JUEVES SANTO, VIERNES SANTO, VIGILIA PASCUAL Y DOMINGO DE RESURRECCIÓN (CICLO B)
JUEVES SANTO
Estamos celebrando en estos días los momentos más importantes de la historia de Jesús. Por eso para nosotros los cristianos, estos días del año son los más importantes. Con la misa de la Cena del Señor en este día de Jueves Santo empezamos el Triduo Pascual, los días de la Pasión, muerte y resurrección del Señor.
Hoy el Evangelio nos narra la última cena de Jesús con sus discípulos en la que Jesús instituye la Eucaristía, el orden sacerdotal, donde lava los pies de sus discípulos y donde nos deja el mandamiento del amor.
Esta tarde, lo primero que sobresale en la liturgia de este día es el “amor extremo, total de Jesús”. Nunca nadie había amado tanto. Aquí se rebasan todos los límites y se llega hasta el fin. Esta tarde, Jesús “los amó” y nos amó y nos sigue amando hasta el fin, hasta destruirse materialmente por nosotros. Dios nos ama, esta es la mejor noticia. Este es el mejor regalo. Este amor se nos da, hoy, en la Eucaristía y lo reconocemos al partir el pan con el hermano.
Y lo que ahora nos hace falta es: Creer en ese amor. Hermanos, para ser cristiano no basta creer que Dios existe, es necesario creer que Dios nos ama. El Dios que se ha manifestado en Jesucristo, es todo Amor y sólo Amor. Y ese Amor de Dios vive ahora penetrándolo todo de su energía vital. De manera oculta pero real, cada vez que lo amamos, va impulsando nuestras vidas hacia la plenitud final. Él es “la ley secreta” que dirige la marcha de todo hacia la Vida. Él es “el corazón del mundo”.
Por eso, celebrar la Cena del Señor, es darnos cuenta con gozo que el Amor de Dios está aquí en medio de nosotros, sosteniendo para siempre todo lo bueno, lo bello, lo limpio que florece en nosotros como promesa de infinito.
El Amor de Dios, también está en nuestras lágrimas y penas, en nuestros dolores y enfermedades, como consuelo permanente y misterioso que da sentido al sufrimiento. Y el Amor de Dios, está en nuestros fracasos e impotencia como fuerza segura que nos defiende. El Amor de Dios está en nuestras depresiones y decepciones acompañando en silencio nuestra soledad y nuestra tristeza incomprendida.
Lo que ahora nos hace falta es dejarnos amar por Cristo-Jesús, dejarnos alcanzar o conquistar o enamorar o llenar por el mismo Dios, que hoy se nos ofrece en pan y vino. Sentirse amado, querido, aceptado, salvado por su Amor; Amor de Dios.
Ningún ser humano está ya solo. Nadie vive olvidado. Ninguna queja cae en vacío. Ningún grito deja de ser escuchado, porque el Amor de Dios está con nosotros y en nosotros para siempre.
Lo que hace falta ahora, es saber amar: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”. Y para enseñarnos, Jesús, se pone a lavarles los pies a sus discípulos.
Esto es un rito fuera de lo común para nuestro mundo de hoy, pero que por sí solo, ilumina toda la vida cristiana. Jesús quiso enseñarnos a todos nosotros, la actitud de servicio y de humildad que debemos tener todos los cristianos.
Lavar los pies a otros era un signo de cortesía y de hospitalidad, en esos lugares donde los caminos resecos y llenos de polvo lo requerían. En general era una tarea reservada a los sirvientes, sin embargo, a veces el mismo dueño de casa lo hacía en forma personal, y siempre significaba sumisión y hasta humillación por parte de quien lo realizaba. Y cuando Jesús lo hace, nos está dejando un legado completo sobre la manera en que debemos comportarnos con los que nos rodean.
Lavamos los pies del prójimo cuando nos acercamos a dar una mano a quien lo necesita, cuando escuchamos sus problemas. Lavamos los pies del prójimo cuando no acortamos nuestro tiempo para visitar a un enfermo, a un anciano.
Esta es una manera concreta de amar: la del servicio humilde, la del detalle inadvertido.
Hermanos, mientras haya un caído, un pródigo, un ateo, hay que seguir esperando y amando como nos mandó el Señor. Mientras haya un marginado, un hambriento, una persona sin trabajo, un esclavizado, hay que seguir liberando y amando como nos mandó el Maestro. Siempre hay que seguir acompañando y amando.
