II DOMINGO
DE PASCUA (CICLO B)
Estamos en el segundo domingo de Pascua, celebrando
la resurrección del Señor. El tiempo pascual comienza con el domingo de
resurrección (el primer domingo de pascua) y dura hasta Pentecostés. En este
tiempo celebramos el "paso" de Jesús de la muerte a la
resurrección. Este domingo es el domingo
de la Divina Misericordia.
La 1ª lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles,
nos presenta los rasgos de la comunidad ideal: es una comunidad formada por
personas diferentes. La
Iglesia no es un grupo unido por una ideología, o por una misma visión del
mundo, o por simpatía personal de sus miembros.
La Iglesia es una comunidad que agrupa a personas de diferentes razas
y culturas, unidas por Jesús y su proyecto de vida, pero todos los miembros
de la Iglesia tienen y viven la misma fe con un solo corazón y una sola
alma.
La Iglesia es una comunidad fraterna, solidaria, que
comparte y se entrega al servicio de todos y así testimonia a Jesús
resucitado. La comunidad cristiana es
una comunidad que comparte que vive el amor, el servicio. El cristiano no puede, por tanto vivir cerrado
en su egoísmo, indiferente a lo que le pasa a sus hermanos.
La comunidad ideal es aquella que sabe compartir sus
bienes. Una comunidad cristiana donde
algunos malgastan sus bienes mientras otros no tienen lo suficiente para vivir
dignamente, no puede ser una comunidad cristiana. No podemos creernos que somos cristianos
simplemente porque venimos a la Iglesia, pero nos pasamos la vida acumulando
bienes materiales y viviendo al margen de los sufrimientos de los hermanos más
pobres. No podemos creernos que somos
cristianos porque damos unas monedas de limosna en la parroquia pero explotamos
a los obreros o cometemos injusticias.
¿Qué nos ha pasado a los cristianos? En nuestros corazones muchas veces lo único
que hay es ambición y egoísmo. La ley
del amor la hemos sustituido por “mío, mío”, o “yo, yo, yo”.
Hay que compartir lo que se tiene, hay que dar al que lo
necesita, hay que mirar también por los demás, hay que ser desprendidos,
desinteresados y más generosos para ser esa comunidad ideal que nos describe
hoy la primera lectura.
La 2ª lectura, de la primera carta de san Juan, nos
dice que amar a Dios significa adherirse a Jesús y por lo tanto amar a los
hermanos. Quien no ama a los hermanos no
cumple los mandamientos de Dios y no sigue a Jesús.
Si amamos a Dios, a Cristo y a los hermanos, podemos “vencer
al mundo”, es decir, podemos vencer al egoísmo, al odio, a la injusticia, a
la violencia que gobierna el mundo. A
esta manera de vivir de muchas personas, nosotros tenemos que vivir el amor, el
estilo de vida de Jesús.
El amor vence todo aquello que oprime al hombre y que le
impide vivir una vida verdadera, una felicidad total. Aunque el amor, a veces, parezca debilidad
frente a los poderosos y a lo dueños de este mundo, la verdad es que el amor
siempre tendrá la última palabra. Sólo
el amor nos asegura una vida verdadera y eterna, sólo el amor es el camino para
construir un mundo nuevo y mejor.
El Evangelio de San Juan, insiste hoy en que Jesús, a
pesar de la incredulidad de los apóstoles, está vivo y presente en la
comunidad, sobre todo cuando nos reunimos el domingo para celebrar la
Eucaristía.
A pesar de que dos mil años han sucedido desde este
encuentro con Cristo Resucitado, nosotros hoy todavía seguimos viviendo estas
dos actitudes de los discípulos: temor y desconfianza. Cada vez que en
la vida nos toca vivir una prueba difícil nos llenamos de miedo y angustia;
cuando las situaciones nos piden confiar en Dios, nosotros tenemos miedo,
cuando nos pide amar y perdonar, tenemos miedo y desconfianza; cuando nos piden
dar parte de lo que no me sobra, nos llenamos de temores y justificaciones. Por
eso hoy el Evangelio nos llama a no tener miedo, a creer verdaderamente que
Cristo ha Resucitado, que su Espíritu está entre nosotros y que tenemos que dar
testimonio de ello.
Qué fácil es tomar la posición desconfiada de Tomás, qué
fácil es decir, hasta que no vea no creeré; pero esa no es la actitud de un
cristiano. Nosotros estamos llamados a creer y a vivir conforme lo que creemos;
a dar testimonio que vale la pena creer en Jesús; que tal vez no podamos “meter”
nuestros dedos en sus llagas, pero sí lo podemos reconocer en el hambriento, el
sediento o el encarcelado injustamente.
Cristo está vivo, y nosotros somos los llamados a dar
testimonio de ello; Él nos ha enviado y nadie se puede llamar cristiano si no
está dispuesto a dar testimonio de la Resurrección.
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