quien nos lo dice: debemos vivir “libres de la esclavitud del pecado”.

Dejar la esclavitud y proclamar la vida. He aquí la grandeza de nuestra misión. Y podemos conseguir esto porque la energía de Jesús resucitado también nos ha transformado. Pode­mos ser diferentes. Podemos ser mejores.

Esta noche, en que vamos a renovar nuestras promesas bautismales, os quiero decir que no os dejéis nunca robar de vuestro corazón esta Buena Noticia de que Cristo ha resucitado.  Que los ídolos de nuestro mundo no os roben este tesoro, que las baratijas de nuestra sociedad no os quite esta perla preciosa que adorna nuestro corazón y que hemos tenido la suerte de encontrar.

Dentro de un momento bendeciremos el agua.  Esta agua bendecida será la fuente donde serán engendrado los nuevo hijos de Dios.  La fuente bautismal es como el seno materno donde hemos nacido y hemos sido engendrados.  Esta agua, por la gracia del Espíritu Santo, se convierte en fuente de vida y nos hace imagen de Dios, de Jesucristo y Templos del Espíritu Santo.  A través del agua derramada sobre nuestra cabeza en el sacramento del bautismo entramos a formar parte de la Iglesia.

Con esta noche santa comenzamos el tiempo de Pascua, que se prolongará durante los próximos 50 días para celebrar con gozo la resurrección del Señor, su Ascensión al cielo y la venida del Espíritu Santo sobre la comunidad de los cristianos.

Que la alegría de este tiempo pascual inunde nuestros corazones y llene de amor a nuestras familias, a nuestro pueblo y al mundo entero.  ¡Feliz Pascua de resurrección para todos!


Queridos hermanos: hoy es la gran fiesta cristiana, la mayor de todas. Una fiesta tan fiesta que no tenemos bastante con un día para celebrarla: por eso la Pascua dura nada menos que 50 días, siete semanas, hasta Pentecostés (que significa precisamente “cincuenta”). Y todo como una sola y única y gran fiesta.

En realidad, es la única fiesta de los cristianos porque es la que celebramos también cada domingo. Y es normal que así sea porque la Pascua significa aquello que es el núcleo, la raíz y la fuerza de la fe cristiana: la gran afirmación de que Jesucristo ha resucitado, está plenamente vivo, es el triunfador de la muerte y de todo mal.

Ayer por la noche la comunidad cristiana se reunió para celebrar aquella Vigilia expectante que desembocó en el canto jubiloso del aleluya: la vigilia pascual, la más importante de las reuniones cristianas del año. Y allí los cristianos que pudieron asistir, renovaron su compromiso bautismal -como haremos nosotros en esta misa- para expresar sencillamente esto: queremos compartir la muerte y resurrección de Cristo, es decir, luchar contra todo lo que hay de mal en nosotros y en el mundo, abrirnos a la vida que es de Dios, que nos enseñó Jesús de Nazaret, que siembra en nosotros el Espíritu Santo.

El primer día después del sábado, María Magdalena va al sepulcro y lo encuentra vacío. Su desilusión es inmensa. Corre al encuentro de Pedro y le dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”. Pedro y Juan acuden al sepulcro y lo encuentran todo tal como María se lo ha contado. Y entonces es cuando creen, puesto que, precisamente al ver el sepulcro vacío, comprenden lo que el Señor les había dicho: “Él debía resucitar de entre los muertos”.

Sí, hermanos, nosotros creemos que Jesús ha resucitado. Este es el fundamento de nuestra fe y hoy, más que en otros momentos, lo celebramos solemnemente y con gran gozo. Fijaos en este cirio que anoche estrenamos. Su luz es el símbolo de Jesucristo resuci­tado que quiere iluminar nuestra vida. Y también las flores y la luz y el agua. Hoy estamos rodeados de fiesta.

Nosotros, que creemos en Jesús sentimos una gran alegría en nuestro interior porque cree­mos en Alguien que vive, que ha resucitado. La muerte no lo atrapó. Él es el vencedor de la muerte y del mal. El sepulcro no pudo retenerlo, porque el sepulcro es el lugar de los muertos.

Lo hemos escuchado en la primera lectura: “Nosotros somos testigos de cuanto Él hizo en Judea y en Jerusalén… hemos comido y bebido con Él después de su resurrección”. Los apóstoles anunciaban por todo el mundo la buena noticia de la resurrección de Jesús.

También nosotros hemos creído y creemos que Jesús ha resucitado. Y por eso creemos que también nosotros resucitaremos. Esta fe nos ayuda a luchar por la vida y a amarla.

Hay que luchar por la vida y esta lucha por la vida la debemos iniciar en nuestro propio corazón, porque es ahí donde hay una batalla entre el amor a la vida y el amor a la muerte.  Desde nuestro corazón nos vamos orientando hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida, o nos orientamos por caminos de muerte, de egoísmo, de apatía e indiferencia ante el sufrimiento humano.

Es en nuestro corazón, donde el cristiano, animado por su fe en el resucitado, debe resucitar todo lo que se le ha muerto y orientar todas nuestras energías hacia la vida, superando cobardías, flojeras y cansancios que nos pueden encerrar en una muerte anticipada.

Como creyentes en Cristo resucitado, estamos llamados a poner vida donde tantos ponen muerte.  La pasión por la vida, tiene que ser algo importante en la persona que cree en la resurrección y esta pasión debe impulsarnos a hacernos presentes donde se produce muerte, para luchar con todas nuestras fuerza contra los ataques a la vida.

En el Evangelio de hoy, hemos escuchado una carrera entre dos apóstoles: Pedro, que al recibir la noticia de que el sepulcro estaba vacío, ha ido corriendo a buscar al resucitado, y Juan que también corrió con Pedro.  Llegaron al sepulcro, vieron y creyeron.

Busquemos también nosotros a Cristo resucitado.  Hagamos de nuestra vida una carrera apasionada, para buscar dónde está el Señor.  Y al Señor lo vamos a encontrar en su Palabra, en los sacramentos, en la Iglesia, en los pobres.  Buscad al resucitado.  No os quedéis indiferentes ante esta Buena Noticia, como si Cristo resucitado estuviera escondido.  Cristo resucitado es para nosotros, es para darnos vida.  Y la vida cristiana comienza con el encuentro con la persona del Señor, con el encuentro con su mensaje, con el encuentro de nuestra vida con la vida de Cristo.  Buscad, pues, siempre a Cristo resucitado, con ilusión, con muchas ganas. 

Hoy, pues, domingo de resurrección, domingo de la vida, preguntémonos: ¿Sabemos defender la vida?  ¿Cuál es nuestra postura frente a las muertes violentas, el aborto, las armas de destrucción?

Cristo resucitado nos da vida, trabajemos también nosotros por dar vida y no muerte a nuestro mundo tan necesitado de esa Vida de Dios nuestro Padre.