Hermanos, no hace falta pensar siempre en grandes obras y admirables entregas. He aquí un amor bien concreto y cercano; bien sencillo y callado. Vivir de rodillas a los pies de tantas personas heridas, ayudándolas, ya que en ellas vemos el rostro de Jesús que se arrodilla, y arrodillándose, llama amigos a los que sirve.
Esta tarde de Jueves Santo es la tarde de Amor Total. Esta es la gran palabra, la única ley que recibimos de Cristo, su última voluntad. Del amor y sólo del amor seremos “examinados a la tarde de la vida”, cuando nos encontremos con Él Resucitado, cara a cara para siempre.
VIERNES SANTO
Hoy, Viernes Santo, en un día como hoy, hace más de dos mil años, Jesús fue clavado en la Cruz. Toda su vida estuvo dirigida a este momento supremo. El Señor está firmemente clavado en la cruz. A su alrededor hay un espectáculo desolador. Algunos pasan y lo insultan. Los príncipes de los sacerdotes, más hirientes, se burlan de Él, y otros, indiferentes, miran el acontecimiento.
¿Y nosotros? En todo este espectáculo ¿A quién nos parecemos? ¿Cuál habría sido nuestro papel allí, en Jerusalén, en aquellos días de la Pascua de hace más de dos mil años, mientras Jesús se encaminaba hacia la muerte? ¿Cómo habríamos actuado? Cada año, cada Viernes Santo, cuando escuchamos este relato emocionado en que el evangelista nos narra los últimos pasos de Jesús en este mundo, podemos formularnos esta pregunta: ¿a quién nos parecemos? ¿qué habríamos hecho nosotros en aquellas circunstancias?
Cada año, pasan ante nuestros ojos muchos personajes: Judas, el amigo desengañado que cae en la traición; los soldados y los guardias que cumplen órdenes, aunque éstas sean órdenes injustas; los sacerdotes y las autoridades del pueblo, que obran el mal en nombre de Dios; Pedro, quien primero parece dispuesto a enfrentarse con el mundo entero, y después niega a Jesús y se esconde; Pilato, el gobernador romano que no sabe cómo escapar de aquel enredo y para eludir problemas no le importa ejecutar a un inocente; el gentío que se deja empujar en aquel espectáculo sanguinario; los otros que observan sin hacer nada, neutrales, ni a favor ni en contra; María, y las otras mujeres, y el discípulo, que allí están, firmes, al pie de la cruz; el soldado compasivo que le ofrece vinagre para aliviar la agonía; José de Arimatea y Nicodemo, discípulos clandestinos y de buena posición, que entierran el cuerpo de su Maestro.
Cada año, cada Viernes Santo, pasan delante de nuestros ojos todos estos personajes que nos invitan a mirarnos a nosotros mismos y a comprobar cómo es nuestra vida. Nosotros, ante Jesús, ¿cómo actuamos? Nosotros, en nuestro mundo, en el que el rostro dolorido de Jesús se refleja de tantas y tantas maneras, ¿cómo actuamos? ¿Estamos a favor de Jesús? ¿Luchamos por aquello por lo que Él luchó? ¿Seguimos el mismo camino que Él siguió?
Sería muy triste que no fuera así. Sería muy triste que contribuyéramos al mal que hay a nuestro alrededor, ese mal que llevó a Jesús a la cruz. Y también sería muy triste que simplemente hiciéramos como mucha gente de Jerusalén: ser espectadores del sufrimiento y el mal que Jesús cargó sobre sí, sin hacer nada, permaneciendo inmóviles, diciendo que “éste no es nuestro problema”, que nosotros somos neutrales y no queremos meternos en problemas.
Hoy, Viernes Santo, ante la cruz de Jesús, tenemos que reafirmar con todas nuestras fuerzas nuestra voluntad de seguir a Jesús hasta las últimas consecuencias, de andar por su mismo camino, de aprender a amar como Él amó, de buscar siempre que se haga realidad en el mundo el proyecto de vida que Dios tiene para toda la humanidad.
Hoy, ante la cruz de Jesús, tenemos que hacer, sobre todo y por encima de todo, un acto de fe. Jesús ha muerto por amor. Jesús ha sido destrozado por el mal que hay en el mundo, porque ante este mal Él no ha opuesto ningún tipo de resistencia, ningún tipo de fuerza. Su respuesta ante el mal que lo rodeaba y lo perseguía ha sido tan sólo la respuesta de un amor infinito, total.
Nosotros creemos que en Jesús muerto en cruz tenemos la salvación, que Él es el único camino que conduce a la vida, que gracias a Él y a su amor hasta la muerte se ha roto el círculo infernal del mal y del pecado. Sólo su amor nos salva, sólo su entrega nos salva.
