II DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

Con este Domingo comenzamos el llamado Tiempo Ordinario, que es una serie de treinta y cuatro semanas, divididas en dos partes. En este tiempo vamos a hacer un recorrido por la vida pública de Jesús, por sus hechos más significativos que nos narran los evangelistas.
La 1ª lectura del profeta Isaías nos habla de la vocación. Se nos invita a tomar conciencia de la vocación a la que se nos llama y de sus implicaciones. La vocación no es algo que únicamente corresponde y compromete a algunas personas especiales, sino que se trata de un desafío que Dios hace a cada uno de sus hijos, que a todos implica y que a todos compromete.
Estamos en un mundo en el que predomina la globalización. La mayoría de los jóvenes visten igual; nuestras casas son decoradas muy parecidamente y de todo esto se encarga la televisión y los medios de comunicación de que todo esto sea así, y todavía más y lo que es peor, de que todos los hombres, en general, piensen igual, les gusten a misma música, las marcas de coches y el mismo standard de vida.
La realidad es que se ha conseguido un mundo de seres uniformes en los que el individuo se pierde completamente en la masa, olvidando el sentido de su identidad.
Por eso resulta hoy sorprendente la lectura de Isaías en la que nos encontramos con un Dios que llama personalmente a los suyos, a cada uno de los suyos, desde el vientre de su madre. Nada de masa, nada de hombres sin nombre ni rostro. El Señor ha pensado en cada uno de nosotros y nos ha llamado por nuestro nombre marcándonos un camino singular y particular que hemos de responder personalmente a esa llamada personal.
“Te hago luz de las naciones” dice hoy el Señor por boca del Profeta Isaías. Aceptar esa misión supone responsabilidad y compromiso personal, algo a lo que no estamos demasiado acostumbrados; aceptar esa misión supone actuar, decidir, elegir, vivir, en una palabra. Sin todas esas realidades no puede decirse que tengamos auténtica vida cristiana de la misma manera que, si en lo humano no actuamos, decidimos, elegimos, no tenemos vida.
San Pablo en su 1ª carta a los Corintios nos desea la gracia y la paz de Dios nuestro Padre. La paz es el gran regalo que Dios nos puede conceder porque, parece que los hombres, no acertamos a encontrarla por nuestra propia cuenta. Hay demasiadas guerras, demasiados conflictos.
La paz es nuestra gran responsabilidad. Debemos ser constructores de la paz. Lograremos construir la paz cuando conquistemos la meta a la que Dios nos llama a todos: la santidad. Dios nos llama a todos los hombres a la santidad. Es decir, a acoger a Dios en nuestra vida y vivir de acuerdo a los valores del Reino de Dios.
El evangelio de san Juan nos presenta a Juan el Bautista señalando a Jesús como “el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”
Cuando en el evangelio de Juan se habla del mundo en sentido negativo no se está hablando ni del mundo físico ni de la humanidad en general; se está hablando del mundo de los hombres tal y como lo tenemos organizado: un mundo en el que unos pocos lo tienen todo y la mayoría no tiene casi nada; un mundo en el que la diversión y la comodidad de unos pocos se hace sobre el hambre de muchos; un mundo en el que la libertad, la igualdad, la justicia son sólo palabras que encubren una realidad de esclavitud, de injusticia, de opresión, un mundo en el que es más fácil odiar que amar, codiciar que compartir, herir que sanar, ordenar que dialogar; un mundo en el que, para la mayoría, es más frecuente la tristeza que la felicidad.
Y cuando se habla del pecado del mundo no se está hablando de los pecados que se cometen en el mundo, de los errores en que cae cada persona particular en su actuación o en su relación con los demás. No. Se está hablando de ese modo de entender la organización social, de ese modo de concebir las relaciones humanas que se ha impuesto a los pueblos a lo largo de la historia y que considera el crimen y la mentira como elementos útiles para el gobierno de las naciones, para organizar la convivencia entre los hombres, para regular las relaciones entre los pueblos.
En concreto: cada día que pasa los medios de comunicación ponen ante nosotros la situación de millones de personas que sufren las consecuencias del pecado del mundo: la tortura, la violación de los derechos humanos, la pena de muerte, todo eso son manifestaciones del pecado del mundo.
¿Quiénes son los culpables de ese pecado? Lo somos todos. Somos todos culpables en tanto que aceptamos y nos aprovechamos de la situación presente, en la medida en que asumimos los valores de este mundo y organizamos nuestra vida de acuerdo con ellos, en la medida en que nos cruzamos cómodamente de brazos sin querer meternos en problemas.
La fuerza y la gracia de Jesús nos acompañan hoy y siempre en la lucha sincera contra la maldad personal y comunitaria. No podemos quedarnos indiferentes ante el pecado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario