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miércoles, 5 de diciembre de 2018

II DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
 
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II DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)
 
Estamos en el segundo domingo de Adviento, tiempo que la Iglesia lo dedica a prepararnos a encontrarnos con Dios en nuestra vida.  La liturgia de este domingo es una llamada a la conversión, es decir, a que eliminemos todos los obstáculos que impiden la llegada del Señor a nuestro mundo y especialmente al corazón de los hombres.
 
La 1ª lectura del libro de Baruc nos ha descrito la ciudad de Jerusalén vacía y triste porque sus habitantes no están allí, sino en el exilio.  Pero el profeta invita a Jerusalén a alegrarse porque sus hijos desterrados volverán a la ciudad conducidos por Dios.
 
Hoy también hay mucha gente exiliada de la Iglesia, son todos aquellos que se han alejado de Dios.  El Adviento es un tiempo especial para que todas esas personas que viven bajo la esclavitud del pecado, alejados de Dios, vuelvan a recobrar la libertad, vuelvan a su tierra que es la Iglesia, y así recobren de nuevo la libertad de los hijos de Dios.
 
Hay que romper todas esas cadenas que nos atan al pecado, al vivir alejados de Dios y recorrer ese camino de regreso a Dios, a la Iglesia, un camino que está lleno de la bondad y de la ternura de Dios, por ello Dios va a allanar el camino para que podamos regresar  a la alegría y a la libertad de los hijos de Dios.  Por ello, examinémonos para ver cuáles son las esclavitudes que todavía nos tienen aprisionados y que nos impiden acoger al Señor que viene a nuestra vida y rompamos con esas ataduras.
 
La 2ª lectura de san Pablo a los Filipenses nos habla de la alegría y de la esperanza que San Pablo tiene en la comunidad cristiana de los Filipenses.
 
Los cristianos formamos una gran comunidad que es la Iglesia, somos miembros de una gran familia extendida por todo el mundo.  Esto es una gran verdad.  Pero también es verdad que no todos viven con alegría su pertenencia a esa comunidad que es la Iglesia, ni todos se sienten gozosos de ser miembros de esa gran familia de Dios.
 
A veces en nuestras comunidades cristianas hay divisiones, hay murmuraciones, hay luchas de poder, deseos de manipular por intereses egoístas; hay personas que no aceptan a otras personas, que no se hablan.  ¿Cómo podremos hacer que el Señor venga a nuestra comunidad si estamos divididos y distanciados?
 
Hemos de superar todas esas barreras, todas esas divisiones, para que todos los alejados sientan la necesidad y la alegría de pertenecer a esta comunidad de Hijos de Dios y así, todos podamos acoger con alegría la venida del Hijo de Dios.
 
El Evangelio de san Lucas nos presenta la figura de Juan el Bautista, el precursor de Jesús.  El profeta que anuncia la venida del Mesías y que nos invita a la conversión del corazón para poder recibir y reconocer a Cristo.
 
Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor”.  Y esta voz sigue resonando en el desierto de nuestro corazón, en el desierto de nuestras relaciones rotas,  en el desierto de nuestra convivencia desgastada, en el corazón de nuestros rencores y miserias.   La voz de Dios que se manifiesta a través de nuestra conciencia sigue ahí, llamándonos a una vida nueva, invitándonos a dejar las actitudes que  matan y destruyen.   
 
Todos deseamos  realizarnos en esta vida.  Todos buscamos la felicidad o al menos la posibilidad de vivir con alegría y paz.   En el mundo encontramos muchas ofertas,  sólo Dios nos ofrece una oferta que es capaz de llenar todos nuestros deseos de felicidad.   Sólo Dios nos ofrece vivir la vida como relación que día a día se hace en la alegría del encuentro entre dos que se aman.   Esa relación y ese encuentro implican necesariamente cambiar de vida,  cambiar nuestras actitudes.   Un cambio que comienza por volvernos a Dios.  Volver toda nuestra mente y nuestro cuerpo hacia Él.  Recuperar la conciencia de que somos sus hijos.   Gozar de la confianza que da el sabernos amados por Él.  
 
Hay que escuchar la voz de Dios para dejarnos corregir por Él cuando nos desviamos del camino.
 
Convertirnos a Dios significa esto, comenzar a considerar a Dios como alguien importante en nuestras vidas,  no como al juez que nos condena en cuanto caemos en el pecado, sino como el Padre cariñoso que nos invita a levantarnos una y otra vez, y nos impulsa a colaborar con Él para que este mundo sea cada día un poco más humano, más fraterno, más solidario.  
 
Y si Dios es alguien importante eso significa que tenemos que dedicarle tiempo para escuchar su palabra, tiempo para encontrarnos con Él en la oración y en la eucaristía,   tiempo para reflexionar sobre nuestras actitudes y en qué estamos fundamentando nuestra vida. E intentar allanar la montaña de nuestro egoísmo y levantar el valle tenebroso de nuestra tristeza:   Dios está viniendo ahora y siempre a cada uno de nosotros, detrás de cada palabra, detrás de cada acontecimiento, esperando siempre el momento para que le abramos nuestro corazón y unirse a nosotros en un abrazo de amor que no termine nunca.  
 
Reavivemos en nosotros en este tiempo de Adviento, el deseo de encontrarnos con el Señor, el deseo de cambiar aquellas actitudes nuestras que le impiden darnos su alegría y su paz.