XXI DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)
Las lecturas de hoy son una invitación a confesar nuestra fe en Jesucristo, el Hijo de Dios.
La 1ª lectura del profeta Isaías nos presenta al mayordomo Sebná que abusa del poder que tiene y por eso Dios lo destituye de su cargo por haber usado su cargo en beneficio propio, y no como un servicio en favor de los demás.
Esta primera lectura nos invita a reflexionar sobre el sentido del poder. El poder es un servicio a la comunidad. Quien ejerce el poder, debe hacerlo con cuidado, con bondad, con compresión, con tolerancia, con misericordia y pensando siempre en los demás. La autoridad no es cuestión de poder sino de servir a todos. El que tiene el poder no puede usarlo para satisfacer sus intereses personales.
Sebná ejercía el poder, asociado a la corrupción, al aprovechamiento del servicio de la autoridad para fines egoístas e intereses personales. Y Dios nos dice que el ejercicio del poder sólo tiene sentido en cuanto está al servicio del bien común. El ejercicio de un cargo público no es para buscar intereses personales sino para ejercerlo en beneficio del bien común.
Por desgracia los abusos de poder de algunos gobernantes no han cambiado desde entonces. Muchos utilizan el poder para su propia ambición, o por delirios de grandeza, negocios sucios, éxito del partido o como tapadera de sus propios intereses.
Nosotros como creyentes tenemos que estar dispuestos a poner fin a estas situaciones, no viviendo de forma superficial sino viviendo desde el Evangelio, aunque ello a veces nos complique la vida. Puede ser que eso no cambie mucho las cosas, pero al menos no nos sentiremos cómplices de la injusticia.
La 2ª lectura de san Pablo a los romanos en una invitación a contemplar la riqueza, la sabiduría y la ciencia de Dios. Nosotros, tenemos que reconocer nuestra incapacidad de entender los proyectos de Dios, porque Dios, en su infinita sabiduría, nos sobrepasa completamente.
El verdadero creyente no es aquel que “sabe” todo sobre Dios, que cree conocerlo perfectamente y dominarlo; sino que es aquel que con honestidad y verdad reconoce su pequeñez y se pone confiadamente en las manos de Dios y con asombro y admiración adora y alaba a Dios.
El Evangelio de san Mateo nos ha presentado a Jesús preguntado: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
En la vida de cada día decimos que hay preguntas y preguntas: Preguntas habituales: ¿qué día hace hoy? Preguntas maliciosas: ¿es verdad aquello que me dijeron de ti? Preguntas sin importancia: ¿te gusta el fútbol? Preguntas molestas… Y preguntas importantes: ¿Y después de la muerte? ¿De qué te sirve ganarlo todo si pierdes tu alma? ¿Para qué sirve la fe?
Las respuestas a ciertas preguntas se aprenden en la vida, la familia, en la escuela y hay respuestas que sólo Dios nos enseña.
Y hay respuestas que sólo yo puedo dar. No sirve yo opino como el otro, yo digo lo mismo que dice la Biblia,… dice el párroco,…dice la iglesia… Llega un momento en la vida en que nuestra respuesta tiene que ser personal, tiene que salir del corazón y brotar del amor.
Hoy, Jesús te pregunta a ti: ¿Y para ti, quién soy yo?
Nosotros podríamos responderle a Jesús diciendo: “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor, el Salvador, la vida, el camino, la verdad, etc.” Hasta un loro amaestrado podría repetir esa letanía de títulos.
La respuesta a esta pregunta no es nada fácil porque la verdad de nuestra respuesta se verifica en la vida y no en las palabras.
Cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que nosotros somos. Y proyectamos en Él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y limitaciones. Y casi sin darnos cuenta, lo empequeñecemos y desfiguramos incluso cuando tratamos de exaltarlo.
Pero Jesús sigue vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar. No permite que lo disfracemos. No se deja etiquetar ni reducir a unos ritos, unas fórmulas, unas costumbres.
Jesús siempre desconcierta a quien se acerca a Él con una postura abierta y sincera. Siempre es distinto de lo que esperábamos. Siempre abre nuevas brechas en nuestra vida, rompe nuestros esquemas y nos empuja a una vida nueva.
Cuanto más se le conoce, más sabe uno que todavía está empezando a descubrirlo. Seguir a Jesús es avanzar siempre, no establecerse nunca, crear, construir, crecer.
A Jesús lo iremos conociendo en la medida en que nos entreguemos a Él. Sólo hay un camino para ahondar en su misterio: seguirlo.
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