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lunes, 1 de diciembre de 2025

 

II DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO A)



La liturgia de este segundo domingo de Adviento nos invita a convertirnos a la esperanza.  Tenemos que dejar atrás todos esos valores perecederos y egoístas, a los que a veces damos demasiada importancia, y realizar un cambio de mentalidad, de forma que los valores fundamentales que dirijan nuestra vida sean los valores del Reino de Dios.

El profeta Isaías (1ª lectura) ha empleado una imagen muy expresiva: de un tronco viejo que parecía seco –el tronco de Israel- brotará un renuevo, una rama nueva, llena de vida.  Esa rama nueva es el Mesías, el enviado de Dios que viene a nuestra historia para defender a los pobres, para hacer que reine la paz y la justicia entre todos.

Dios se ha hecho hombre para instaurar un mundo diferente.  Un mundo nuevo, un mundo distinto, en el que no sólo ya no habrá división, ni violencia, ni dolor entre los hombres, sino que incluso la naturaleza, los animales, el universo entero, vivirá en paz, y todo lo que tiene vida -hombres y animales- podrán compartir la misma armonía.

Este mundo nuevo, este mundo distinto que Dios desea, será un mundo en el que desaparecerá todo lo que rompe la paz de los hombres. Un mundo en el que no habrá lucha entre los hombres porque los hombres no estarán divididos entre ricos y pobres, entre dominadores y dominados, entre gente que puede hacer daño y gente maltratada. Y todavía más: un mundo del que habrá desaparecido del corazón de cada hombre, del corazón de todos los hombres, esa tendencia que todos tenemos de no pensar en los demás, de preocuparnos por quedar bien a costa de lo que sea, de hacer daño a los demás si eso nos conviene.

Este mundo que Dios quiere, nos puede resultar como un sueño extraño y difícil de llevarse a cabo.  Pero este sueño, este deseo de Dios es precisamente lo que la celebración de Adviento nos invita a creer y a esperar.

La 2ª lectura de San Pablo a los Romanos nos invita a formar una comunidad cristiana donde reine el amor, el compartir con los demás, la armonía, la acogida.  Sin embargo, muchas veces, nuestras comunidades cristianas están divididas, se critican los unos a los otros por la espalda, hay agresividad, se discriminan a ciertas personas; algunos se aferran al poder y hacen todo lo que sea para dominar a los demás.

Por eso, San Pablo nos propone hoy algo que, mientras se hace realidad ese mundo ideal que Dios quiere, nosotros podemos hacer: hay que acogernos unos a otros como Cristo nos acoge.  Sin tener en cuenta los gustos, las simpatías o antipatías de los demás. 

Hay que “tener los mismos sentimientos” de Cristo hacia los demás, a pesar de las diferencias que puedan existir.  Tenemos que llegar a ser una sola voz, contribuir a crear una sola comunidad donde todos los creyentes tengamos “una sola alma con un solo corazón”.  Esto es lo que nos pide Dios para que vayamos construyendo el Reino de Dios en este mundo.

El Evangelio de san Mateo nos presenta a Juan el Bautista invitándonos a la conversión.  La conversión, cambiar de vida, no es una tarea sencilla, ya que convertirse es cambiar de dirección, orientarse hacia Dios, lo cual supone que tenemos que acoger a Dios en nuestro corazón.  Y, ¿cómo podemos acoger a Dios si nuestro corazón está lleno de egoísmo, de orgullo, de preocupación por los bienes materiales?

Es necesario un cambio de mentalidad, de valores, de comportamientos, de actitudes, de palabras; es necesario despojarnos de todo lo que roba espacio al “Señor que viene”.

El Señor está llamando a la puerta de nuestro corazón y nos está tocando ya con su mano, invitándonos a caminar juntos, a mirar juntos hacia el mismo horizonte.

La conversión consiste en salir de nuestro aislamiento, dejar esa soledad egoísta en la que a menudo nos escondemos para que no nos moleste nadie y abrir nuestro corazón a Dios que llega a nuestra vida.

Hay un gran problema muy presente en muchos cristianos y es que no nos tomamos en serio a Dios cuando nos dice que nos quiere salvar, cuando nos dice que quiere compartir su vida con nosotros.  ¡Si fuésemos capaces de creerle!  ¡Si fuésemos capaces de comprender lo que significa vivir con Dios!  Ya no estar nunca solos, vivir en su presencia, dejar nuestro cansancio en sus manos y calmar nuestra sed de ternura en la fuente de su corazón. 

¡Si realmente empezásemos a mirar a las personas y al mundo como las mira Dios!  Quizás entonces empezaríamos a comprender que el amor y la bondad lo inundan todo, quizás entonces sentiríamos renacer en nosotros la alegría y la esperanza y nuestros ojos se iluminarían con el descubrimiento de que a pesar de todo, en este mundo nuestro, ha empezado a brillar ya la aurora de la salvación.

Hoy debemos hacer caso a Juan el Bautista que nos llama a la conversión, y empezar a ser generosos, humildes y pacíficos, acogedores y serviciales, sinceros y testigos de esperanza.  Hemos de convertirnos del pecado que anida en nuestro corazón, de nuestro egoísmo y soberbia, de la agresividad y violencia, de la mentira, del desamor, de sentirnos superiores a los demás.  Sin olvidarnos de los pecados de omisión: ¡Cuánto bien dejamos de hacer y cuánto testimonio dejamos de dar por cobardía, comodidad o flojedad!

Pidamos al Señor que sepamos dar verdaderos frutos de conversión con palabras y con hechos.