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miércoles, 19 de diciembre de 2018
martes, 18 de diciembre de 2018
IV DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
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IV DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
Estamos ya finalizando el Adviento, a las puertas de la Navidad, y las
lecturas de hoy nos hablan de que los deseos del hombre deben ser abrirnos a Cristo que llega para darse
a nosotros.
La 1ª lectura del profeta Miqueas nos
anuncia el origen humilde de Belén, donde nacerá el Mesías. En un humilde pueblo, y no en la grandiosa
ciudad de Jerusalén, nacerá el Mesías que nos trae paz y liberación.
Dios
elige para salvar a su pueblo a la persona y el lugar más inesperados y desecha
aquellos que humanamente parecían tener mayores garantías de éxito. Nosotros
solemos quedar muy satisfechos si decimos que “hemos nacido en tal ciudad”,
que “tenemos una casa de muchos metros”, que disponemos de un “coche de
tal marca y modelo”. ¡Siempre a lo grande!
El
profeta Miqueas, a las puertas de la Navidad, nos recuerda hoy: El Señor va por
otros rumbos. Piensa en la gente sencilla y humilde, en los lugares poco
importantes.
La
2ª lectura de la carta a los Hebreos nos propone algo esencial en la fe: Dios no quiere ni holocaustos, ni
víctimas expiatorias, ni sacrificios, ni ofrendas. Dios no quiere tus
cosas, Dios te quiere a ti, quiere que le digas: “Aquí estoy para
hacer tu voluntad”.
“Aquí
estoy para hacer tu voluntad” quiere ser el intento de la humanidad de
corresponder al amor de Dios. Significa la disponibilidad
y las ganas de colaborar con Dios, de
dejarnos vencer por Dios para que en nuestra vida y en nuestro mundo puedan
crecer el amor, la justicia, la libertad
y la paz. Significa que en cualquier circunstancia, agradable o dolorosa,
nos atrevemos a fiarnos de Dios.
El
evangelio de san Lucas nos ha relatado el episodio de la Visita de María a su
prima Isabel.
Uno
de los rasgos más característicos del amor cristiano es saber asistir a quien puede estar necesitando nuestra presencia.
Ese
es el primer gesto de María después de acoger con fe la misión de ser madre del
Salvador. Ponerse en camino e ir aprisa junto a otra mujer que necesita
en estos momentos su cercanía.
Hay
una manera de amar que debemos recuperar en nuestros días y que consiste en “acompañar
a vivir” a quien se encuentra hundido en la soledad, bloqueado por la
depresión, atrapado por la enfermedad o sencillamente vacío de toda alegría y
esperanza de vida.
Estamos
haciendo entre todos, una sociedad hecha sólo para los fuertes, los agraciados,
los jóvenes, los sanos y los que son capaces de gozar y disfrutar de la vida.
Estamos
fomentando lo que hoy llaman “el segregarismo social”. Reunimos a los
niños en las guarderías, ponemos a los enfermos en los hospitales, guardamos a
nuestros ancianos en asilos y encerramos a los delincuentes en las cárceles y
ponemos a los drogadictos bajo vigilancia...
Así,
todo nos parece que está en orden. Cada uno recibirá allí la atención que
necesita, y los demás nos podremos dedicar con más tranquilidad a trabajar y
disfrutar de la vida sin ser molestados. Entonces procuramos rodearnos de
personas cariñosas y sin problemas que no pongan en peligro nuestro bienestar,
convertimos la amistad y el amor en un intercambio mutuo de favores, y logramos
vivir “bastante satisfechos”.
Sólo
que así no es posible experimentar la alegría de contagiar y dar vida.
Muchas personas, aun habiendo logrado un nivel elevado de bienestar y
tranquilidad, tienen la impresión de que viven sin vivir y que la vida
se les escapa monótonamente de entre las manos.
El
que cree en la Encarnación de un Dios que ha querido compartir nuestra vida y
acompañarnos en nuestra pobreza, se siente llamado a vivir de otra manera.
