XIX DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)

Todos nosotros hemos sentido momentos de tristeza, e incluso de desesperanza. ¿Quién no ha sentido la tentación de dejarlo todo ante las dificultades de la vida o ante las exigencias de la fe? La Palabra de Dios de este domingo nos ofrece un mensaje de confianza y esperanza.
La 1ª lectura, del primer libro de los Reyes, nos muestra al profeta Elías que ya no puede más; se siente cansado, agotado, decepcionado y desanimado porque no ha podido cambiar el corazón de su pueblo y por ello ha desistido seguir luchando e incluso prefiere morir que continuar con su misión.
También nosotros podemos estar cansados y en crisis. Quizás en algunos momentos de nuestra vida podemos sentirnos con ganas de “tirar la toalla”, de dimitir de lo que estamos haciendo e incluso desearnos la muerte.
Cuando nos sentimos así, la solución no es bajar los brazos y abandonar la lucha. Cuando parece que nuestra misión es superior a nuestras fuerzas, cuando parece que todo es un fracaso en nuestra vida, es en Dios en quien tenemos que confiar y es en Él en quien tenemos que poner nuestra esperanza.
A veces, le pedimos a Dios que resuelva milagrosamente nuestros problemas y nosotros queremos quedarnos de brazos cruzados. Dios no fomenta la pereza, sino que Él está a nuestro lado siempre que lo necesitamos para darnos fuerza para vencer las dificultades e indicarnos el camino a seguir.
Las dificultades y las desilusiones sólo se pueden superar desde Dios.
La 2ª lectura, de san Pablo a los Efesios, nos dice que ser cristiano y seguir a Cristo implica dejar de lado la ira, la violencia, la envidia, el orgullo, la maldad. Ya sufrimos bastantes guerras, enfrentamientos, odios y violencia en este mundo, para que nuestras relaciones con los demás estén basadas en estos vicios y pecados. Todas estas cosas tienen que ser eliminadas de nuestra vida. Todas estas cosas son comportamientos del hombre que no tiene fe.
Dios no se complace en las rivalidades y los enfrentamientos, sino en la paciencia, la comprensión y el amor mutuos, para que exista entre nosotros una vida de convivencia armónica y fraternal, más justa y pacífica.
El amor de Cristo tiene que ser ejemplo y modelo para todo cristiano, de modo que se pueda expresar en actitudes de bondad, comprensión y perdón de unos para con otros. Así, haciendo como Cristo, podremos complacer al Espíritu de Dios.
En el Evangelio de san Juan, nos decía Jesús: “El que cree en mí, tiene vida eterna”.
En esta vida, dentro de la gran diversidad y de las diferencias entre nosotros, hay, sin embargo, una cosa en la que coincidimos todos, absolutamente todos: mujeres y hombres, jóvenes y adultos, pobres y ricos. No hay una sola persona en el mundo que no esté de acuerdo con ello. Todos queremos, buscamos y nos interesamos por la felicidad y, a ser posible, por una felicidad duradera, para siempre.
Este deseo de ser felices, de vivir felices: este deseo de felicidad es el que mueve toda nuestra vida.
Podremos dividirnos luego a la hora de pensar qué clase de felicidad buscamos cada uno; qué entendemos cada uno por felicidad y, sobre todo, el medio y la forma de conseguirla. Para unos será el dinero, la comodidad, el bienestar, la salud, el poder y la fuerza sobre los demás…y según eso usaremos muy distintos métodos y formas de vida.
Pero de lo que no hay duda alguna es de que todos, absolutamente todos, buscamos y queremos ser felices eternamente.
Hoy Cristo nos ofrece en este evangelio que hemos escuchado, no solo la felicidad, sino también el camino y el modo de conseguirla.
La felicidad, nos dice, no está en tener cosas. No está ni en el dinero, ni en la comodidad, ni en otras mil cosas que nosotros buscamos. La felicidad está en el interior de cada uno, no en el exterior. Está en ser personas, en el amor. En una palabra, seremos felices en la medida en que amemos y nos dejemos amar; en la medida en que amemos como Dios nos ama a nosotros.
Como el pájaro es feliz al aire libre, como el pez es feliz en el agua, porque para ello han nacido; nosotros hemos nacido para amar y ser amados y solo así seremos felices.
Además Jesús mismo se nos presenta y se nos ofrece como el pan del cielo; Él se nos ofrece como alimento y camino para lograr esa felicidad en el amor.
Todo lo demás, todo eso que nosotros creemos como felicidad, no son sino substitutos y falsas felicidades, que duran muy poco y nada valen para la vida eterna a la que todos estamos llamados.
Si creemos que Cristo fue feliz en su vida porque amó hasta la muerte y pasó la vida haciendo el bien, debemos también creer en lo que nos dice, porque nos ama de verdad.
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