XXXIII DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

La liturgia de este domingo nos recuerda que Dios confía en nosotros más de lo que quizás nosotros confiamos en nosotros mismos.
La 1ª lectura, del libro de los Proverbios, nos ofrece hoy un canto a la mujer.
La igualdad entre el hombre y la mujer no es algo que ya vivamos. En parte porque, en muchos sectores de la vida la mujer sigue ocupando un puesto secundario. Tenemos que admitir que hombre y mujer somos iguales en dignidad, en derechos, en oportunidades, porque ambos somos seres humanos.
No podemos ignorar la marginación y la sumisión en que la mayoría de los países ha tenido y sigue teniendo a la mujer. Es una pena que muchos hombres que se llaman cristianos han explotado a las mujeres a través de los siglos. En la casa han mirado a las mujeres como objetos de deseo. En el trabajo han pagado a las mujeres menos que a los hombres y a menudo han exigido más horas de trabajo que a los hombres,
Por eso podemos hablar de los pecados contra las mujeres que hemos cometido a lo largo de los siglos. Hoy, se insiste en la igualdad del hombre y de la mujer, y esto es así, porque Dios ha creado al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Ahora bien esta igualdad no ha de hacer que la mujer olvide el sentido de la maternidad que no está reñido con su desarrollo ni con un trabajo profesional. La mujer debe tener en alta estima el ser madre, en ser transmisora de la vida.
Como cristianos debemos esforzarnos cada día para que la mujer crezca cada día más como personas, que sea cada día más ser humano y no sólo objeto de placer, que la mujer sea cada día más mujer.
La 2ª lectura de la primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses nos hace saber que lo importante no es conocer cuándo vendrá el Señor por segunda vez sino estar vigilantes y preparados.
A nosotros no nos debe importar la fecha de la segunda venida del Señor, sino cómo esperar y preparar ese momento. San Pablo nos dice que hay que estar vigilantes. “Estar vigilantes” no significa mirar hacia el cielo, sin hacer nada, y olvidarnos de las cosas del mundo y de los problemas de los hombres, sino que significa vivir, día a día, de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, esforzándonos por la transformación del mundo y la construcción del Reino de Dios.
Los creyentes, tenemos que ser hombres y mujeres de esperanza, abiertos al futuro, un futuro que tenemos que conquistar con fe y amor, pero sobre todo un con esperanza de que podremos estar con Dios para siempre.
El evangelio de san Mateo, nos presenta la parábola de los talentos. Hemos recibido de Dios, los talentos, los valores.
Los dones que hemos recibido no son nuestros, son dones recibidos, se nos han dado para que los administremos. La gracia de Dios no se nos da simplemente para “que vivamos en gracia”, sino para que la activemos y la hagamos fructificar.
La vocación del cristiano no es conservar. La vocación del cristiano es dar frutos, es florecer, es manifestar y revelar los dones de Dios. Por eso, el primer paso es reconocer los dones que Dios nos ha regalado porque quien no los reconoce tampoco es capaz de dar gracias por ellos. El segundo paso, es hacerlos florecer.
Los dones de Dios son para ponerlos en circulación, no para enterrarlos. Dios no quiere que se los devolvamos tal y como Él nos los ha dado, sino convertidos en nueva cosecha. El agricultor siembra sus granos de trigo no para recoger luego otro grano, sino para que cada grano le regale una espiga.
Esto nos obliga a preguntarnos no si tenemos fe, sino qué hacemos con nuestra fe. ¿La compartimos con los demás? No es cuestión de preguntarnos si tenemos esperanza, sino cómo compartimos nuestra esperanza para que también los demás sigan esperando. No es cuestión de preguntarnos si tenemos amor en nuestros corazones, sino a cuántos amamos y cuántos se sienten amados. No es cuestión de preguntarnos si somos Iglesia sino qué hacemos nosotros con la Iglesia. Si le damos vida a la Iglesia, creamos más Iglesia, hacemos más bella la Iglesia. No es cuestión de preguntarnos si creemos en Dios, sino qué significa Dios en nuestras vidas y que hacemos con Dios en nuestros corazones.
De los tres de la parábola, dos negociaron sus millones y uno se los guardó por miedo a perderlo. Dios no quiere cobardes que viven del miedo sino que viven arriesgándose cada día por Él. Dios no quiere cajas fuertes donde guardamos sus dones, sino cristianos que se arriesgan por Él. Dios no necesita de cobardes, Dios no necesita de cristianos momificados, sino de cristianos que viven, que se arriesgan y hacen fructificar los dones del Señor.
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