No
se trata de hacer “cosas grandes”. Quizás sencillamente ofrecer nuestra
amistad a ese vecino hundido en la soledad y la desconfianza, estar cerca de
ese joven que sufre depresión, tener paciencia con ese anciano que busca ser
escuchado por alguien, estar junto a esos padres que tienen a su hijo en la cárcel,
alegrar el rostro de ese niño solitario marcado por la separación de sus
padres.
Este
amor que nos hace tomar parte en las cargas y el peso que tiene que soportar el
hermano es un amor “salvador”.
Ahora
que se acerca la Navidad, hemos de preparar nuestro corazón para celebrar con
gozo y profundidad la venida del Salvador. Para ello, mientras mucha gente se
preocupa únicamente de comprar, regalar, felicitar, arreglar su casa y
adornarla, hacer comidas y viajar, nosotros, sin despreciar nada de todo eso, preparémonos nosotros mismos por dentro
para recibir a nuestro Salvador.
martes, 11 de diciembre de 2018
III DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
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III DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
Cada
año, este tercer domingo de Adviento nos invita a la alegría. Por eso, en la tradición litúrgica de la
Iglesia se ha conocido este domingo como el Domingo “Gaudete”. En este domingo, ya no solamente se nos
invita a prepararnos a la Navidad mediante un cambio de vida y de mentalidad;
sino que se nos invita a prepararnos con “alegría” porque el Salvador
está cerca.
La
1ª lectura del profeta Sofonías, nos invita a la alegría. La causa de esa alegría es que el Señor ha
cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos.
Cuando
nos pesan los problemas, las preocupaciones o los sufrimientos no es fácil
tener serenidad, tranquilidad, paz y mucho menos alegría. Sin embargo, la palabra de Dios, a medida que
nos vamos acercando a la Navidad insiste en que vivamos en alegría. Alegría fundada en el nacimiento de
Jesucristo y en la certeza que Dios nos ama y está cercano a nosotros.
Hemos
de sentir alegría porque Dios ha perdonado nuestras culpas y nuestras penas;
porque “ha expulsado a tus enemigos.
Los enemigos que tenemos dentro de nosotros mismos y los de fuera: pasiones,
seducciones, vicios, complejos y miedos.
Pareciera
que el futuro no nos invita mucho al optimismo.
No tenemos garantía de que las cosas vayan a ir mejor. Pero sí tenemos garantía de que Dios
quiere salvar a este mundo y esta garantía hace que no perdamos la
confianza y que nos pongamos en las manos de Dios para superar nuestros miedos,
nuestros temores.
Quizás
nos preguntamos, en muchas ocasiones, ¿qué será de mí? ¿Qué será de mis hijos,
de este mundo? A nosotros nos
corresponde confiar en Dios porque Dios
se ha enamorado apasionadamente de ti. Y aunque no seamos dignos de su amor, no
importa. Dios te ama. Puedes
olvidarte de Él, pero Él no se olvida de ti.
Dios te ama. Por eso hay que
estar alegres.
La
2ª lectura de san Pablo a los Filipenses, insiste en que debemos estar alegres y
nos invita una y otra vez: “Estad siempre alegres
en el Señor; os lo repito, estad alegres”.
Las razones profundas
de esa alegría es la presencia del Señor Jesús, y la alegría es fruto de la fe; es reconocer cada día su
presencia de amistad, es volver a poner nuestra confianza en Él, es crecer en
su conocimiento y en su amor. Es descubrir cómo actúa Dios en nuestras vidas,
oculto en la profundidad de los acontecimientos de cada día. Es tener la
certeza que aunque todo falle, Él siempre permanece fiel a su amor. Es saber
que jamás nos abandonará y dirigir nuestra mirada hacia Él.
Se hace uno de nosotros
porque nos ama, se entrega en la cruz porque nos ama, resucita por amor. La
contemplación de un amor tan grande da a nuestros corazones una esperanza y una alegría que nada puede
destruir. El cristiano jamás debería estar triste porque ha encontrado la
razón de su vida, el tesoro escondido, la perla preciosa: El Señor Jesús que nos ama infinitamente hasta dar la vida por
nosotros, y cuyo amor nunca nos faltará.
El
Evangelio de san Lucas nos presentaba a las multitudes sedientas de felicidad que
se acercan a Juan el bautista que le preguntan: ¿Qué debemos hacer para alcanzar la felicidad? ¿Qué debemos hacer para
encontrar en lo profundo de nuestro corazón el amor de Jesús? Las respuestas de Juan son claras y
contundentes, no coinciden nada con las propuestas comerciales que nos llegan
en esta Navidad.
Primeramente
es la donación, la generosidad, el amor: encontrar
la felicidad en el dar, en el darse al hermano, en el compartir. Así
terminaríamos con toda esta cadena de corrupción y de ambiciones que tanto nos
está destrozando. Dar como Jesús dio, dar con alegría, dar con prontitud. La
alegría está íntimamente unida al amor, al amor constante, al amor fiel, al
amor desinteresado.
Su
segunda respuesta nos lleva por el camino de la justicia: “No cobrar de más”, y no se refiere solamente a los comerciantes,
sino a todas las actitudes de nuestra vida que se rigen por la ley de la selva:
cobrar más, exigir más, tener más. La ambición destruye la hermandad. La
justicia construye la paz y la alegría. Sólo con la justicia crece la
fraternidad y hay un vínculo muy estrecho entre fraternidad y alegría.
La
respuesta final que nos ofrece San Juan en este pasaje está conectada con la
verdad: no engañar, no extorsionar.
La mentira nos corroe el corazón y nos hace infelices y desgraciados. No se
puede vivir con una careta y encontrar la felicidad, pues tarde o temprano
acaba por destruirnos la mentira.
Cada una de las
respuestas que da San Juan a sus oyentes, son también respuestas que debemos
escuchar, asumir y aplicar cada uno de nosotros. Son indicadores muy concretos del camino de la alegría, de nuestra
conversión y de nuestro acercamiento al Señor. Son la mejor forma de
encontrar al Señor: retomar la
fraternidad, buscar la verdad y la justicia, construir un mundo de paz.
¿Dónde buscamos nuestra
felicidad? ¿Estaremos alegres en esta Navidad? ¿Cómo podemos hacer nuestros los
caminos que propone san Juan?
miércoles, 5 de diciembre de 2018
II DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
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II DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
Estamos en el segundo domingo de Adviento, tiempo
que la Iglesia lo dedica a prepararnos a encontrarnos con Dios en nuestra vida. La liturgia de este domingo es una llamada
a la conversión, es decir, a que eliminemos todos los obstáculos que
impiden la llegada del Señor a nuestro mundo y especialmente al corazón de los
hombres.
La 1ª lectura del libro de Baruc nos ha descrito la
ciudad de Jerusalén vacía y triste porque sus habitantes no están allí, sino en
el exilio. Pero el profeta invita a
Jerusalén a alegrarse porque sus hijos desterrados volverán a la ciudad conducidos
por Dios.
Hoy también hay mucha gente exiliada de la
Iglesia, son todos aquellos que se han alejado de Dios. El Adviento es un tiempo especial para que
todas esas personas que viven bajo la esclavitud del pecado, alejados de Dios,
vuelvan a recobrar la libertad, vuelvan a su tierra que es la Iglesia, y
así recobren de nuevo la libertad de los hijos de Dios.
Hay que romper todas esas cadenas que nos atan
al pecado, al vivir alejados de Dios y recorrer ese camino de regreso a Dios, a
la Iglesia, un camino que está lleno de la bondad y de la ternura de Dios, por
ello Dios va a allanar el camino para que podamos regresar a la alegría y a la libertad de los hijos de
Dios. Por ello, examinémonos para ver
cuáles son las esclavitudes que todavía nos tienen aprisionados y que nos
impiden acoger al Señor que viene a nuestra vida y rompamos con esas ataduras.
La 2ª lectura de san Pablo a los Filipenses nos habla de la
alegría y de la esperanza que San Pablo tiene en la comunidad cristiana de los
Filipenses.
