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martes, 9 de diciembre de 2025

 

III DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO A)


El tercer domingo de Adviento se llama el domingo “Gaudete” (Alegraos). Las lecturas nos invitan a llenarnos de alegría por la salvación que Dios nos trae.  Por eso en este tiempo de Adviento decimos: “Ven, Señor Jesús, y sálvanos”.

La 1ª lectura del profeta Isaías nos presenta una situación de desesperanza y desencanto que vive el pueblo de Israel.  El profeta invita al pueblo a poner la mirada en Dios y a ver cómo hay razones para la esperanza porque Dios mismo intervendrá a favor de su pueblo.

En medio de las dificultades, en medio de las tinieblas que envuelven nuestra vida y la vida del mundo, también, el profeta Isaías, nos invita hoy, a nosotros, a la alegría, a dejar de lado nuestro miedos, a llenar nuestra alma de paz.

Nuestra vida, puede ser una vida vacía y estéril, una vida árida como el desierto.  Podemos sentirnos inútiles, podemos sentir que no tenemos nada que presentarle a Dios.  Podemos tener la sensación de no haber hecho nada que tenga realmente valor para Dios.  Podemos sentirnos como esa tierra seca y estéril.

Hoy nos dice Dios, que si nosotros dejamos que Él actúe en nuestra vida, esa vida seca y estéril la puede transformar como transforma el desierto en un vergel para que no vivamos una vida sin pena ni gloria.

A veces, el miedo, la timidez, el creernos poca cosa, ahogan la grandeza de nuestro corazón, ahogan nuestras más grandes aspiraciones hasta hacernos caer en una vida sin sentido, sin esperanza.  Siempre vamos de prisa, y esto hace que aumenten las enfermedades, los infartos, los complejos, la angustia.  No tengamos miedo, ahí tenemos a nuestro Dios que viene a salvarnos.  No nos angustiemos, tengamos confianza en el amor y en el poder de Dios.  Podemos estar seguros que el  Señor viene a salvarnos y a ofrecernos una vida mejor.

La 2ª lectura del apóstol Santiago nos invita a no desesperarnos y a tener paciencia.

Hay muchas personas que diariamente sufren la injusticia, el miedo y se les priva de su dignidad.  El apóstol Santiago nos dice que a pesar del sufrimiento, Dios no nos abandona ni nos olvida, sino que viene a liberarnos.  Hay que esperar en Dios, y hay que esperarlo, no con el corazón lleno de deseos de venganza sino con esperanza y confianza.

Esto no significa que nos quedemos de brazos cruzados, sin hacer nada.  Lo que Dios nos pide es que no dejemos que los sentimientos agresivos y destructivos tomen posesión de nosotros, porque Dios no puede salvar a una persona que su corazón esté dominado por el odio, por el rencor o por el deseo de venganza. Cultivemos la virtud de la paciencia, como el agricultor o como la mujer que tiene que esperar 9 meses hasta que da a luz.

Seamos pacientes porque Dios nos dice que la situación de injusticia y de pecado no tendrá la última palabra.

El Evangelio de San Mateo nos presenta a Juan Bautista, encarcelado por Herodes, por ser fiel al mensaje de Dios, que envía a sus discípulos para preguntarle a Jesús: “Tú, quién eres”.  ¿Eres tú nuestro Salvador?

Cuando el hombre para superar sus angustias, sus preocupaciones ve que no puede hacerlo por sí mismo busca a alguien que lo ayude a liberarse de sus problemas, necesita de alguien que sea capaz de resolver lo que él no puede.

En esta situación de impotencia el hombre busca uno o varios “salvadores” y en ellos pone sus esperanzas, sus ilusiones; estos salvadores se presentan como la solución definitiva a nuestros problemas.  Además la sociedad nos crea necesidades falsas que todavía nos hacen sentirnos más preocupados y necesitados de salvadores.

Tenemos, pues, una serie de necesidades y una serie de salvadores en quienes depositamos, en muchas ocasiones, nuestras esperanzas porque nos han prometido resolver nuestras necesidades, angustias y problemas: nos encontramos con los políticos que prometen resolverlo todo; con los adivinos y lectores de cartas que tienen recetas para todo; con los predicadores protestantes que nos van a curar de todas nuestras enfermedades y vicios.  En otras ocasiones ponemos nuestras ilusiones en cantantes, futbolistas, actores y los convertimos en nuestros ídolos.

Pero todos estos “salvadores” ¿son el verdadero salvador que necesitamos?  El Evangelio de hoy nos da la clave para saber si estos salvadores son el verdadero salvador: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”  ¿Qué respuesta darán los supuestos salvadores de nuestro mundo a esta pregunta?  ¿Acaso pueden responder con la misma firmeza con que respondió Jesús?

Nuestros falsos y pequeños salvadores actuales no pueden salvar al hombre, podrán, quizás, resolver algún problema, pero son incapaces del salvar al hombre.  Sólo Jesús nos puede salvar.

Preparémonos para recibir en la Navidad ya cercana al único que nos salva y que nos llena de alegría, al único que puede romper todas nuestras ataduras que nos impiden realizarnos como auténticas personas: Cristo Jesús.

lunes, 1 de diciembre de 2025

 

II DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO A)



La liturgia de este segundo domingo de Adviento nos invita a convertirnos a la esperanza.  Tenemos que dejar atrás todos esos valores perecederos y egoístas, a los que a veces damos demasiada importancia, y realizar un cambio de mentalidad, de forma que los valores fundamentales que dirijan nuestra vida sean los valores del Reino de Dios.

