XXVII DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)
Hoy la Palabra de Dios nos invita a descubrir cómo el
Señor nos mira con afecto y ternura, cuenta con nosotros. Dios confía en nosotros. Por eso nos ofrece
trabajar en su viña.
La 1ª lectura del profeta Isaías
nos ha presentado la historia de Dios con su pueblo. Una historia de un amor no correspondido. Dios se acerca al hombre, lo cuida, lo
defiende, pero la respuesta no suele ser un “fruto bueno” sino un “fruto
amargo”.
Dios se ha volcado en nuestra vida, nos ha mimado a lo
largo de los años. Se ha desvivido con la solicitud con que un campesino cuida
a su viña. Y al cabo de tanto tiempo y de tanto amor, Dios ha esperado nuestra
respuesta con la misma ilusión con que el agricultor espera los frutos de su viña.
Dios siempre tiene esperanza de que demos buenos
frutos, y aunque no le demos buenos frutos, Dios no “castiga”, sino que
nos deja que sigamos nuestro camino y nos demos cuenta por nosotros mismos, las
desventajas que tenemos en nuestra
vida al separarnos del Señor.
Dios nos cuida, cuida de la Iglesia, cuida de nosotros
miembros de la Iglesia. Por ello hemos
de esforzarnos por ofrecer a Dios una gran cosecha, no de frutas amargas
sino dulces. Hemos recibido mucho de
Dios y debemos corresponder, no con palabras sino con hechos, con frutos.
La
2ª lectura de San Pablo a los Filipenses nos invita a no
dejarnos llevar por la angustia y el miedo, sino a poner nuestra confianza en
Dios y a elegir los valores verdaderos: la
verdad, la justicia, la amabilidad, la pureza y la vida.
Como cristianos no tenemos que vivir intranquilos y
preocupados, porque somos de Cristo, y por lo tanto las dificultades son accidentes del camino que no nos tienen
que apartar de Dios, porque nuestra meta es estar con Dios para siempre en el
Cielo.
El evangelio de San Mateo
nos presentaba la parábola de los viñadores asesinos.
Hoy, Jesús, con esta parábola nos está diciendo: “Hijo, no mates a Dios
en tu corazón”. No sólo los hombres corremos el
peligro de que nos maten. También Dios hoy está en peligro.
La gran tentación de la cultura actual es querer
matar a Dios. Silenciar a Dios. Hay personas que creen que el hombre y el
mundo sólo podrán lograr su verdadera libertad e independencia si quitamos a
Dios de nuestra vida. Ven a Dios como el
gran enemigo del hombre y de su libertar.
Piensan que hay que matar a Dios para que viva el hombre.
Pero
más muere el que mata que el que muere. Cuando intentamos matar a Dios, terminamos por morirnos nosotros
mismos. Porque sin Dios ¿qué es y qué
sentido tiene el hombre? Si destruimos
la brújula y destruimos el faro, ¿a dónde nos dirigimos?
Hay muchas maneras de querer matar a Dios.
La primera, el silencio sobre Dios. ¿Podemos hablar de Dios hoy en la calle,
en política, en economía, en nuestra vida social? ¿Se puede hablar de Dios hoy en las reuniones
de amigos, en las reuniones sociales?
La segunda,
es la indiferencia. El no ver que Dios tenga
sentido en nuestras vidas y vivir como si no existiese. ¿Acaso el silencio y la
indiferencia no matan más que las mismas armas?
Cuando siento que nadie habla de mí o cuando siento la indiferencia de
los demás, siento que no existo para nadie.
El silencio sobre Dios es
una de las formas de “matar a Dios” de nuestra cultura
contemporánea. Pero silencio sobre Dios
no sólo en la sociedad sino en el seno de las familias que se dicen cristianas.
En muchos hogares ya no se habla de Dios. Los niños
no pueden aprender a ser creyentes junto a sus padres. Nadie en casa les
inicia en la fe. Lo que se transmite de padres a hijos no es fe, sino
indiferencia y silencio religioso.
No es, pues, extraño que encontremos entre nosotros
un número cada vez más elevado de niños sin fe. ¿Cómo van a creer en Aquel de
quien no han oído hablar? ¿Cómo se va a despertar su fe religiosa en un hogar
indiferente?
Hay padres que, aun
sintiéndose creyentes, renuncian fácilmente de su propia responsabilidad y lo
dejan todo en manos de los catequistas. Parecen ignorar que nada puede
sustituir el ambiente de fe del propio hogar y el testimonio vivo de unos
padres creyentes.
No
es posible transmitir lo que no se vive. No se puede enseñar a rezar al hijo cuando uno no reza nunca. No se le
puede explicar por qué el domingo es fiesta si en casa no se celebra ese día de
manera cristiana.
Preguntémonos: ¿Qué espera Dios de mi hoy?
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