Los cristianos formamos una gran comunidad que
es la Iglesia, somos miembros de una gran familia extendida por todo el
mundo. Esto es una gran verdad. Pero también es verdad que no todos viven
con alegría su pertenencia a esa comunidad que es la Iglesia, ni todos se
sienten gozosos de ser miembros de esa gran familia de Dios.
A veces en nuestras comunidades cristianas hay
divisiones, hay murmuraciones, hay luchas de poder, deseos de manipular por
intereses egoístas; hay personas que no aceptan a otras personas, que no se
hablan. ¿Cómo podremos hacer que el
Señor venga a nuestra comunidad si estamos divididos y distanciados?
Hemos de superar todas esas barreras, todas
esas divisiones, para que todos los alejados sientan la necesidad y la alegría
de pertenecer a esta comunidad de Hijos de Dios y así, todos podamos acoger con
alegría la venida del Hijo de Dios.
El Evangelio de san Lucas nos presenta la figura
de Juan el Bautista, el precursor de Jesús.
El profeta que anuncia la venida del Mesías y que nos invita a la
conversión del corazón para poder recibir y reconocer a Cristo.
“Una voz
grita en el desierto: Preparad el camino del Señor”.
Y esta voz sigue resonando en el desierto de nuestro corazón, en el desierto de
nuestras relaciones rotas, en el desierto de nuestra convivencia
desgastada, en el corazón de nuestros rencores y miserias. La
voz de Dios que se manifiesta a través de nuestra conciencia sigue ahí,
llamándonos a una vida nueva, invitándonos a dejar las actitudes que
matan y destruyen.
Todos deseamos realizarnos en esta vida.
Todos buscamos la felicidad o al menos la posibilidad de vivir con alegría y
paz. En el mundo encontramos muchas ofertas, sólo Dios nos
ofrece una oferta que es capaz de llenar todos nuestros deseos de
felicidad. Sólo Dios nos ofrece vivir la vida como relación que día
a día se hace en la alegría del encuentro entre dos que se aman.
Esa relación y ese encuentro implican necesariamente cambiar de vida,
cambiar nuestras actitudes. Un cambio que comienza por volvernos a
Dios. Volver toda nuestra mente y nuestro cuerpo hacia Él.
Recuperar la conciencia de que somos sus hijos. Gozar de la
confianza que da el sabernos amados por Él.
Hay que escuchar la voz de Dios para dejarnos
corregir por Él cuando nos desviamos del camino.
Convertirnos a Dios significa esto, comenzar
a considerar a Dios como alguien importante en nuestras vidas, no
como al juez que nos condena en cuanto caemos en el pecado, sino como el Padre
cariñoso que nos invita a levantarnos una y otra vez, y nos impulsa a colaborar
con Él para que este mundo sea cada día un poco más humano, más fraterno, más
solidario.
Y si Dios es alguien importante eso significa
que tenemos que dedicarle tiempo para escuchar su palabra, tiempo para
encontrarnos con Él en la oración y en la eucaristía, tiempo para
reflexionar sobre nuestras actitudes y en qué estamos fundamentando nuestra
vida. E intentar allanar la montaña de nuestro egoísmo y levantar el valle
tenebroso de nuestra tristeza: Dios está viniendo ahora y siempre a cada
uno de nosotros, detrás de cada palabra, detrás de cada acontecimiento,
esperando siempre el momento para que le abramos nuestro corazón y unirse a
nosotros en un abrazo de amor que no termine nunca.
Reavivemos en nosotros en este tiempo de Adviento,
el deseo de encontrarnos con el Señor, el deseo de cambiar aquellas actitudes
nuestras que le impiden darnos su alegría y su paz.
martes, 27 de noviembre de 2018
I DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
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I DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
En este día, primer domingo de Adviento,
comenzamos un nuevo año litúrgico, un nuevo año cristiano, antes de empezar el
año civil. Adviento significa
“llegada”.
El Adviento es un tiempo de preparación para
recordar la primera venida, es decir, el nacimiento de Jesús en Belén; pero
también sirve para prepararnos a la segunda y definitiva venida al final de
los tiempos de Jesús, nuestro Señor.
Dios vino a nuestra historia en Belén, viene a nosotros en cada momento
de nuestra vida, y vendrá al final de los tiempos.