El profeta Isaías (1ª lectura) ha empleado una imagen muy expresiva: de un tronco viejo que parecía seco –el tronco de Israel- brotará un renuevo, una rama nueva, llena de vida.  Esa rama nueva es el Mesías, el enviado de Dios que viene a nuestra historia para defender a los pobres, para hacer que reine la paz y la justicia entre todos.

Dios se ha hecho hombre para instaurar un mundo diferente.  Un mundo nuevo, un mundo distinto, en el que no sólo ya no habrá división, ni violencia, ni dolor entre los hombres, sino que incluso la naturaleza, los animales, el universo entero, vivirá en paz, y todo lo que tiene vida -hombres y animales- podrán compartir la misma armonía.

Este mundo nuevo, este mundo distinto que Dios desea, será un mundo en el que desaparecerá todo lo que rompe la paz de los hombres. Un mundo en el que no habrá lucha entre los hombres porque los hombres no estarán divididos entre ricos y pobres, entre dominadores y dominados, entre gente que puede hacer daño y gente maltratada. Y todavía más: un mundo del que habrá desaparecido del corazón de cada hombre, del corazón de todos los hombres, esa tendencia que todos tenemos de no pensar en los demás, de preocuparnos por quedar bien a costa de lo que sea, de hacer daño a los demás si eso nos conviene.

Este mundo que Dios quiere, nos puede resultar como un sueño extraño y difícil de llevarse a cabo.  Pero este sueño, este deseo de Dios es precisamente lo que la celebración de Adviento nos invita a creer y a esperar.

La 2ª lectura de San Pablo a los Romanos nos invita a formar una comunidad cristiana donde reine el amor, el compartir con los demás, la armonía, la acogida.  Sin embargo, muchas veces, nuestras comunidades cristianas están divididas, se critican los unos a los otros por la espalda, hay agresividad, se discriminan a ciertas personas; algunos se aferran al poder y hacen todo lo que sea para dominar a los demás.

Por eso, San Pablo nos propone hoy algo que, mientras se hace realidad ese mundo ideal que Dios quiere, nosotros podemos hacer: hay que acogernos unos a otros como Cristo nos acoge.  Sin tener en cuenta los gustos, las simpatías o antipatías de los demás. 

Hay que “tener los mismos sentimientos” de Cristo hacia los demás, a pesar de las diferencias que puedan existir.  Tenemos que llegar a ser una sola voz, contribuir a crear una sola comunidad donde todos los creyentes tengamos “una sola alma con un solo corazón”.  Esto es lo que nos pide Dios para que vayamos construyendo el Reino de Dios en este mundo.

El Evangelio de san Mateo nos presenta a Juan el Bautista invitándonos a la conversión.  La conversión, cambiar de vida, no es una tarea sencilla, ya que convertirse es cambiar de dirección, orientarse hacia Dios, lo cual supone que tenemos que acoger a Dios en nuestro corazón.  Y, ¿cómo podemos acoger a Dios si nuestro corazón está lleno de egoísmo, de orgullo, de preocupación por los bienes materiales?

Es necesario un cambio de mentalidad, de valores, de comportamientos, de actitudes, de palabras; es necesario despojarnos de todo lo que roba espacio al “Señor que viene”.

El Señor está llamando a la puerta de nuestro corazón y nos está tocando ya con su mano, invitándonos a caminar juntos, a mirar juntos hacia el mismo horizonte.

La conversión consiste en salir de nuestro aislamiento, dejar esa soledad egoísta en la que a menudo nos escondemos para que no nos moleste nadie y abrir nuestro corazón a Dios que llega a nuestra vida.

Hay un gran problema muy presente en muchos cristianos y es que no nos tomamos en serio a Dios cuando nos dice que nos quiere salvar, cuando nos dice que quiere compartir su vida con nosotros.  ¡Si fuésemos capaces de creerle!  ¡Si fuésemos capaces de comprender lo que significa vivir con Dios!  Ya no estar nunca solos, vivir en su presencia, dejar nuestro cansancio en sus manos y calmar nuestra sed de ternura en la fuente de su corazón. 

¡Si realmente empezásemos a mirar a las personas y al mundo como las mira Dios!  Quizás entonces empezaríamos a comprender que el amor y la bondad lo inundan todo, quizás entonces sentiríamos renacer en nosotros la alegría y la esperanza y nuestros ojos se iluminarían con el descubrimiento de que a pesar de todo, en este mundo nuestro, ha empezado a brillar ya la aurora de la salvación.

Hoy debemos hacer caso a Juan el Bautista que nos llama a la conversión, y empezar a ser generosos, humildes y pacíficos, acogedores y serviciales, sinceros y testigos de esperanza.  Hemos de convertirnos del pecado que anida en nuestro corazón, de nuestro egoísmo y soberbia, de la agresividad y violencia, de la mentira, del desamor, de sentirnos superiores a los demás.  Sin olvidarnos de los pecados de omisión: ¡Cuánto bien dejamos de hacer y cuánto testimonio dejamos de dar por cobardía, comodidad o flojedad!

Pidamos al Señor que sepamos dar verdaderos frutos de conversión con palabras y con hechos.

lunes, 24 de noviembre de 2025

 

I DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO A)



Comenzamos un nuevo año litúrgico con el tiempo de Adviento.  Adviento significa “llegada”. 

El tiempo de Adviento nos recuerda que Jesús vino a nosotros en Belén y nos preparamos para recibirlo en Navidad, nos recuerda también que el Señor vendrá al final de los tiempos para juzgar al mundo y nos recuerda también que el Señor viene a nosotros en cada momento de nuestra vida.

Por ello, las lecturas de este primer domingo de Adviento nos advierten que no debemos instalarnos en la comodidad, en la pasividad, en la rutina, sino que debemos caminar, siempre atentos y vigilantes, preparados para recibir al Señor que viene y para responder a sus desafíos.

