lunes, 18 de enero de 2021

 

III DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)

La liturgia de este domingo nos recuerda que Dios ama a todos los seres humanos por igual.  Por eso Dios nos invita a la conversión, al arrepentimiento para poder vivir una vida en plenitud.

La 1ª lectura del profeta Jonás nos dice que Dios tiene misericordia de todos los pueblos de la tierra.  Dios es el Dios de todos los pueblos y por lo tanto Él puede pedirnos cuentas de todo lo que hacemos.

Hay pueblos, al igual que pasa con las personas, que están como marcados por el signo del mal. Los juzgamos como mal pueblo, gente poco tratable, de ellos se espera cualquier traición, cualquier cosa.   

Si vemos también nuestra sociedad, nuestro mundo actual, pareciera que no hay muchas esperanzas. Vivimos en un mundo donde cada día le damos menos importancia a los valores morales. Un mundo donde hay demasiado egoísmo, hipocresía, odio. Lo que el mundo ofrece hoy al cristiano no es agradable.

Nuestro mundo de hoy, cada vez se aparta más de Dios, no escucha a Dios, se deja dominar por el pecado.  A veces, hemos podido llegar a preguntarnos: “¿a dónde va nuestro mundo?” Algunos, incluso, desearían que Dios destruyese este mundo y comenzara otro nuevo.  Sin embargo, Dios no quiere la muerte de ninguno de sus hijos, Dios no quiere la destrucción de este mundo; lo que quiere es que nos convirtamos y recorramos, con Él, el camino que conduce a la vida, a la felicidad sin fin.

Necesitamos redimir, salvar a nuestro mundo aunque creamos que ésta es una misión imposible como lo creía Jonás con Nínive. Y esta es una labor de todos los que somos y nos llamamos cristianos: salvar a nuestro mundo.

La 2ª lectura de san Pablo a los Corintios, nos quiere hacer ver que la vida es corta, unos cuantos años, o días que pasan rápidamente. Los cristianos tenemos que vivir pensando que el tiempo es breve.  Debemos vivir como si Dios nos fuera a pedir cuentas de un momento a otro.

Los valores de este mundo, las cosas de este mundo, por muy importantes que sean, no deben ser lo prioritario de nuestra vida.  Esto no quiere decir que despreciemos las cosas buenas que el mundo pone a nuestra disposición, sino que se trata de no poner en las cosas de este mundo nuestras esperanzas, nuestras seguridades o el objetivo de nuestra vida.

Por eso debemos vivir de cara a esa vida que nunca termina, la única por la que vale la pena luchar, esa vida eterna para la que hemos sido creados.  Por eso es necesario darse prisa porque el tiempo que tenemos es muy poco, menos quizás de lo que nosotros nos imaginamos.

Los días de un cristiano han de estar, por tanto, llenos de buenas obras. Cada instante ha de ser una ocasión bien aprovechada de amar y de servir a Dios, y por Él, a todos los hombres.  No corramos el peligro de llegar al final con las manos vacías, avergonzados de presentarnos ante el tribunal divino con la triste historia de una vida muerta y sin sentido.

El Evangelio de san Marcos nos hace una doble llamada: a la conversión y a seguir a Jesús.

Todos los líderes presentan su mensaje social o político como un programa de felicidad humana.  Todos nos hablan de bienestar y progreso.  Todos prometen la felicidad sobre la tierra.  Pero todos los líderes evitan pronunciar en sus campañas palabras negativas que puedan desanimar a sus seguidores.  Por eso todos los proyectos humanos son imperfectos.  Hablan de derechos, pero no de deberes.  Jesús, sin embargo, comienza el anuncio del Reino, la predicación de su Evangelio, diciéndonos: “Convertíos”, cambiad el rumbo, arrepentíos.  Cambiad no el exterior de vuestras vidas, sino el corazón y la mente.

“Convertirse” significa “ponerse a pensar”, “revisar el enfoque de nuestra vida” Ver lo que tenemos que cambiar para que se cumpla en nosotros los sueños de Dios. Convertirse es “liberar la vida” eliminando miedos, egoísmos, tensiones y esclavitudes que nos impiden crecer de manera sana y armoniosa. 

Hay que convertirse, porque en el Reino de Dios no hay lugar para la ambición que genera guerras fratricidas. Hay que convertirse, porque en el Reino de Dios no hay lugar para la infidelidad conyugal, ni para los negocios sucios, ni para la intolerancia. Hay que convertirse, porque en el Reino de Dios todos somos hermanos, iguales en dignidad ante Dios. Hay que convertirse, para poder creer que es posible ser más feliz compartiendo que atesorando, creer que la fraternidad es posible si estamos dispuestos a ceder de lo nuestro en favor de los demás.

“Convertíos porque está cerca el Reino de Dios”, nos decía hoy Jesús.  Aprovechemos esta invitación del Señor para cambiar, ahora o nunca.

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