XXX DOMINGO ORDINARIO (CICLO C)
La liturgia de este domingo nos muestra que Dios siente “debilidad”
por los humildes, por los pobres y marginados y no por aquellos que se sienten
seguros de sí mismo.
La 1ª lectura
del libro del Eclesiástico manifiesta la
actitud de Dios para quien acude a Él pidiendo protección. Dios es un “juez justo” que no se deja sobornar
por nadie.
La verdadera religión es aquella que vive y pone en práctica el
mandamiento del amor hacia los más necesitados.
No es verdadera religión la de aquellos que dan dinero a la parroquia o
a obras de caridad, pero no pagan justamente a sus obreros; no es verdadera
religión la de aquellos que el domingo dan una buena limosna, pero no respetan
la dignidad y la libertad de los otros; no es verdadera religión la de aquellos
que le hacen promesas a Dios para que les vaya bien en sus negocios chuecos o
para hacerle daño a alguna persona.
Una religión
desligada de la vida es una religión falsa, hipócrita, con la cual Dios no
quiere tener nada que ver.
Por eso, Dios tiene debilidad y compasión por los pobres, por los
débiles, por los oprimidos, por aquellos a los que el mundo no los toma en
cuenta. Dios los ama a todos ellos y no
se olvida de ninguna injusticia cometida contra ellos, ni se olvida cuando
violamos la dignidad de hijos de Dios.
Nosotros, como hijos de Dios que somos, tenemos que luchar contra todo
lo que genera muerte, infelicidad, explotación, injusticia y opresión.
No olvidemos, pues, que quien acude a Dios con humildad, con confianza,
con esperanza no quedará defraudado.
La 2ª lectura
de san Pablo a Timoteo es una invitación
a vivir nuestra vida cristiana con entusiasmo, con entrega, con ánimo.
Ser cristiano, implica muchas veces renunciar a los falsos valores del
mundo; implica ser incomprendido y, algunas veces, maltratado y difamado.
Sin embargo, aquel que elige a Cristo, no está sólo, aunque haya
sido abandonado y traicionado por los amigos y conocidos; aunque seamos
criticados por anunciar el evangelio, por vivir auténticamente nuestra fe, el Señor
está a nuestro lado, nos da fuerza, nos anima y nos libra de todo mal. No
nos olvidemos que no estamos solos.
Contamos con la fuerza de Dios.
En el Evangelio
de san Lucas, Jesús confronta dos
tipos de religiosidad que se dan en todas partes: la del fariseo que
se cree bueno por lo que hace, por lo que piensa y dice, por sus prácticas
religiosas, y desprecia y acusa a los demás, y la del publicano
que se reconoce pecador, se avergüenza, quiere cambiar y se arrepiente ante
Dios.
El evangelio de hoy nos dice una cosa muy clara: para acercarnos a
Dios debemos sentir que lo necesitamos de verdad. Debemos sentir que sin su ayuda y su
fuerza no somos nada. Debemos sentir
que, por mucho que nos esforcemos por ser buenos, siempre nos quedará un gran
camino que recorrer para llegar a amar a Dios como Él nos ama.
Hoy, como ayer, nadie se considera fariseo. Pero esto no quiere decir que los fariseos
hayan desaparecido. Jesús llama fariseos
a “quienes teniéndose por justos, se sienten seguros de sí mismos y
desprecian a los demás”.
Queremos cambiar las cosas, lograr una sociedad más humana, pero
pensamos cambiar la sociedad sin cambiar nosotros. Posiblemente sea éste uno de los males más
perjudiciales de nuestros días.
Queremos paz y nos hacemos insensibles a la violencia: hasta cuando
hablamos de la paz, lo hacemos de forma violenta; cuando luchamos contra la
violencia, estamos provocando una nueva violencia, insultando, atacando a los
demás. Pensamos estar libres de toda
culpa, porque condenamos a los demás.
El fariseo de ayer y de hoy es esencialmente el mismo. Un hombre que se siente satisfecho de sí
mismo y seguro de lo que vale. Un hombre
que se cree siempre con la razón. Que se
cree que tiene la verdad absoluta y por eso se atreve a juzgar y condenar a los
demás.
El fariseo juzga, condena y se cree con las manos limpias. El fariseo no cambia, no se arrepiente de
nada, no se corrige. No siente que
comete injusticias. Por eso exige
siempre a los demás que cambien, que se renueven que sean más justos.
Con demasiada facilidad nos comparamos con los demás y nos
convertimos en sus jueces, pero eso sí, nosotros somos siempre, o casi
siempre, los buenos, los justos, los que hacemos las cosas buenas y bien.
Hoy podríamos hacer un examen de conciencia, es decir, repasar las
cosas que hacemos mal. O las cosas que
deberíamos hacer y no las hacemos, en casa, en el trabajo, en nuestra relación
con los demás, en el uso de nuestro dinero o de nuestro tiempo, en el servicio
a la comunidad, en la ayuda a los pobres, en nuestra relación con Dios. Seguro que ya sabemos en qué cosas estamos
fallando más. Pues, recordemos todas
esas cosas y reconozcamos nuestros pecados ante Dios y pidámosle ayuda para
seguir adelante y no ser o actuar como el fariseo.