La 1ª lectura del profeta Isaías nos dice que hay esperanza para el pueblo, hay esperanza para todos los pueblos de la tierra: llegará la paz de la mano de la justicia, por ello Dios nos pide que trabajemos por la paz para que se instaure la justicia.

Con la venida del Salvador, los instrumentos de guerra serán transformados en instrumento de trabajo y de paz.  Tenemos que trabajar por convertir la industria -improductiva y agresiva- de la guerra en una industria que construya una sociedad productiva para todos, una sociedad donde el alimento sea un bien para todos.

El profeta Isaías nos invita, pues, a la esperanza y a la fe.  Es la fe y la esperanza de que un día el bien, la justicia y la paz triunfaran sobre el mal.  Y será el Señor quien hará realidad esta profecía.  Por lo tanto, si estamos agobiados por noticias tristes: de luchas y enfrentamientos, de guerras y atentados, de secuestros y sufrimientos, es porque “no caminamos bajo la luz del Señor”.

El Adviento nos invita: “a subir a la casa del Señor”, a “preparar los caminos de Dios”, que son caminos de paz y de esperanza.

La 2ª lectura de San Pablo a los Romanos nos decía: ya es hora de despertaros del sueño”…  “dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz

Muchas veces, a pesar de que queremos ser buenos, es posible que el cansancio, la monotonía, la pasividad, la indiferencia nos gane; es posible que dejemos correr las cosas, es posible que ante los problemas metamos la cabeza en un hoyo como hace el avestruz.  Huir de los problemas lo único que hace es que los problemas se hagan más grandes y se compliquen más.  No podemos dejar correr las cosas y que nos olvidemos de los compromisos que un día asumimos con Jesús y su Reino.

Por eso nos dice san Pablo hoy: ¡despertad! Renovad vuestro entusiasmo por los valores del Evangelio; es necesario estar preparados, estar siempre dispuestos, para acoger al Señor que viene.

El Evangelio de san Mateo no nos invita solamente a estar preparados para la hora de la muerte, sino a estar preparados para cada momento de la vida.  No nos manda estar sólo vigilantes para recibir la llegada del Señor a la hora de nuestra muerte, sino para recibirlo en cada momento de nuestra vida.

¿Qué cosas nos impiden acoger al Señor que viene a nuestra vida? 

Hay personas que piensan que  la vida es sólo para gozarla, y por lo tanto no tienen tiempo para compromisos (cuanta gente, el domingo tienen todo el tiempo del mundo para dormir y divertirse, pero no tienen tiempo para venir a misa).

Cuantas personas viven obsesionadas con el trabajo, olvidando todo lo demás (cuánta gente trabaja 12 horas al día y olvida que tiene una familia y que los hijos necesitan amor).

Cuanta gente viven adormecidas, sin importarles lo que pasa a su alrededor, encogiéndose de hombros ante el sufrimiento de los demás y diciendo que no pueden hacer nada que es el gobierno el que tiene que hacerlo todo.

Preguntémonos cada uno de nosotros: ¿y a mí, qué es lo que me distrae de lo importante, y me impide, tantas veces, estar atento al Señor que viene a mi vida?

En este tiempo de preparación para la celebración del nacimiento de Jesús, estamos invitados a reorganizar nuestra vida en lo esencial, a redescubrir aquello que es importante, a estar atentos a las oportunidades que el Señor, todos los días, nos ofrece, a recordar los compromisos que asumimos para con Dios y para con los hermanos, a comprometernos en la construcción del “Reino”. Esa es la mejor forma -mejor aún, la única forma- de preparar la venida del Señor.

lunes, 17 de noviembre de 2025

 

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO (CICLO C)


Con este domingo cerramos el año litúrgico.  Y hoy la Iglesia nos propone que reconozcamos a Cristo como Señor de nuestras vidas, pues eso significa esta fiesta de Cristo Rey.    

Durante todo un año hemos celebrado, conmemorado y recordado el misterio de nuestra salvación, hoy contemplamos la historia de aquel niño que nació olvidado de todos los poderes de este mundo, la historia de aquella vida entregada en servicio a los demás, entregada hasta la última gota de sangre en la cruz,  que rechazó todo poder y autoridad de este mundo, aquella vida cuyo único objetivo fue anunciar la verdad de un Padre Dios bueno y misericordioso.   Y contemplamos los atributos de la realeza de Cristo.  Su trono: la cruz.  Su corona: las espinas.  Su manto real: la sangre corriendo por su espalda. Y su sentencia: el perdón.

Jesús es Rey pero es un rey sin trono, sin fuerza física, sin soldados, sin espadas, sin vasallos… un rey colgado de un madero que es burlado y violentado, un rey que es despreciado hasta por quien padece el mismo sufrimiento.

Jesús es Rey y vino a traernos el Reino de Dios.  El Reino de Dios es un reinado donde los últimos del mundo son los primeros; donde los publicanos y pecadores son antes que los sabios y entendidos.

Sin embargo, que diferentes son los gobiernos y reinados de nuestro mundo. Muchas veces reina el terror, la miseria, la explotación, el deseo de vivir cada vez más cómodamente, reina la venganza, el negocio incorrecto, la violencia.  Cuando en nuestro mundo reine la confianza mutua, cuando todos vivan decentemente, cuando no haya analfabetos, cuando los negocios sean honrados, cuando vivamos en paz, entonces podremos decir que Dios reina en este mundo y en nuestros corazones.

Dios debe reinar no sólo sobre el mundo, sino sobre las personas para que podamos vivir como Hijos y no como esclavos y para eso tenemos que comprometernos con Jesús para construir su Reino aquí en la tierra.

Los reyes y gobernantes de este mundo buscan y gobiernan desde el poder y el poder lo usan para convertir a sus gobernados en simple objeto al servicio de sus caprichos. El poder no se puede usar para imponerse a los demás, para pasar por encima de la vida, la dignidad y los derechos de las personas. 

Jesús no utiliza ni el poder ni el dinero ni la fuerza para implantar su Reino: su única arma es el amor, un amor pleno, un amor total. El auténtico poder, el verdadero poder se debe usar para construir y no destruir.

El verdadero poder nunca es para destruir personas, sino para dar vida. Qué diferente a nuestras mafias y gobiernos que utilizan armas, amenazas y poderosas influencias para destruir, para aniquilar con tal de permanecer en sus cotos de poder.

Los gobernantes y reyes de este mundo, muchas veces usan el poder para vengarse de sus enemigos y llegan incluso a matar para imponerse a los demás y cuantas veces están al lado de los poderoso y no de los necesitados, buscando beneficios y más poder a costa del sufrimiento de la gente sencilla.  Sin embargo, Dios busca la felicidad de todos y en eso empeña su poder.

Aquellos que están cegados por el destello limitado y fugaz del poder mundano, desprecian a Cristo, amor encarnado, como hicieron las autoridades, los soldados y uno de los malhechores en el monte Calvario.

Por eso Jesús rey cambia todo el sentido de nuestra existencia: no vivimos ni para el poder, ni para las violencias, ni para las posesiones, vivimos para el amor.

Jesús desde la cruz, nos muestra que el verdadero poder es el amor.  Sólo el amor es capaz de crear todo cuanto existe.  Sólo el amor puede vencer al pecado, al mal y a la muerte. 

La propuesta de Jesús, Rey: servir. En aquella noche del jueves Santo, noche de amor y de entrega, como signo de servicio, lavó los pies a sus discípulos. 

La enseñanza que nos da Jesús hoy es que todo reinado, todo gobierno y toda autoridad deben ser para servir y no para servirse, para limpiar y no para enlodar, para sanar y no para dejar heridos a lo largo del camino.

Hagamos hoy posible declarar a Jesús Rey de nuestras vidas. Su ejemplo y el seguimiento de sus enseñanzas nos traen paz, felicidad, justicia y amor.

lunes, 10 de noviembre de 2025

 

XXXIII DOMINGO ORDINARIO(CICLO C)


Las lecturas de hoy son una invitación a no dejarnos llevar por el miedo en las dificultades que podamos encontrar en nuestra vida actual, sino a seguir fielmente el camino del Señor, a vivir la esperanza de la nueva vida.

La 1ª lectura del profeta Malaquías nos hace ver que Dios va a intervenir en el mundo, va a derrotar al que oprime y roba la vida y va a hacer que nazca un “sol de justicia” que traiga la salvación.

Muchas veces tenemos la sensación de que nuestro mundo camina hacia la perdición y que nada lo puede detener. Vemos tantas guerras y vemos tanta sangre derramada en el presente y en el futuro de tantos pueblos; contemplamos la naturaleza y la vemos devorada por los intereses de las multinacionales de la industria; vemos a tantas personas cerradas en su mundo, desinteresadas de los grandes problemas que existen.

Existen también en nuestro mundo el deseo de justicia.  El hombre, ante la adversidad siempre ha dirigido sus ojos al cielo pidiendo justicia.  Justicia para los que lo pasan mal, justicia para los explotados de esta tierra, justicia para los pobres y enfermos, justicia ante la muerte injusta de los buenos.

Hoy nos dice la primera lectura, que llegará el día del Señor en que finalmente habrá justicia, esa justicia que premiará a los buenos y castigara a los malos.  Mientras llega ese día, a nosotros nos toca unirnos a Jesús para luchar y trabajar por la justicia ya aquí y ahora.  Porque Dios no quiere salvarnos sin nuestra colaboración.

Los cristianos debemos saber que Dios cuenta con nosotros para construir un mundo nuevo.

La 2ª lectura de San Pablo a los Tesalonicenses insiste en la idea de que mientras esperamos la vida definitiva, no tenemos derecho a flojear y vivir en la comodidad de no hacer nada, sin preocuparnos de los problemas del mundo y sin aportar nuestra colaboración a la construcción del Reino de Dios.

No podemos vivir esperando que todo nos caiga del cielo y olvidándonos de luchar por los demás.  Tenemos que, como cristianos, comprometernos por la construcción de un mundo más justo y fraternos, todos los días y las 24 horas del día.

Hay personas que hablan mucho y hacen poco.  Hay también personas que son parásitos de la sociedad y que lo único que hacen es consumir lo que produce la sociedad y no se esfuerzan lo más mínimo en colaborar con ningún tipo de trabajo.  No olvidemos las palabras de San Pablo: “el que no quiera trabajar, que no coma”, tenemos que saber combinar trabajo y oración.

El Evangelio de San Lucas más que hablarnos del fin del mundo, como a primera vista parece, nos habla del fin de un mundo que está podrido y lleno de toda clase de males.

Jesús no trata en ningún momento de meternos miedo. No quiere que actuemos por miedo. El miedo no deja vivir con libertad ni ser responsables de nuestros actos. El miedo es el objetivo siempre del terrorismo y de muchos políticos, que buscan tener a la gente atemorizada, para así dominarla.

Jesús lo que quiere y desea es infundirnos siempre esperanza y darnos confianza para que, a pesar de las dificultades y males que nos rodean en esta vida, seamos capaces de seguir adelante con esperanza de ir construyendo un mundo nuevo y mejor para todos.

