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martes, 22 de octubre de 2019

XXX DOMINGO ORDINARIO (CICLO C)
 
La liturgia de este domingo nos muestra que Dios siente “debilidad” por los humildes, por los pobres y marginados y no por aquellos que se sienten seguros de sí mismo.
 
La 1ª lectura del libro del Eclesiástico manifiesta la actitud de Dios para quien acude a Él pidiendo protección.  Dios es un “juez justo” que no se deja sobornar por nadie.
 
La verdadera religión es aquella que vive y pone en práctica el mandamiento del amor hacia los más necesitados.  No es verdadera religión la de aquellos que dan dinero a la parroquia o a obras de caridad, pero no pagan justamente a sus obreros; no es verdadera religión la de aquellos que el domingo dan una buena limosna, pero no respetan la dignidad y la libertad de los otros; no es verdadera religión la de aquellos que le hacen promesas a Dios para que les vaya bien en sus negocios chuecos o para hacerle daño a alguna persona.
 
Una religión desligada de la vida es una religión falsa, hipócrita, con la cual Dios no quiere tener nada que ver.
 
Por eso, Dios tiene debilidad y compasión por los pobres, por los débiles, por los oprimidos, por aquellos a los que el mundo no los toma en cuenta.  Dios los ama a todos ellos y no se olvida de ninguna injusticia cometida contra ellos, ni se olvida cuando violamos la dignidad de hijos de Dios.
 
Nosotros, como hijos de Dios que somos, tenemos que luchar contra todo lo que genera muerte, infelicidad, explotación, injusticia y opresión.
 
No olvidemos, pues, que quien acude a Dios con humildad, con confianza, con esperanza no quedará defraudado.
 
La 2ª lectura de san Pablo a Timoteo es una invitación a vivir nuestra vida cristiana con entusiasmo, con entrega, con ánimo.
 
Ser cristiano, implica muchas veces renunciar a los falsos valores del mundo; implica ser incomprendido y, algunas veces, maltratado y difamado.
 
Sin embargo, aquel que elige a Cristo, no está sólo, aunque haya sido abandonado y traicionado por los amigos y conocidos; aunque seamos criticados por anunciar el evangelio, por vivir auténticamente nuestra fe, el Señor está a nuestro lado, nos da fuerza, nos anima y nos libra de todo mal. No nos olvidemos que no estamos solos.  Contamos con la fuerza de Dios.
 
En el Evangelio de san Lucas, Jesús confronta dos tipos de religiosidad que se dan en todas partes: la del fariseo que se cree bueno por lo que hace, por lo que piensa y dice, por sus prácticas religiosas, y desprecia y acusa a los demás, y la del publicano que se reconoce pecador, se avergüenza, quiere cambiar y se arrepiente ante Dios. 
El evangelio de hoy nos dice una cosa muy clara: para acercarnos a Dios debemos sentir que lo necesitamos de verdad.  Debemos sentir que sin su ayuda y su fuerza no somos nada.  Debemos sentir que, por mucho que nos esforcemos por ser buenos, siempre nos quedará un gran camino que recorrer para llegar a amar a Dios como Él nos ama.
 
Hoy, como ayer, nadie se considera fariseo.  Pero esto no quiere decir que los fariseos hayan desaparecido.  Jesús llama fariseos a “quienes teniéndose por justos, se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás”.
 
Queremos cambiar las cosas, lograr una sociedad más humana, pero pensamos cambiar la sociedad sin cambiar nosotros.  Posiblemente sea éste uno de los males más perjudiciales de nuestros días.
 
Queremos paz y nos hacemos insensibles a la violencia: hasta cuando hablamos de la paz, lo hacemos de forma violenta; cuando luchamos contra la violencia, estamos provocando una nueva violencia, insultando, atacando a los demás.  Pensamos estar libres de toda culpa, porque condenamos a los demás.
 
El fariseo de ayer y de hoy es esencialmente el mismo.  Un hombre que se siente satisfecho de sí mismo y seguro de lo que vale.  Un hombre que se cree siempre con la razón.  Que se cree que tiene la verdad absoluta y por eso se atreve a juzgar y condenar a los demás. 
El fariseo juzga, condena y se cree con las manos limpias.  El fariseo no cambia, no se arrepiente de nada, no se corrige.  No siente que comete injusticias.  Por eso exige siempre a los demás que cambien, que se renueven que sean más justos.
 
Con demasiada facilidad nos comparamos con los demás y nos convertimos en sus jueces, pero eso sí, nosotros somos siempre, o casi siempre, los buenos, los justos, los que hacemos las cosas buenas y bien.
 
Hoy podríamos hacer un examen de conciencia, es decir, repasar las cosas que hacemos mal.  O las cosas que deberíamos hacer y no las hacemos, en casa, en el trabajo, en nuestra relación con los demás, en el uso de nuestro dinero o de nuestro tiempo, en el servicio a la comunidad, en la ayuda a los pobres, en nuestra relación con Dios.  Seguro que ya sabemos en qué cosas estamos fallando más.  Pues, recordemos todas esas cosas y reconozcamos nuestros pecados ante Dios y pidámosle ayuda para seguir adelante y no ser o actuar como el fariseo.