Hoy es un día apropiado para mirarnos a nosotros mismos y reafirmar nuestro deseo de ser más fieles al camino de Jesús. Y sobre todo, es un día apropiado para mirar hacia la cruz en la que Jesús murió, y agradecerle su amor, y decirle que creemos en Él y que lo amamos. Y dejar que arda cada vez más en nuestro interior aquella llama que, ahora hace más de dos mil años, Él encendió en Palestina con su vida y con su muerte.
VIGILIA PASCUAL
“No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. ” Estas palabras las acabamos de escuchar en el Evangelio.
Todas las lecturas del Antiguo Testamento que acabamos de escuchar esta noche, anuncian y anticipan a su manera el gran acontecimiento: Cristo ha resucitado. Este es el anuncio central de la celebración de esta noche: ¡Cristo ha resucitado! Esta es la mejor noticia que podíamos recibir los hombres y las mujeres de esta sociedad nuestra, tan desilusionada, enfrentada, violenta e injusta. Cristo vive para siempre.
La Luz que es Cristo ha disipado definitivamente las tinieblas. Todo es nuevo. Todo puede volver a empezar de verdad. Todo es posible.
Esta noche hemos vuelto a inaugurar el fuego que iluminó los albores de la existencia. Hemos encendido de este fuego nuevo, el Cirio Pascual, que nos ha puesto en camino, como pueblo de Dios, iluminado por Cristo.
Hemos cantado “Cristo, luz del mundo”, Luz gozosa y santa que nos trae la vida transformadora de Dios. De esta luz hemos ido encendiendo las velas que han iluminado nuestros rostros, expresando así que hoy, este anochecer, cada uno de nosotros renace a la vida nueva. Nacemos de nuevo.
Nacemos de nuevo porque Cristo ha resucitado. El amor de Dios Padre a su Hijo y a nosotros ha sido más fuerte que la misma muerte. Dios no ha permitido que el mal prevaleciera sobre el bien. No ha querido que el egoísmo ahogara la fraternidad. No ha consentido que la tristeza se sobrepusiera a la alegría. No ha tolerado que la mentira amordazara a la verdad. No ha soportado que el pecado fuera más fuerte que la gracia. El Dios del amor ha resucitado a Jesús.
No tengamos miedo porque Dios al resucitar a Jesús ha hecho que los hombres y mujeres de este mundo tengamos un futuro para nuestra vida. El temor del futuro es una de nuestras tentaciones más insistentes. ¿Qué será de mí, que será de mi familia, qué será de nuestra Iglesia, qué será de nuestra sociedad? El Dios que resucitó a Jesús nos ha tomado a su cargo. Ha unido nuestra suerte con el destino del Resucitado. Como Jesús, tendremos que padecer y sudar y llorar. Pero no nos faltará la fuerza, el consuelo, la alegría, la perseverancia nacida del Resucitado.
Cristo ha Resucitado para nuestra salvación, ahora sabemos que Dios es incapaz de defraudar las esperanzas de quienes lo invocan como Padre. Dios es Alguien con fuerza para vencer la muerte y resucitar todo lo que puede quedar muerto.
Ahora sabemos que Dios es Alguien que no está conforme con este mundo injusto, en el que los hombres somos capaces de crucificar, incluso al mejor hombre que ha pisado nuestra tierra. Dios es Alguien, hermanos, empeñado en salvarnos por encima de todo, incluso, por encima de la muerte.
Con Jesús Resucitado, ni el mal, ni la injusticia, ni la muerte tienen ya la última palabra. Con Jesús Resucitado, la vida no es un misterio sin meta ni salida. Porque, conocemos ya, de alguna manera, el final: nuestra resurrección.
Vayamos a anunciar a todos esta gran noticia de la Noche Pascual: Jesucristo está vivo. Es la mejor noticia para todo el mundo. Todo el mundo necesita conocer esta noticia; todo el mundo tiene derecho a conocerla. Nosotros que la hemos acogido tenemos el deber de anunciarla con obras y palabras, con entusiasmo y convicción, con paciencia y perseverancia.
Después de bendecir el agua bautismal vamos a renovar nuestra fe, la fe que un día profesamos en nuestro bautismo. Los que hemos sido bautizados en Cristo hemos sido sumergidos en su muerte y resurrección, para que veamos este mundo con ojos de bautizados, ojos de resucitados y dar frutos del “cielo nuevo y la tierra nueva”.