Por eso en este evangelio nos está invitando a superar y vencer a este mundo que no nos deja vivir en paz, que nos aprisiona entre tanto mal. Trata de llenarnos de esperanza, diciendo que este mundo debe terminar y que no nos dejemos vencer por tanto mal, sino que luchemos por construir otro mundo nuevo y mejor. A este nuevo mundo le llama Reino de Dios.

El Reino de Dios es el proyecto que Jesús ha traído, por el que ha luchado hasta dar su vida. Él ha puesto los cimientos y la “primera piedra”. Nos ha dejado el plano de este Reino. Nos ha entregado los materiales y las herramientas. En el evangelio tenemos a nuestro alcance todo esto.

Ahora solo falta la mano de obra, que somos cada uno de nosotros. Esta es la responsabilidad que nos ha dado y que nosotros hemos aceptado al hacernos cristianos y sentirnos seguidores de Cristo.

Se trata de dar fin, de destruir este mundo tan podrido que hemos construido entre todos, y de empeñarnos en implantar en nuevo, el Reino de Dios, del que ya tenemos los cimientos, los planos y todo lo que se necesita.

Sí debe desaparecer este mundo de injusticias, de opresión, de terror y violencia, para que renazca el mundo nuevo de amor y solidaridad, de convivencia y libertad, de justicia y paz.

Y ojalá que el fin de este mundo llegue cuanto antes.

lunes, 3 de noviembre de 2025

 

BASÍLICA DE LETRÁN (CICLO C)



El Evangelio de esta fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, en el que Jesús irrumpe para echar a los mercaderes del Templo, nos hace ver que el Hijo de Dios está movido por el amor, por el celo de la casa del Señor, que los hombres han convertido en un mercado.

Al entrar en el templo, donde se vendían bueyes, ovejas y palomas, con la presencia de los cambistas, Jesús reconoce que aquel lugar estaba poblado de idólatras, hombres dispuestos a servir al dinero en vez de a Dios. Detrás del dinero siempre está el ídolo –los ídolos son siempre de oro–, y los ídolos esclavizan. Esto nos llama la atención y nos hace pensar en cómo tratamos nuestros templos, nuestras iglesias; si de verdad son casa de Dios, casa de oración, de encuentro con el Señor; si los sacerdotes favorecen eso. O si se parecen a un mercado. Lo sé… algunas veces he visto –no aquí en Roma, sino en otra parte– una lista de precios. ¿Es que los Sacramentos se pagan? “No, es una ofrenda”. Pues si quieren dar una ofrenda –que deben darla–, que la echen en la hucha de las ofrendas, a escondidas, sin que nadie vea cuánto das. También hoy existe ese peligro: “Pero es que debemos mantener la Iglesia”. Sí, sí, sí, es verdad, pero que la mantengan los fieles en la hucha, no con una lista de precios.

Pensemos en ciertas celebraciones de Sacramentos o conmemorativas, donde vas y ves: y no sabes si la casa de Dios es un lugar de culto o un salón social. Algunas celebraciones rozan la mundanidad. Es verdad que las celebraciones deben ser bonitas –hermosas–, pero no mundanas, porque la mundanidad depende del dios dinero. Y es una idolatría. Esto nos hace pensar, y también a nosotros: ¿cómo es nuestro celo por nuestras iglesias, el respeto que tenemos allí, cuando entramos?

También lo vemos en la segunda lectura de hoy (1Cor 3,9c-11.16-17), donde dice que también el corazón de cada uno de nosotros representa un templo: el templo de Dios. Aun siendo conscientes de que todos somos pecadores, cada uno debería interrogar a su corazón para comprobar si es mundano e idólatra. Yo no pregunto cuál es tu pecado, mi pecado. Pregunto si hay dentro de ti un ídolo, si está el señor dinero. Porque cuando está el pecado está el Señor Dios misericordioso que perdona si vas a Él. Pero si está el otro señor –el dios dinero–, eres un idólatra, es decir, un corrupto: no ya un pecador, sino un corrupto. El meollo de la corrupción es precisamente una idolatría: es haber vendido el alma al dios dinero, al dios poder. Es un idólatra.

lunes, 27 de octubre de 2025

 

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS (CICLO C)


Celebramos hoy la conmemoración, la memoria, el recuerdo, de todos nuestros seres queridos difuntos. Queremos hoy como Iglesia, rezar por todos aquellos hermanos que ya han sido llamados por Dios, a estar en su presencia. Y podríamos decir, que este día es para nosotros, en primer lugar, como un día de recuerdo, un día de tristeza, un día en donde extrañamos la presencia física de aquellos que amamos. Pero también nos hemos reunido hoy para rezar por el eterno descanso de aquellos que ya partieron.

San Pablo nos dice: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él”.   Nuestros difuntos “viven con Cristo”, después de haber sido sepultados con Él en la muerte.  Para nuestros difuntos el tiempo de la prueba ha terminado, para pasar al tiempo de la recompensa.

Nosotros aún estamos en el tiempo de la prueba.  Durante la vida presente debemos llenar nuestras manos de obras buenas para merecer la recompensa de la vida eterna.  Jesús nos dice “Es preciso que yo haga las obras del que me envió mientras es de día; cuando la noche llega, ya nadie puede trabajar” (Jn 9, 4).  Aprovechemos el tiempo.  Mientras es de día, es decir, ahora es cuando se puede trabajar en la viña del Señor.  Con la muerte se acaba el tiempo de ganarnos la recompensa del cielo.