La 1ª lectura de profeta Jeremías, nos recuerda que Dios
cumple sus promesas. “Dios no se
olvida de su pueblo; el Señor cumplirá su promesa y suscitará un Salvador que
impondrá justicia y derecho sobre la tierra”.
El ambiente en el que vivimos potencia, tantas
veces, el miedo, el desengaño, la negatividad, la inseguridad, el pesimismo,
que por ello, la primera lectura nos invita a la esperanza.
No es el hombre el que puede fabricar el
futuro, sino que el futuro, nos es dado por Dios. Dios es el Dios del futuro, el que
estará siempre al lado nuestro, compartiendo nuestras experiencias, buenas y
malas. Aunque uno pueda pensar a veces
que no hay futuro, que todo se ve muy negro, Dios es el único que es capaz de
abrirnos caminos y encontrarnos una salida ante cualquier situación
desesperada. Dios pues nos asegura hoy
que vendrán tiempos mejores, en los que podremos vivir en paz y en
prosperidad.
La 2ª lectura de la
primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses, nos decía: “Que el Señor os
colme y os haga rebosar de amor mutuo”
El amor es una dimensión fundamental para
encontrarnos con Jesús. La persona que es egoísta se pone él como el centro
de todo y se relaciona con las personas como si fuesen objetos, no como
personas que tienen sus propias iniciativas, sino como instrumentos para
conseguir lo que uno se propone. La
persona egoísta nunca podrá tener un encuentro personal con otros seres humanos
porque no reconoce a los demás como personas, como iguales. Si no se puede
encontrar con los demás, tampoco con Jesús.
Sin embargo, la persona que ama está
viendo al otro como una persona distinta de uno mismo y distinta de los demás
objetos, la está reconociendo como un igual con el que se puede relacionar de
tú a tú. Sólo se puede encontrar uno personalmente con una persona a la que
se ama, sin amor no hay encuentro personal.
La santidad a la que nos invita san Pablo es a
vivir en el amor. No se trata de
hacer cosas extraordinarias ni raras sino de vivir la vida animada por el amor
para que nos podamos encontrar con los demás y con el mismo Dios.
El Evangelio de san Lucas, nos presenta unos
signos catastróficos para anunciar la venida de Dios.
Nos decía el evangelio: “Cuando empiece a
suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación.”
Cristo viene a liberarnos de los males que nos afligen, viene a salvarnos, a
sacarnos de las situaciones a las que nos ha llevado nuestro propio pecado y de
las que no podemos salir por nosotros mismos. Eso es motivo de esperanza.
El Señor también nos invita a la vigilancia,
una actitud muy propia para este tiempo de Adviento. Ante la venida de Jesús, el evangelio nos
dice: “Tened cuidado: no se os embote la
mente” Esto quiere decir que los problemas de la
vida, los vicios no nos desvíen del camino.
Debemos hace un buen uso de las cosas y tener confianza en el Señor para
que las preocupaciones no nos esclavicen.
Esta actitud es una llamada también de atención
no para vivir intranquilos, con ansiedad, sino que es una invitación a estar
conscientes de lo que hacemos, de lo que queremos, de lo que somos; a vivir
responsablemente; a estar dispuestos a recibir a Dios en cualquier
circunstancia de nuestra vida, pues Él está esperando cualquier momento para
entrar en nuestra vida y ocupar el centro.
Debemos huir de la tristeza, ya que Cristo es
nuestra esperanza. Por eso nuestros miedos, nuestros males, la inseguridad de
cara al futuro, el miedo a la muerte, el malestar que nos produce la conducta
de alguien querido, la soledad que nos encoge el corazón, el sufrimiento por el
mal que nos rodea y nuestro sufrimiento; todo esto, Jesús lo acoge con
afecto y ternura y lo vive con nosotros. Vivamos el presente con confianza
y esperemos con fe el futuro. Así viviremos conscientemente y prepararemos
nuestro corazón para recibir al Señor.
Cristo viene a nuestro encuentro, pero sólo nos
encontraremos con Él en la medida en que nosotros salgamos a buscarlo.
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