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
En esta mañana de Pascua me dirijo a todos vosotros con la noticia más importante que el hombre haya podido escuchar y conocer jamás: Nuestro Señor Jesucristo, que sufrió todo un sin fin de tormentos hasta morir en la cruz del Gólgota para que fueran perdonados nuestros pecados, ha resucitado como lo había previsto.
Demos gracias al Padre porque Jesús ha vencido a la muerte, y vive para siempre, y con esa victoria sobre la muerte, nosotros también hemos vencido a la muerte y podremos disfrutar algún día, con Él y con todos los santos, las moradas que nos tiene preparadas en el cielo.
Porque Cristo ha resucitado y está vivo hoy todo es nuevo. Todo lo podemos contemplar desde esta luz. Es posible renacer, es posible cambiar el mundo, es posible confiar en nosotros mismos y en los demás porque el Espíritu de Dios está en nuestro interior.
Cristo ha vencido la fatalidad, el “no hay nada que hacer”. Podemos volver a empezar de nuevo. Nuestra vida tiene sentido en Cristo. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Con Él todo lo podemos. Con Él hemos recuperado nuestra libertad y nuestra capacidad de amar de verdad.
Podemos decir, con la antorcha de la fe en Cristo en nuestras manos, sí a la vida y a la esperanza. Sí a la dignidad de la persona humana, al amigo, a la esposa(o), al niño. Sí al enfermo y al anciano. Sí a Cristo que nos precede y que ha abierto un horizonte de esperanza a la humanidad, la esperanza de una vida mejor, la esperanza de la resurrección.
Hoy también nos dicen los ángeles a nosotros: “No temáis”. Cristo está con nosotros. Él está vivo. Hoy la muerte ha sido derrotada. Y si ésta es la noticia, como hijos salvados del pecado y de la muerte, ahora nosotros tenemos el deber hermosísimo de continuar la obra que Él inició.
Porque quien murió por nuestros pecados quiere que nosotros seamos quienes lo ayudemos a llevar el mensaje de la Resurrección al resto de nuestros hermanos, allí donde se encuentren.
Pero, ¿dónde se encuentran nuestros hermanos? Las mujeres que acudieron al sepulcro en aquella primera mañana de Pascua son el ejemplo perfecto de la transmisión de la buena noticia. Ellas no dudaron, corrieron hacia donde estaban los tristes, los acobardados, los sufrientes, y así, ellos fueron los primeros en recibir el mensaje de la salvación.
No es difícil encontrar entre nosotros a hombres y mujeres tristes y desconsolados porque no encuentran el sentido de sus vidas: cuando muere un familiar, cuando la crisis económica amenaza a tantas de nuestras familias, cuando vemos tantas injusticias a las que no podemos poner remedio desde nuestros limitados recursos humanos. Todos sabemos quién es ese familiar, amigo o vecino que necesita de la esperanza de la resurrección para continuar su vida con dignidad.
En nuestros tiempos, donde los hombres caminan tan perdidos detrás de las modas y de los falsos profetas, se hace urgente que todos los cristianos seamos testigos de la Resurrección del Señor. Proclamemos, pues, todos juntos y cada uno en su lugar, que Cristo es la esperanza para todos los hombres.
Por eso, nosotros como cristianos que creemos y tenemos esperanza en la resurrección tenemos que ser los testigos de Cristo resucitado en el mundo de hoy. Si nosotros no damos fe de Jesús resucitado, ¿Quién lo hará? Si nosotros no enseñamos la Palabra de Dios, ¿Quién lo hará? ¿Quedará muda la voz de Dios en nuestra sociedad actual porque no prestamos nuestra voz para dejar oír el mensaje de Dios a nuestro mundo?
Esto no es posible. Dejaríamos de ser cristiano le robaríamos al mundo el mensaje más importante y valioso: Cristo resucitado y su Evangelio. Tenemos que ser testigos de Cristo resucitado y ser portavoces de la Buena Noticia para este mundo que nos ha tocado vivir.
Proclamemos, pues, todos juntos y cada uno en su lugar, que Cristo es la esperanza para todos los hombres.
Con la celebración de la Pascua de Resurrección ponemos punto final a Triduo Pascual e iniciamos la Cincuentena Pascual que, a diferencia del Adviento y la Cuaresma, no nos prepara para nada especial, sino que nos prolonga la celebración de la fiesta más importante del año, como si fuese un domingo de cincuenta días. Tenemos, pues, 50 días para celebrar la noticia más importante para nosotros: Cristo vive y no estamos solos.
Feliz Pascua de Resurrección a todos.
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