lunes, 28 de diciembre de 2020

 

SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS

Este día la Iglesia celebra la solemnidad litúrgica de Santa María, Madre de Dios; pero también es la octava de Navidad y la fiesta de la circuncisión de Jesús, cuando le impusieron su nombre. La liturgia no puede dejar de tener en cuenta que hoy también es el primer día del año civil y la Jornada Mundial de la Paz.

Uno de los principios cardinales sobre los que gira la vida cristiana consiste en que “Dios comienza siempre de nuevo”.  Con Dios todo puede comenzar de nuevo. Hoy también. Ahora también. Por eso es bueno comenzar el año nuevo con voluntad de renovación.  

Hoy también deberíamos de agradecerle a Dios la vida que nos ha concedido y que nos sigue conservando para poder comenzar un año más en nuestra existencia.

Dios nos va a acompañar en nuestro caminar a lo largo de estos 12 meses y nos va a sostener y ayudar en las dificultades y en los obstáculos que podamos tener.  Nos va a dar el ánimo necesario para seguir adelante, para que no caigamos y nos hundamos; nos va a ofrecer su perdón y su reconciliación, nos va a seguir diciendo que nos ama y que desea que seamos inmensamente felices en esta vida y, definitivamente, en la del más allá.  Por ello hemos comenzado el año escuchando una especial bendición de Dios.  La 1ª lectura, del libro de los Número, nos la recordaba esa bendición de Dios y la presencia continua de Dios en el transcurso de nuestros días.

Dios va a ser nuestro compañero de camino y de fatigas a lo largo de todo este año; se va a alegrar con nuestras alegrías; se va a gozar con nuestros éxitos; le va a doler nuestros sufrimientos y va a compartir nuestras preocupaciones.

Pero hoy también al comenzar este año nuevo lo hacemos recordando y celebrando a Santa María, Madre de Dios.

La maternidad había sido siempre considerada como una bendición de Dios hacia la mujer y su marido.  En la época de Jesús, y en muchas sociedades posteriores ha significado la maternidad una bendición de Dios.  Para un cristiano así debe ser también.  Sin embargo, lamentablemente hoy la maternidad es considerada por muchas mujeres como un freno, como una condición negativa que coarta su libertad y su desarrollo humano.  Algunas mujeres ven la maternidad como algo rechazable, en vez de verlo como una bendición de Dios.  María, por el contrario, aceptó ser madre, aceptó libremente llevar a cabo los planes de Dios para salvar a este mundo.

 

II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD

Este domingo es un eco de la fiesta de la Natividad del Señor.

La 1ª lectura del libro del Eclesiástico nos ha hablado hoy de cómo la sabiduría en persona canta a sus propias excelencias.  

Antes de manifestarse a los hombres, la sabiduría preexistía ya junto a Dios, se identifica por una parte con la palabra de Dios, presentada en forma de persona, y por otra como una niebla que cubre la tierra, a la manera del espíritu que cubra la superficie del caos al comienzo de la creación.

La lectura de hoy nos habla de la Sabiduría con mayúsculas; no de la del hombre, sino la de Dios.  Es todo un himno del papel que tiene la sabiduría en las relaciones de Dios con el mundo y con los hombres.

Nosotros, debemos vivir de acuerdo a la sabiduría divina, es decir, vivir de acuerdo a los valores más fundamentales de la vida, con un comportamiento justo, honrado y humanista; en definitiva eso es vivir con sabiduría.

La 2ª lectura de san Pablo a los Efesios, nos hace ver que Dios, desde siempre, nos ha contemplado a nosotros, desde su Hijo.  Dios mira a la humanidad desde su Hijo y por eso no nos ha condenado, ni nos condenará jamás a la ignominia.

Dios tiene que ser bendecido por nosotros porque previamente Dios ha derramado sobre la humanidad, toda clase de bendiciones espirituales.

El Evangelio de san Juan, nos dice lo que es Dios, lo que es Jesucristo y lo que es el hecho de la Encarnación con esa expresión tan inaudita: “el Verso se hizo carne y habitó entre nosotros” La encarnación se expresa mediante lo más profundo que Dios tiene: su Palabra.

“Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo” (Jn 3,16). Toda la historia de la humanidad, reflejada en la historia de Israel, es una historia de salvación. Con el envío de su Hijo, Dios nos hace el regalo supremo de su Palabra definitiva. Él es su “última Palabra”. “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Puso su tienda entre nosotros, como un vecino más, como un hermano más.

Decimos en el Credo: “Por nosotros… se hizo hombre”. Cuando pronunciamos este “por nosotros”, no hemos de entenderlo como referido a una humanidad abstracta, que no existe, sino a cada uno. Hemos de decir: se encarnó por mí, se hizo hombre por mí, para hacerse solidario conmigo, para hacerse mi hermano, mi amigo, mi compañero de viaje. Él pronuncia el nombre de cada persona y piensa en cada uno al verificar el milagro de amor y generosidad de “plantar su tienda entre nosotros”.

Frente a la incomprensible generosidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu, san Juan nos presenta el reverso del misterio: el rechazo por parte de su pueblo: “Vino a su casa, pero los suyos no lo recibieron” 

Si Dios hubiera venido como Dios ¿quién no lo hubiera recibido? Si el Mesías se hubiera presentado en plan Mesías, ¿quién lo hubiera despreciado? El problema es que no se le conoció. Sabemos la vida de Jesús. Sabemos que no se pareció en nada al Mesías esperado. Sabemos que resultaba desconcertante: que el mismo Juan Bautista llegó a dudar de él… Problema pues de ceguera. Pero problema también de corazón.  Sólo un puñado de “pobres de Yahvé”, el pequeño resto, los sencillos de corazón, lo reconocen y lo escuchan.

Hoy, la actitud más frecuente con respecto a Jesús no es el rechazo, sino la indiferencia. Se le da un asentimiento teórico, pero se vive al margen de su mensaje. Incluso muchos “cristianos” ignoran su Palabra. Se “aceptan” dogmas como verdades indispensables, se “cumplen” normas y se “reciben” ritos, pero no se vive pendiente de su Palabra ni en realidad se le sigue.

Con respecto a la Palabra de Dios, los hombres de hoy tenemos mayor responsabilidad que los judíos, porque tenemos mayor facilidad de acceso y comprensión. Nosotros tenemos todas las facilidades. Sabemos que quien nos habla es el mismísimo Hijo de Dios. Y ¡nos es tan fácil escucharlo!  

Nos duele, y lo consideramos una insensatez, que hijos, nietos o sobrinos no quieran escucharnos y aprovechar la riqueza de nuestra ciencia y de nuestra experiencia. ¿Cuál es la gravedad de nuestra insensatez si no nos acercamos a escuchar la Palabra del mismísimo Dios? ¿La escucho de verdad? Un cristiano tiene que ser un “oyente de la Palabra”. “Mi madre y mis hermanos son -afirma Jesús- los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen en práctica” 

Jesús no ha venido sólo a ofrecernos asombrosas orientaciones para nuestra vida. Los ángeles no cantan: os ha nacido un legislador, sino “os ha nacido un Salvador, Emmanuel” (Dios con nosotros). Jesús se revela como “la fuerza de nuestra fuerza y la fuerza de nuestra debilidad”

Jesús nos dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.  Y asegura: “Sin mí no podéis hacer nada”, pero con Él podemos decir: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”.

 

EPIFANIA DEL SEÑOR

Estamos celebrando la fiesta de la Epifanía o manifestación del Señor a todos los hombres y a todos los pueblos de la tierra, representados por estos tres personajes misteriosos que son los Magos.

Los Magos representan a la humanidad y, por tanto, cualquier pueblo, cualquier hombre o mujer de buena voluntad, que busque sinceramente el bien, la justicia y la paz puede verse representado en ellos. Son todos los que buscan la verdad y el amor, los que guiados por ese anhelo, como si fuera una estrella, encontraremos a Jesús y le podremos ofrecer lo mejor de nosotros mismos, porque reconocemos en Él al mismo Dios hecho hombre.

Celebrar la Epifanía significa que la Iglesia tiene una dimensión universal, que toda la humanidad, que toda la familia humana es sujeto de la salvación de Dios.  Todos los hombres de buena voluntad, estamos llamados a la salvación.

