II DOMINO DE PASCUA (CICLO A)

A los ocho días de la fiesta de Pascua de resurrección volvemos a reunirnos. Como han hecho los discípulos del Señor desde aquel domingo de Resurrección, cada domingo nos reunimos.
Y celebramos también la fiesta de la Divina Misericordia instituida por el Papa San Juan Pablo II.
En la 1ª lectura, de los Hechos de los Apóstoles, tenemos una fotografía de cómo vivían los primeros cristianos. La vida de los primeros cristianos giraba en torno a cuatro cosas fundamentales: escuchar las enseñanzas de los apóstoles, tener todo en común y celebrar la eucaristía y orar juntos.
Como comunidad de cristianos tenemos que proponer al mundo una forma distinta de vida. Tenemos que dar testimonio de cómo el amor, el compartir, el darse a los demás, el servicio, la sencillez y la alegría son generadoras de vida y no de muerte.
Como comunidad cristiana debemos ser una comunidad de hermanos que escuchemos las enseñanzas de los apóstoles, es decir, que estemos siempre dispuestos a la formación permanente en la fe, que nuestra vida gire en torno a la Palabra de Dios y que escuchemos esa Palabra de Dios y la compartamos con los demás. ¿Hasta qué punto nos interesa formarnos como cristianos y nos interesa lo que dice la Palabra de Dios?
Como comunidad cristiana debemos también tener todo en común, es decir, debemos aprender a compartir. Como cristianos no podemos vivir encerrados en el egoísmo, en la indiferencia ante los sufrimientos y problemas de nuestros hermanos. No podemos ser una comunidad cristiana donde hay algunos que derrochan sus bienes y otros no tienen lo suficiente para vivir dignamente.
Como comunidad cristiana debemos celebrar la Eucaristía y rezar juntos, es decir, si celebramos juntos la Eucaristía, la comunidad se va haciendo más fuerte, nos vamos uniendo más entre nosotros, y nos hacemos más fuertes para dar testimonio de la salvación. Nuestra Eucaristía no debe ser un rito frío, al que “voy” por obligación, sino una verdadera experiencia de encuentro con el Jesús del amor y de la vida y una experiencia de amor compartido con mis hermanos.
Hemos de preguntarnos hoy cómo es nuestra comunidad parroquial, si de verdad somos una comunidad de hermanos que vivimos en el amor, o somos un grupo de personas aisladas, en el que cada uno defiende sus propios intereses, aunque esto suponga ofender al resto de los hermanos.
La 2ª lectura, de la 1ª carta de san Pedro, nos invita a vivir la vida con esperanza a pesar de los sufrimientos. El sufrimiento nos puede ayudar a madurar como personas, a dejar atrás el orgullo y la autosuficiencia, a confiar más en Dios, por eso estamos invitados a vivir la vida con esperanza y a poner nuestros ojos en la salvación que Dios nos ofrece, para ello hay que confiar mucho más en Dios y en su amor.
El Evangelio de san Juan nos ha presentado la figura del Tomás.
Jesús resucitado se dirige a Tomás con unas palabras que tienen mucho de invitación amorosa, pero también de llamada apremiante. “No seas incrédulo, sino creyente” Tomás responde con la confesión de fe más solemne de todo el Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío”.
¿Cómo se camina desde la resistencia y la duda hasta la confianza? La pregunta no es superflua, pues, más tarde o más temprano, de forma totalmente inesperada o como fruto de un proceso interior, todos podemos escuchar más o menos claramente la misma invitación: “No seas incrédulo, sino creyente”.
Tal vez la primera condición para escucharla es percibirse amado por Dios, cualquiera que sea mi postura o trayectoria religiosa. “Soy amado”, ésta es la verdad más profunda de mi existencia. Soy amado por Dios tal como soy, con mis deseos inconfesables, mi inseguridad y mis miedos. Soy aceptado por Dios con amor eterno. Dios me ama desde siempre y para siempre, por encima de lo que otros puedan ver en mí.
Se puede dar un paso más. “Soy bendecido por Dios”. Él no me maldice nunca, ni siquiera cuando yo mismo me condeno. Más de una vez escucharé en mi interior voces que me llaman perverso, mediocre, inútil o hipócrita. Para Dios soy algo valioso y muy querido. Puedo confiar en Él a pesar de todo. Puedo confiar en Él sin miedo, con agradecimiento.
Cada uno podemos hacernos las preguntas decisivas: ¿Por qué no creo?, ¿por qué no confío?, ¿qué es lo que en el fondo estoy rechazando? No se me debería pasar la vida sin enfrentarme con sinceridad a mí mismo.
Jesús decía a Tomás: “¿Crees porque has visto? Dichosos los que creen sin haber visto”. Nosotros no estuvimos allí. No pudimos ver al Señor con los ojos de la cara, pero también creemos que Jesús está vivo y anda con nosotros en nuestras comunidades cristianas produciendo cosas asombrosas. El Señor resucitado vive entre nosotros.
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