martes, 18 de febrero de 2020


VII DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)


 
Hoy, la Palabra de Dios nos habla a los cristianos de cosas muy importantes: de las condiciones para ser discípulos de Jesús, de ser templos del Espíritu, de la bondad de Dios para con todos y de nuestro comportamiento con los hermanos.

 
La 1ª lectura del libro del Levítico nos decía: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”

 
Cuando oímos hablar de “santidad”, pensamos en lugares lejanos y en personas con estilos de vida bien extraños.  Pensamos que la santidad es para las monjitas, para los sacerdotes y religiosos; pero no para mí, que soy un cristiano normal, que me esfuerzo apenas por vivir como tal.  Además, nos preguntamos ¿cómo se hace uno “santo”?

 
Vosotros los laicos, como los sacerdotes y religiosos estamos llamados a la santidad, es decir “a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”.  Buscar la santidad es la tarea esencial de un cristiano.  La santidad es indispensable para transformar las familias, la parroquia y la sociedad.  Y para ello el cristiano ha de trabajar por la paz, la solidaridad, frecuentar los sacramentos, hacer oración y vivir la devoción a la Virgen María.

 
Hay que esforzarse por buscar la santidad de vida para poder anunciar al mundo el Evangelio y así dar testimonio de vida cristiana.  Es en el mundo y desde el mundo donde el cristiano tiene que buscar la santidad.  Es en el mundo donde tiene que vivir su fe.  Si queremos que este mundo sea santo, tenemos que empezar por ser santos nosotros.

 
La santidad requiere esfuerzo.  No hay un atajo mágico en el camino hacia el cielo, pero es algo que todos podemos alcanzar.

 
La 2ª lectura de la primera carta de san Pablo a los Corintios nos recordaba que somos Templos del Espíritu Santo y que Dios habita en nosotros.

 
Ante las dificultades de la vida, los cristianos confiamos en el amor.  Queremos sentirnos amados y ayudados por un Dios que se ha comprometido con nosotros.  Y el mejor agradecimiento que podemos mostrarle a Dios es el vivir unidos, en comunidad, en la Iglesia, siendo todos, una gran familia.  Por eso nos decía san Pablo: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” Es lo que san Pablo les dice a los recién bautizados de la comunidad de Corinto.

 
Todos los bautizados formamos un solo cuerpo, somos parte de la misma comunidad, de la misma parroquia, y estamos llamados a ser un signo de unidad para las personas que conviven con nosotros. “Mirad como se aman”, era la expresión de la gente cuando veían el estilo de vida de los primeros cristianos.

 
El Evangelio de san Mateo nos presenta a Jesús diciendo: “Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia”.

 
La Ley del Talión decía: “ojo por ojo, diente por diente”.  Esta ley ha quedado totalmente abolida por Jesús.  Sin embargo, y por desgracia, la ley del Talión sigue existiendo en muchas culturas, aunque oficialmente haya desaparecido de nuestro mundo actual, la violencia legalizada sigue estando muy vigente.  Aún existen países donde está en vigor la pena de muerte, donde hay guerras, donde innumerables poblaciones mueren de hambre, donde hay niños condenados a morir en su infancia.  Son las violencias de las desigualdades sociales, las violencias personales, las violencias de género, y tantas y tantas violencias que avergüenzan a nuestro mundo civilizado.

 
Jesús nos dice que amemos a todos, también a nuestros enemigos, sea cual sea su posición política o ideológica.  Nuestros enemigos no pueden seguir siéndolo para siempre, porque ellos también son seres humanos, seres que sufren, que buscan y esperan, como nosotros.  Sí, ya sé que en la mente de muchos de nosotros, al hablar de enemigos, no sólo estarán esas personas molestas y fastidiosas que nos cuesta mucho tratar diariamente con cariño, sino también estaremos pensando en los grandes asesinos, en los narcotraficantes y en los corruptos.  ¿Cómo amar o aceptar a tales personas?

 
Los cristianos tenemos que saber que amar al delincuente injusto y violento no significa dar por buena su actuación injusta y violenta; condenar la injusticia y la violencia no significa que tengamos que odiar a esas personas.  La violencia nunca se solucionará con violencia.

 
El mal, a pesar de las apariencias, siempre será débil.  El odio brota del miedo; la ofensa tiene necesidad de venganza.  En cambio el amor es la única fuerza capaz de cortar de raíz la violencia.  Es urgente un “¡ya basta!” a la violencia y aceptar la propuesta de la no violencia que Cristo nos ofrece.

 
El cristiano es vencedor no cuando consigue quitarle las armas a su enemigo, sino cuando dejando sus propias armas, convierte al enemigo en amigo.  La fuerza del amor es la única fuerza capaz de acabar con el mal y con los enemigos.

 

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