Al principio de su búsqueda, estos Magos siguen la estrella buscando algo, pero más tarde se dan cuenta que no es algo lo que busca sino a alguien y ese alguien es Jesús.  Y vemos como estos sabios, investigadores del universo, terminan de rodillas ante el Niño Jesús adorándolo.

Adorar a Dios es reconocer el misterio de amor que nos supera, nos envuelve y se nos da gratis, es valorar el don recibido de la fe y sentirse agradecidos con Dios.

Ante un Dios del que no sólo sabemos sino que diariamente lo experimentamos como amor, no cabe otra cosa más que adorarlo y darle gracias.  Por eso, cuando en nuestra vida experimentemos problemas y las tinieblas se apoderen de nosotros; cuando ni siquiera sintamos deseos por hacer oración, ni por estar en la presencia del Señor, levantemos nuestras cabezas hacia el cielo, pues por encima de lo que somos, de lo que nos suceda o hacemos, está el amor de Dios que nos da fortaleza y nos da esperanza para vivir en positivo: siempre habrá una estrella, una señal de Dios que nos guía hacia la felicidad, hacia el bien, y aunque a veces, se nos oculte esa estrella, esa señal de Dios, siempre volverá de nuevo a aparecer en nuestra vida para guiarnos y conducirnos a la felicidad verdadera.

Los magos nos enseñan a buscar, a no estancarnos en lo que conocemos o en lo que vivimos, nos enseñan a buscar esa estrella capaz de iluminar y guiar nuestra vida.  Y esto nos hace preguntarnos a nosotros si realmente buscamos las respuestas a la vida dejándonos iluminar y guiar por Dios, o nos conformamos con las que otros nos dan.

Los magos nos enseñan a ir al encuentro del Señor no como simples espectadores sino cargados con nuestros regalos: el oro, el incienso y la mirra representan lo más valioso que tenemos, es decir, nosotros mismos.  Nosotros mismos debemos ser el mejor regalo que le ofrezcamos al Niño Dios.

El hombre, como los Magos debe ser un buscador de Dios, un peregrino al encuentro de Dios.  Ante Jesús no podemos permanecer indiferentes: o lo aceptamos o lo rechazamos

¡Qué gran lección nos dan los Magos!  Ellos no quieren darle la espalda a Dios.  Nosotros queremos, muchas veces, un Dios a nuestro capricho, a nuestro servicio y antojo.  Pero, somos nosotros los que debemos ir hasta Dios, somos nosotros los que debemos trabajar por nuestra Iglesia, somos nosotros los que debemos buscar y adorar a Dios.

Hemos de buscar a Dios para ofrecerle el oro de nuestra vida, una vida que debe ser una entrega diaria al señor, una vida renovada por la gracia; el incienso del testimonio de nuestra fe, de nuestra oración y nuestro compromiso evangelizador y la mirra del sacrificio, de la aceptación paciente de trabajos, sufrimientos y dificultades en nuestra vida y de la valentía cristiana.

En el evangelio, aparece también la figura de Herodes. Herodes representa al hombre que no quiere estar en gracia, que no le interesa la Palabra de Dios. Tenemos que darnos cuenta que hay muchos “Herodes” en nuestra vida, esos “Herodes” que son los falsos dioses.  Existe la idolatría de quien rechaza a Dios para servir a los ídolos.  Pero la idolatría peor es aquella de quien habiendo encontrado a Dios, convive con ídolos y no adora al único y verdadero Dios.  

Siempre existe el riesgo de perder la fe por la superficialidad, el cansancio en la búsqueda, la comodidad, la vanidad o por llenar nuestro corazón con los dioses del poder, del tener y del placer.

Los Magos, al ver la estrella se pusieron en camino.  Nosotros también tenemos que ponernos en camino.  Ponerse en camino puede significar hoy para nosotros, recuperar el interés por nuestra fe, buscar nuestra formación, la participación asidua en los sacramentos y en la vida de la comunidad.

En esta eucaristía presentemos al Señor nuestras vidas como el mejor regalo que podemos ofrecerle, para que Él la transforme y nos haga testigos de su presencia en el mundo.