lunes, 1 de febrero de 2021

 

V DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)

El Señor nos ha hecho para ser felices, pero vemos que en nuestra vida hay cruces y hay dolor.  Las lecturas de este domingo son una respuesta para luchar contra el mal y cómo sobrellevar el dolor.

La 1ª lectura del libro de Job nos habla del sufrimiento y de sus consecuencias en nuestra vida.

Hay tanta gente que sufre hoy en nuestro mundo: pobres que no tienen lo suficiente para vivir; drogadictos que han perdido su ilusión por superarse y vivir con dignidad; inmigrantes que vuelven de nuevo a sus casas porque no encuentran trabajo para sustentar a sus familias; ancianos que viven con una pensión tan insuficiente que no tienen para poder vivir; jóvenes que no encuentran sentido ni futuro para vivir; trabajadores que viven estresados porque tienen que trabajar doce o más horas diarias para enriquecer más a sus patronos; hombres o mujeres que viven el engaño y la infidelidad de su cónyuge. Hay tanta gente que ha perdido la esperanza y el rumbo de su vida y no saben para qué vivir así.

Hoy, como nunca, tenemos tantas medicinas y remedios para las enfermedades, y sin embargo el hombre sigue sufriendo y sigue enfermo.  La peor enfermedad que vive el hombre de hoy es la desesperanza, el desgarro del corazón.

Ante tanto dolor y sufrimiento, ante tanta desgracia, quizás nos preguntemos: “¿Por qué no hace algo Dios para solucionar todo esto?”  Jesús ha venido a sanarnos, a curarnos, pero ha venido a decirnos que nosotros como cristianos no podemos ser indiferentes ante el sufrimiento humano, que nosotros si vivimos como auténticos cristianos podemos solucionar el problema del mal y del dolor del ser humano. Aprendamos a confiar en Dios y poner nuestro granito de arena en buscar soluciones ante tanto mal como existe hoy en nuestro mundo, no seamos indiferentes, no esperemos que sean otros los que solucionen estos problemas.  De nosotros depende erradicar el mal de nuestro mundo con la ayuda de Dios.

La 2ª lectura de san Pablo a los Corintios nos recuerda la obligación que todo bautizado, tiene de evangelizar.

Evangelizar no es un capricho, o un sin tengo tiempo, evangelizar es un deber que todos tenemos de proclamar la Palabra de Dios. 

Hay que evangelizar no sólo para liberar al hombre del pecado y se acerque a Dios, sino que hay que evangelizar también para acabar con los males que existen en nuestra sociedad.  Muchos de los males y de los antivalores que se viven hoy en día es porque los cristianos, por miedo o por vergüenza no evangelizamos, no damos testimonio de nuestra fe.  Muchos creen que con rezar y decir “soy bueno, no le hago mal a nadie” ya es suficiente. 

Evangelizar es liberar al hombre del pecado, pero es también liberar a nuestro mundo del mal y de sus consecuencias con nuestro testimonio y con nuestro estilo de vida cristiana.  Recuerden lo que hoy nos decía san Pablo: “¡Ay de mí, si no anuncio el Evangelio!”

El Evangelio de san Marcos nos decía que “Jesús curó a muchos enfermos de diverso males”.

Jesús siempre estuvo cercano a los enfermos, al dolor humano, sea por enfermedad, desgracia o por el mal que causamos a otros seres humanos por culpa de nuestro egoísmo y de nuestras injusticias.

La enfermedad y el dolor no es algo que Dios quiere para nosotros.  La enfermedad y el dolor son parte de los límites que tenemos los seres humanos.  Somos seres limitados, sólo Dios es el ser perfecto.  Por eso, aunque Jesús curó a muchos enfermos, a nosotros nos toca hoy seguir luchando contra el mal, contra la enfermedad.

Dios, no desea ni quiere la enfermedad ni el dolor porque Dios es amigo de la vida, y ama apasionadamente la felicidad, la salud, el gozo y la plenitud de los hombres.

Por eso, es preocupante ver, hoy, con qué facilidad nos hemos acostumbrado a la muerte: la muerte de la naturaleza destruida por la contaminación industrial, la muerte en las carreteras, la muerte por la violencia, la muerte de los que no llegan a nacer, la muerte de las almas.

Es desalentador observar con qué indiferencia escuchamos cifras aterradoras que nos hablan de la miseria de algunos países del mundo, y con qué pasividad contemplamos la violencia callada, pero eficaz y constante, de estructuras injustas que hunden a los débiles en la marginación.

Por todas partes se gritan reivindicaciones insolidarias. Cada uno reivindica para sí. Los dolores y sufrimientos ajenos nos preocupan poco. Cada uno parece interesarse sólo por su problema, su convenio colectivo, su bienestar y seguridad personal.

La apatía se va apoderando de muchos. Corremos el riesgo de hacernos cada vez más incapaces de amar la vida y conmovernos con el que no puede vivir feliz.

Como cristianos tenemos que trabajar siempre por la vida, por buscar la felicidad para todos los seres humanos, para que el amor sea la norma de nuestra vida.

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