martes, 29 de mayo de 2018


CORPUS CHRISTI (CICLO B)

Celebramos la fiesta del Corpus Christi, la fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor.  Cristo está realmente presente en el pan y en el vino de la Eucaristía. Son su Cuerpo entregado y su Sangre derramada.

La 1ª lectura del libro del Éxodo, nos ha descrito la Alianza entre Dios y su pueblo.  Por medio de Moisés, Dios comunica “todos su mandatos”.  Y el pueblo se compromete a cumplir “todo lo que el Señor dice”.

Esta Alianza entre Dios y el pueblo se realiza con un rito sagrado: el sacrificio de animales.  Con la sangre de animales sacrificados se sellaba la Alianza de Dios con su pueblo.  La mitad de la sangre se derramaba sobre el altar, para Dios, y la otra mitad se utilizaba para rociar al pueblo.

Jesús derramó hasta la última gota de su Sangre en la cruz el viernes Santo, para el perdón de nuestros pecados.  Esto es lo que hace Jesús en cada Eucaristía: “Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”.  Por eso en cada misa comulgamos su Cuerpo y su Sangre.

La 2ª lectura de la carta a los Hebreos, no muestra a Cristo como el Mediador entre Dios y los hombres y para ello Cristo sacrifica su vida por toda la humanidad.  Por medio de este sacrificio de Jesús, hemos alcanzado el perdón de nuestros pecados, hemos entrado en relación directa con Dios nuestro Padre.  Este sacrificio de Cristo lo renovamos continuamente en la Misa y hoy, día del Corpus, lo recordamos y lo celebramos con especial gozo y alegría.

El Evangelio de san Marcos, nos narraba la institución de la Cena del Señor, la celebración de la primera misa de la humanidad.

“Dichosos los llamados a la cena del Señor”. Así dice el sacerdote mientras muestra a todo el pueblo el pan eucarístico antes de comenzar su distribución. ¿Qué eco tienen hoy estas palabras en quienes las escuchan?

Son muchos, sin duda, los que se sienten dichosos de poder acercarse a comulgar para encontrarse con Cristo y alimentar en Él su vida y su fe. Algunos pocos se levantan automáticamente para realizar una vez más un gesto rutinario y vacío de vida. Un número importante de personas no se sienten llamadas a participar y tampoco experimentan por ello insatisfacción ni pena alguna. Y, sin embargo, comulgar es para el cristiano el gesto más importante y central de toda la semana.

La preparación comienza con el canto o recitación del Padre nuestro. No nos preparamos cada uno por su cuenta para comulgar individualmente. Comulgamos formando todos una familia que, por encima de tensiones y diferencias, quiere vivir fraternalmente invocando al mismo Padre y encontrándonos todo en el mismo Cristo.

El gesto del sacerdote con las manos abiertas y levantadas es una invitación a adoptar una actitud confiada de invocación a Dios.

La preparación continúa con el gesto de paz, gesto sugestivo y lleno de fuerza que nos invita a romper los aislamientos, las distancias y la insolidaridad egoísta. El rito, precedido por una doble oración en que se pide la paz, no es simplemente un gesto de amistad. Expresa el compromiso de vivir contagiando “la paz del Señor”, cerrando heridas, eliminando odios, reavivando el sentido de fraternidad, despertando la solidaridad.

La invocación “Señor, no soy digno”, dicha con fe humilde y con el deseo de vivir de manera más sana es el último gesto antes de acercarse a recibir al Señor.

El silencio agradecido y confiado que nos hace conscientes de la cercanía de Cristo y de su presencia viva en nosotros, la oración de toda la comunidad cristiana y la última bendición ponen fin a la comunión.

Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de “comer”, es realmente un encuentro entre dos personas, es un dejarse penetrar por la vida de quien es el Señor, de quien es mi Creador y Redentor. El objetivo de la comunión es la asimilación de mi vida con la de Cristo, mi transformación y configuración con quien es Amor vivo. Por ello, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo para siempre.

Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por las calles de nuestro pueblo. Encomendamos estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad. ¡Que nuestras calles sean calles de Jesús! ¡Que nuestras casas sean casas para Él y con Él!

Que en nuestra vida de cada día penetre su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una bendición grande y pública para nuestro pueblo: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. ¡Que el rayo de su bendición se extienda sobre todos nosotros!

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