La muerte es una realidad que nos supera; la vemos rodeada de misterio. Una realidad que, lo queramos o no, nos lleva a pensar en Dios. Él es el único que puede iluminarnos para despejar este misterio, para dar sentido a esta realidad que, humanamente, no sabemos explicar. Ante el hecho de la muerte, nos preguntamos: ¿Dónde están los difuntos?; ¿qué pasa después de la muerte?; ¿volveremos de nuevo a la vida?; ¿existen el cielo y el infierno?; ¿qué valor tiene para nosotros la resurrección de Cristo?

El pensamiento de la muerte se ilumina con la muerte de Cristo.  Ya que Cristo murió y venció la muerte, asimismo nuestra muerte ha sido vencida por la victoria de Cristo sobre la muerte.  Cristo resucitó a la vida pasando por la muerte.  Nosotros también, como creyentes en Cristo estamos llamados a la resurrección y a la vida eterna a través de la muerte.  Para el hombre que muere con el alma en gracia la muerte es el momento del encuentro con Dios, es el principio de la vida que no tendrá fin.

Cristo murió por nosotros.  En Cristo brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección.  A pesar de la tristeza que nos causa la certeza de morir, tenemos el consuelo de la futura inmortalidad. La muerte es el paso de la vida terrena a la vida eterna. Después de la muerte comienza una eternidad de gloria para todas aquellas personas que, a pesar de su fragilidad y debilidad -propias de la condición humana-, amaron a Dios y cumplieron sus mandamientos.

Jesús, en su infinita misericordia, ha querido asociarse tanto al misterio de la humanidad, que ha querido ofrecer la vida por nosotros, y asociarse también al misterio del sufrimiento, de la muerte y del dolor, muriendo por todos. Y al contemplar a Jesús descubrimos que la muerte, no tiene la última palabra en la vida de aquellos que tenemos fe.

Dios nos ha creado para la vida, para la vida plena, para la vida resucitada, para compartir la gloria del cielo; como tantos, creemos hoy más que nunca, que nuestros seres queridos difuntos, asociados por la misericordia de Dios, al misterio de su cruz y de su muerte, también son asociados, por esa misma misericordia, a la Vida Nueva de la Resurrección.

Y hoy rezamos entonces, por los seres queridos difuntos, los que recordamos y también aquellos por los que nadie reza, para que estén gozando, de la plenitud, del gozo, de la vida eterna, del cielo, de la presencia para siempre junto a Dios.

Qué importante es que hoy también, todos nosotros, reunidos celebrando la Eucaristía, volvamos a creer aquello que proclamamos, cada vez que rezamos el credo, cuando decimos “creo en la comunión de los santos”. Creemos que nuestra vida se une  a la vida de aquellos, que ya viven para siempre juntos a Dios.

Pidámosle al Señor en este día que aumente nuestra fe. Que esa fe sea para nosotros siempre consuelo, fortaleza, esperanza, y que esa fe también en el día a día nos anime a vivir, sabiendo que el cielo, lo empezamos a vivir aquí en la tierra, cuando amamos, cuando perdonamos, cuando ayudamos, cuando hacemos el bien.

Que hoy el Señor nos conceda la gracia de redescubrir, ese llamado que recibimos el día de nuestro bautismo, yo no te llamo a la vida para que mueras, sino que te llamo a la vida, para que junto a mí, vivas eternamente.

lunes, 20 de octubre de 2025

 

XXX DOMINGO ORDINARIO (CICLO C)


La liturgia de este domingo nos muestra que Dios siente “debilidad” por los humildes, por los pobres y marginados y no por aquellos que se sienten seguros de sí mismo.

La 1ª lectura del libro del Eclesiástico  define a Dios como a un “juez justo”, que no se deja sobornar por las ofrendas de los poderosos que practican la injusticia con el prójimo.

Qué necesitados estamos de justicia, qué necesitados estamos de imparcialidad. Fácilmente somos juzgados con ligereza, con falta de rectitud. Se interpretan mal nuestras acciones, o no se aprecian en su debido valor.

Cuántos inocentes que son condenados y cuántos culpables que son absueltos. Y cuánto héroe desconocido, cuánto sacrificio oculto, cuánto genio incomprendido, cuanto santo menospreciado. Por eso consuela el pensar que Dios es justo e imparcial, un juez inteligente que no se deja llevar de las apariencias, que mide con exactitud las intenciones…

Cuántos que brillaron en la tierra quedarán apagados en el más allá. Y por el contrario, muchos que aquí pasaron desapercibidos brillarán eternamente como estrellas de primera magnitud… Esta realidad nos ha de mover a vivir de cara a Dios, libres del aplauso de los hombres, conscientes de que el juicio que realmente cuenta, el que será definitivo, no es el juicio de los hombres, sino el juicio de Dios.

Dios tiene debilidad y compasión por los pobres, por los débiles, por los oprimidos, por aquellos a los que el mundo no los toma en cuenta.  Dios los ama a todos ellos y no se olvida de ninguna injusticia cometida contra ellos, ni se olvida cuando violamos la dignidad de hijos de Dios.

La 2ª lectura de san Pablo a Timoteo es una invitación a vivir nuestra vida cristiana con entusiasmo, con entrega, con ánimo.

Ser cristiano, implica muchas veces renunciar a los falsos valores del mundo; implica ser incomprendido y, algunas veces, maltratado y difamado.

Sin embargo, aquel que elige a Cristo, no está sólo, aunque haya sido abandonado y traicionado por los amigos y conocidos; aunque seamos criticados por anunciar el evangelio, por vivir auténticamente nuestra fe, el Señor está a nuestro lado, nos da fuerza, nos anima y nos libra de todo mal. No nos olvidemos que no estamos solos.  Contamos con la fuerza de Dios.

