Vistas de página en total

martes, 17 de diciembre de 2019

HOMILÍAS PARA EL IV DOMINGO DE ADVIENTO Y NATIVIDAD DEL SEÑOR. (CICLO A)
 
IV DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO A)
 
Con este domingo se cierra el ciclo litúrgico de Adviento. La Palabra de Dios nos ha ido preparando durante todo el Adviento para que la Navidad no sea una fiesta vacía y sin sentido, sino que nos sirva para renovar nuestro encuentro y nuestro compromiso con Jesús.
 
En la 1ª lectura, del profeta Isaías, Dios dialoga con Ajaz y le dice que le pida una señal.  Pero el rey no tiene interés en pedirle algo a Dios. En realidad, le trae sin cuidado lo que Dios diga. Ajaz vive de espaldas al designio divino y no cuenta con Dios en sus planes.
 
No resulta difícil encontrar un paralelismo entre esta situación y nuestra situación social actual. Nuestra sociedad vive de espaldas a Dios. Como Ajaz, no ama a Dios, no le interesa, mira para otro lado, no quiere saber de Dios porque lo ha expulsado de su vida.
 
Ajaz confiaba más en la seguridad de los ejércitos extranjeros que en Dios. ¿En qué pone el hombre de hoy su confianza y su esperanza? Para que tengamos una sociedad más justa y fraterna, ¿es en los políticos en quienes podemos confiar? Para sentirnos seguros y confortables, ¿es en el dinero en quien hemos de confiar? Para evitar la enfermedad y la muerte, ¿debemos confiar solamente en los nuevos medicamentos o en los progresos de la medicina?
 
Ajaz no quiso o no supo “leer” los “signos” que Dios colocó delante de sus ojos, no consiguió realizar la elección acertada y acabó conduciendo a su Pueblo por caminos de muerte y de desgracia. Esto nos sitúa ante el problema de las “señales”; un error en la lectura del radar puede destrozar un avión o un navío; una falla en la señalización luminosa, causa un desastre.
 
¿Estamos atentos a las “señales” que Dios coloca en el camino de nuestra vida a través de los cuales nos indica el camino a seguir, o caminamos en una alegre inconsciencia, a favor de corriente, desviándonos por atajos que nos apartan del objetivo y que nos hacen sufrir?  ¿Confiamos de verdad en Dios?, o ¿buscamos soluciones por otro lado al margen de Dios?
 
La 2ª lectura de San Pablo a los Romanos nos lleva a descubrir que nuestra vocación y el verdadero reto que tenemos como cristianos es llevar a toda persona la Buena Noticia de la Salvación, es decir, todos debemos proclamar el Evangelio.  
 
Ser apóstoles del Señor, ser cristianos no es una carga, sino una gracia, un verdadero privilegio, ya que Dios nos ha escogido para realizar la obra de la salvación.  Anunciar el Evangelio, tarea que todos debemos hacer, hay que hacerlo con amor y con espíritu de servicio. 
 
El evangelio de San Mateo nos ha narrado la “anunciación a san José”.
 
En la anunciación a san José el ángel le pide que le ponga al niño Dios el nombre de Jesús, porque Él es el Emmanuel, es decir el Dios con nosotros.
 
Dios está con nosotros. Está con los que lo invocan y con los que lo ignoran, pues habita en todo corazón humano, acompañando a cada uno en sus gozos y sus penas. Nadie vive sin su bendición.
 
Dios está con nosotros. No grita. No fuerza a nadie. Respeta siempre. Es nuestro mejor amigo. Nos atrae hacia lo bueno, lo hermoso, lo justo. En Él podemos encontrar luz humilde y fuerza vigorosa para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte.
 
Dios está con nosotros. Cuando nadie nos comprende, Él nos acoge. En momentos de dolor y depresión, nos consuela. En la debilidad y la impotencia nos sostiene. Siempre nos está invitando a amar la vida, a cuidarla y hacerla siempre mejor.
 
Dios está con nosotros. Está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Y en todos está llamándonos a construir una vida más justa y fraterna, más digna para todos, empezando por los últimos.
 
Dios está con nosotros. Despierta nuestra responsabilidad y pone en pie nuestra dignidad. Fortalece nuestro espíritu para no terminar esclavos de cualquier ídolo. Está con nosotros salvando lo que nosotros podemos echar a perder.
 
Dios está con nosotros. Está en la vida y estará en la muerte. Nos acompaña cada día y nos acogerá en la hora final. También entonces estará abrazando a cada hijo o hija, rescatándonos para la vida eterna.
 
Dios está con nosotros. Esto es lo que celebramos los cristianos en las fiestas de Navidad. Esta fe sostiene nuestra esperanza y pone alegría en nuestras vidas.
 
Hermanos, preparemos la Navidad, preparemos nuestra propia Navidad, la de cada uno de nosotros, dejemos que la Palabra de Dios, crezca en nuestro interior hasta que un día ilumine con todo su resplandor nuestra vida.
 
Si dejamos que Jesús nazca en nosotros seremos mucho más felices y ayudaremos a ser felices también a quienes nos rodean.
 