En el Evangelio de san Lucas, Jesús confronta dos tipos de religiosidad que se dan en todas partes: la del fariseo que se cree bueno por lo que hace, pero desprecia y acusa a los demás, y la del publicano que se reconoce pecador  y se arrepiente ante Dios.

Hoy sigue habiendo fariseos.  Fariseo es aquel que se cree satisfecho de sí mismo y seguro de su valer.  Es el hombre que cree tener siempre la razón.  Es el que cree poseer en exclusividad la verdad y por eso juzga y condena a los demás.

El fariseo cree que no tiene que cambiar, no se arrepiente de nada, no se corrige. No se siente cómplice de ninguna injusticia. Por eso, exige siempre a los demás cambiar, renovarse y ser más justos, pero siempre los otros, él nunca.

Quizá sea éste uno de los males más graves de nuestra sociedad. Queremos cambiar las cosas. Lograr una sociedad más pacífica, más humana y más habitable. Queremos transformar la historia de los hombres y hacerla mejor. Pero, creemos que podemos cambiar la sociedad sin cambiar ninguno de nosotros, sin revisarnos ni corregir nada de cada uno de nosotros mismos.

Queremos paz y reconciliación y va creciendo en nosotros la actitud de resaltar los errores y defectos de los demás, olvidando u ocultando los propios y eso no es sólo cosa que hacen los políticos.

Queremos proclamar y defender la verdad y nuestras conversaciones están llenas de mentiras y palabras injustas que reparten condenas y siembran sospechas. Palabras dichas sin amor y sin respeto, que envenenan la convivencia y hacen daño.

Queremos una familia unida y en nuestras relaciones familiares no somos capaces de acercarnos unos a otros, de escucharnos, de respetarnos, de dialogar.

Todos podemos actuar como esos grupos a los que Jesús critica en su parábola porque “teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.

Todos somos pecadores, aunque sólo sea por nuestra pasividad o por nuestra indiferencia. Y todos debemos decir como el publicano: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’”

lunes, 13 de octubre de 2025

 

XXIX DOMINGO ORDINARIO (CICLO C)



La Palabra de Dios hoy nos invita a mantener una estrecha relación con Dios.  Hay que saber pedirle a Dios con insistencia por medio de la oración.

La 1ª lectura del libro del Éxodo, quiere ofrecernos, no tanto el detalle de una batalla de guerra, cuanto el hecho de que es Dios quien salva al pueblo elegido.

El éxito de nuestras luchas y preocupaciones, depende de la perseverancia (a pesar del cansancio) y de la solidaridad, ayudándonos unos a otros.
A Moisés, en su oración, se le doblan los brazos de cansancio, pero se sobrepone a ello ayudado por sus compañeros y alcanzan la victoria sobre sus enemigos.

Hay que entender que los brazos levantados son un signo de oración, de invocación a Dios. Así, pues, mientras el pueblo, a través de su intercesor Moisés, pone la confianza en Dios, obtiene lo que necesita. En cambio, cuando prescinde de Dios, todo va mal.


Es el ejemplo para nosotros hoy: no desanimarse en la lucha, aunque sintamos la tentación del cansancio en el orar, o no veamos los frutos de nuestros ruegos de modo inmediato. Insistir en la oración como Moisés lo hizo, y la victoria estará de nuestra parte.

En la 2ª lectura, de San Pablo a Timoteo, San Pablo exhorta a todos los sacerdotes, catequistas, educadores cristianos a que tengamos como base de nuestros trabajos, de nuestra acción pastoral y de nuestro compromiso la Sagrada Escritura.

En ocasiones parece como si nos sintiéramos desorientados en nuestras vidas; como si no supiéramos cómo actuar para hacerlo bien. Estamos presionados por las dudas.  San Pablo nos dice hoy que en nuestras dudas, prestemos atención a la Palabra de Dios, a las Sagradas Escrituras. En ellas encontraremos luz suficiente para actuar siempre en la línea de la fe cristiana.

La Palabra de Dios orienta nuestro proceder. Y no solamente debemos acudir a ella para encontrar la luz que nos oriente, sino que debemos proclamarla con decisión, con claridad y ejemplaridad.

Por ello debemos frecuentar la lectura, meditación, reflexión sobre la Palabra de Dios, pues esto es fundamental, imprescindible, tanto personalmente como en el servicio de la evangelización.  Si no conocemos la Palabra de Dios, no sabremos hablar de Dios. 

El evangelio de San Lucas nos ha presentado hoy la parábola del juez y la viuda.  Con esta parábola nos anima el Señor a ser perseverantes en la oración.

Hay una canción que dice: “cuando de nada nos sirve rezar”.  Y así piensan muchas gentes de hoy con respecto a la oración. Así han terminado sucumbiendo también grandes rezadores de todos los tiempos. Cuando la oración no parece eficaz; cuando nada sale como pedimos; cuando parece que Dios hace oídos sordos a nuestro clamor insistente; cuando empezamos a compararnos a quienes no rezan, en cómo les van las cosas; cuando nos duele que la injusticia parece triunfar sobre la verdad y que los débiles e indefensos continúan muriendo aplastados por la fuerza de los poderosos; cuando alguien nos acusa de que nos falta acción porque con la oración no resolvemos los problema, es entonces cuando debemos ser más perseverantes en la oración.  No debemos desanimarnos.

Debemos saber que Dios está siempre al otro lado, que siempre nos escucha, que se alegra cuando sus hijos queridos le presentan su oración en sus necesidades. ¿Resultados? No nos toca a nosotros valorarlos y muchas veces, ni siquiera verlos o recogerlos.

El desánimo y el desaliento, el abandono o el ir siempre apresurados no son propios del cristiano orante. Lo que pasa es que no nos conformamos con pedir ayuda a Dios, sino que hasta le decimos cómo y de qué manera queremos que nos ayude, y no le dejamos la libertad que le debemos.

Cuántas veces pedimos a Dios algo en concreto y no nos da eso, sino algo que no habíamos pedido.  Hay que aprovechar lo que Dios nos ha dado y no quedarnos lamentándonos por lo que hemos recibido;  quizá Dios quiere llevarnos por otro camino.  Es decir: si le pedimos a Dios patatas y nos da una lechuga, pues hagamos una ensalada; pero aprovecha y come.  Por ello es necesaria mucha fe para perseverar en la oración; es necesario no desfallecer en la oración e ir renunciando a nuestra propia voluntad para ir buscando siempre hacer la voluntad de Dios.

La oración constante nos unirá cada día más a Dios y a nuestros hermanos.

lunes, 6 de octubre de 2025

 

XXVIII DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)



Las lecturas de este domingo, nos dan una lección siempre actual: que hemos de saber dar gracias a Dios.  El amor de Dios es universal y hay que saber corresponder a ese amor con nuestra gratitud.

La 1ª  lectura del 2° Libro de los Reyes, nos recuerda la curación de Naamán de Siria, sanado de la lepra por el Profeta Eliseo.

Naamán, rey de Siria, estaba afectado de lepra. Ni sus curanderos ni sus sacerdotes habían podido curarlo. Pero uno de sus sirvientes había oído hablar de un profeta de Israel que obraba prodigios. El rey se presentó ante Eliseo, pero se sorprendió de su receta: lavarse siete veces en el Jordán. Pero no es el agua la que cura, sino la fe.

El rey recuperó la salud por obedecer la orden de Eliseo. Y con la salud recibió la fe en el Dios de Israel.    Naamán al recobrar la salud se encuentra con el Dios verdadero.  Encontrarse con Dios es el gran reto del hombre sobre la tierra. Quiera o no reconocerlo, así es. Encontrarse con Dios es, sobre todo, el gran reto para un cristiano que, por el hecho de serlo, no quiere decir que lo haya ya encontrado.

Podemos vivir toda una vida llamándonos cristianos y no haber descubierto de verdad a Dios, ni siquiera haberlo conocido. Por eso, hoy es un buen día para colocarnos al lado de Naamán y del leproso del evangelio y ponernos con ellos a los pies de Jesús y suplicarle que nos diga la frase más importante que podemos escuchar en nuestra vida: Vete. Tu fe te ha salvado.

La 2ª lectura de San Pablo a Timoteo, nos recordaba san Pablo que la Palabra de Dios no está encadenada. Tal vez nosotros tengamos que padecer mucho por la Palabra; mas no por eso nos quedaremos mudos, pues aún en medio de grandes tormentos hemos de proclamar el amor que Dios tiene a todos los suyos.  Y no importa que por el Evangelio tengamos que entregar nuestra vida; pues no es la muerte, sino la vida la que tendrá la última palabra en nosotros.  Seamos, pues, fieles a la Palabra de Dios.

El Evangelio de san Lucas En el Evangelio de san Lucas, Jesús se queja diciendo: “¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve?”

Esta queja de Jesús nos tiene que cuestionar a todos nosotros.  Mucha gente de hoy piensa más en sus derechos que en ser agradecidos.

En nuestra sociedad cada vez somos menos agradecidos, hoy todo lo aseguramos y hacemos las cosas por contrato.  Hoy todo se intercambia, se presta, se debe, se exige, es la ley del mercado.  Cada uno tiene lo que ha conseguido o ha ganado con su trabajo.  A nadie se le regala nada.  Los favores y regalos suelen ser interesados para alcanzar algo a cambio.

Todos luchamos por los derechos de la persona, pero hay una virtud por la que tendríamos que luchar y conquistar: la gratitud, el ser agradecidos.

Es la llamada de Jesús hoy, recordarnos que no podemos ser humanos sin ser agradecidos, sin dar las gracias por todo lo que recibimos en la vida: salud, inteligencia, amistad, amor.

Con frecuencia, los cristianos nos preocupamos más de cumplir los mandamientos que de darle gracias a Dios.  Vivimos compitiendo con los demás y nos olvidamos de darle gracias a Dios por el don de la vida que nos ha dado y por tantas otras cosas como Dios diariamente nos da.

Cuando somos agradecidos nos abrimos a las personas, nos relacionamos con ellas con confianza, sin prejuicios, sin rencores y se favorece el entendimiento humano.

Jesús siempre se manifestó agradecido en toda su vida.  Siempre que hacía un milagro o realizaba algo importante decía: “Te doy gracias Padre”.  Esta es la actitud de la persona humilde que sabe que nada puede hacer ella sola, que reconoce la ayuda de los demás con agradecimiento.

Pero hay muchas personas que van por la vida repitiendo que “yo no le debo nada a nadie”.  Estas personas no encuentran ningún motivo para ser agradecidos.  Incluso les cuesta orar alabando a Dios, dándole gracias.  Cuando llegan a rezar es sólo para pedirle a Dios, no para agradecerle nada.

Preguntémonos hoy: ¿Cuándo fue la última vez que expresamos agradecimientos a nuestros padres? ¿A tus hijos? ¿A tu marido, a tu mujer? ¿A Dios?

Si recordásemos los regalos recibidos con la misma intensidad que las ofensas recibidas, seriamos mucho más felices, y más justos con nosotros y con los demás. Para recordar los regalos recibidos hay solo un modo: ser agradecidos.  Jesús nos interpela hoy a todos. Seamos agradecidos.