NATIVIDAD DEL SEÑOR 

Hoy nos ha nacido un Niño que con el correr del tiempo se ha manifestado como verdadero Dios y verdadero hombre. Él ha cambiado el rostro de la historia y es el parte aguas de esta historia en la cual los hombres podemos encontrar la paz y la dicha que tanto necesitamos en un mundo tan lleno de pruebas y tribulaciones, pero que necesita también vivir de esperanza, anhelando una era de concordia, en la cual todos nos reconozcamos como hermanos, bajo la mirada de nuestro Padre común, quien ha querido que su Hijo se hiciera hombre para mostrarnos su maravilloso plan de salvación. Contemplemos pues, hoy, a Jesús que nace en un pesebre en Belén, en compañía de San José y María su Madre.
 
La celebración de la Navidad es tan rica de contenido y -al mismo tiempo- decimos y oímos estos días tantas palabras sobre la Navidad, que no es fácil que muchos celebren una Navidad cristiana.
 
¿Qué podemos hacer para que la Navidad no se quede fuera de nosotros, para que la Navidad entre realmente en nosotros, en el corazón de nuestra vida? En algunos de nuestros hogares hemos hecho una representación sencilla del Nacimiento, un Belén. Es como un símbolo de lo que quisiéramos: que la Navidad entre y esté en el hogar de nuestra vida. Que no sea sólo una fiesta externa sino también que sea una gracia de Dios que se haga presente en nuestra vida y la fecunde.
 
En muchas de las palabras que escuchamos estos días, la Navidad es como una efusión de buenos deseos, de sentimientos de paz y de bondad, de fraternidad. Y esto está muy bien, es bueno que en casi todo nuestro mundo hoy los hombres y las mujeres parezcamos mejores de lo que somos porque es como si nos dijéramos: ¡Así querríamos ser!, ¡Así querríamos que fuera nuestra sociedad! Pero también es verdad que sabemos que este ambiente pasará y probablemente todo volverá a ser como antes, porque estas buenas palabras, estos buenos deseos, muchas veces sabemos que están faltos de la necesaria fuerza interior, del necesario peso de realidad, para que sean algo más que buenas palabras y buenos sentimientos.
 
Y diría también que para nosotros, los cristianos que queremos celebrar religiosamente la Navidad, es posible que fácilmente la vivamos demasiado como un recuerdo, casi como una nostalgia. Y, si es así, tampoco nuestra celebración tendrá suficiente fuerza ni suficiente peso real para cambiar algo en nuestra vida.
 
Es bueno que recordemos aquel hecho sucedido hace más de dos mil años, allí, en las afueras de Belén, entre aquella gente sencilla del pueblo. Es bueno, evidentemente, que recordemos lo que fue anunciado en aquella noche como “la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo”. Pero si para nosotros la Navidad es sólo un hermoso recuerdo, un hecho del pasado que ya pasó (como si no fuera un hecho también de nuestro hoy y aún de nuestro futuro), entonces tampoco tiene bastante fuerza para entrar en nuestra vida y cambiar algo en ella.
 
¿Qué podemos hacer para que la Navidad entre realmente en el corazón de nuestra vida y en ella tenga fuerza, peso real? No bastan las buenas palabras y los buenos deseos, no basta el simple recuerdo de aquella antigua noche aunque sea un recuerdo conmovedor. Me parece que lo fundamental, lo decisivo en nuestra celebración cristiana de la Navidad, es que la vivamos como una gracia de Dios, como un don de Dios. O dicho de otro modo, como una nueva venida de Dios a nosotros, a cada uno de nosotros.
 
Decimos a veces que la Navidad se ha de vivir de algún modo con espíritu de niño. Y es verdad si quiere decir que, como los niños, no hemos de poner nuestra confianza tanto en nosotros como en los demás. Es decir, que hemos de valorar más lo que recibimos que no lo que damos. Celebrar la Navidad quiere decir, sobre todo, darnos cuenta de que Dios comparte nuestra vida (en la debilidad), hace camino con nosotros. Por eso es, sobre todo, la celebración de la gran gracia y del gran don: Dios no nos ha hecho sólo a su imagen y semejanza sino que ha querido injertar su vida personal -injertarse Él mismo- en la historia del hombre al hacerse carne, al hacerse hombre.
 
Por eso la Navidad es una invitación actual, dirigida a cada uno de nosotros. Dios ha establecido una nueva relación con cada hombre por el hecho que Él ha plantado su tienda entre nosotros, por el hecho que se ha hecho “Jesús”, es decir, un hombre concreto, hijo de una madre, nacido en una familia del pueblo. Desde aquel momento, Dios no es ya sólo el Padre que está en el cielo, sino un hombre que ha seguido un camino humano que culminó en su acto total de amor por cada hombre al entregar su vida hasta la muerte.
 
Conseguir que la Navidad entre en el corazón de nuestra vida, es abrirnos a esta buena noticia, a esta gran alegría para todo el pueblo: Dios es también nuestro hermano, el hombre Jesús de Nazaret. Que hoy quiere ser recordado como el Niño envuelto en pañales y acostado en el pesebre de las afueras de Belén para que ninguno de nosotros tema acercarse a Él.
 
La ternura que suscita el nacimiento de cualquier niño se enriquece además hoy por el sorprendente anuncio: este Niño es Dios-con-nosotros. Y de ahí surge una invitación a cada hombre para que tengamos una relación distinta     -más humana- con este Dios que comparte nuestra humanidad.
 
Esta es la buena noticia, la gran alegría que celebramos en la Eucaristía de este día. Porque, además, ya que Dios se ha hecho carne, puede ser también el pan y el vino que alimenta y alegra nuestro corazón, nuestro camino de cada día, nuestro amor abierto a todos los hermanos.