HOMILÍA PARA EL V DOMINGO DE PASCUA (CICLO B)
La liturgia de este quinto domingo de Pascua nos invita a
reflexionar sobre nuestra unión con Cristo y nos dice que sólo unidos a
Cristo podremos alcanzar la vida verdadera que Dios nos ha prometido.
La 1ª lectura de los Hechos de los Apóstoles, nos habla
de San Pablo. San Pablo era un
perseguidor de los cristianos, pero tiene una importante experiencia camino de
Damasco: se encuentra con Cristo resucitado. Este acontecimiento cambia radicalmente su
vida y de perseguidor de Jesús se convierte en un gran apóstol del Señor.
Para la comunidad cristiana no era fácil admitir a Pablo en
la Iglesia de entonces, no era fácil confiar en el que había sido un gran
enemigo y un fanático de los cristianos.
Sin embargo, la fuerza del Evangelio de perdonar y de amar se impone
para aceptar a Pablo como un nuevo cristiano y poder unirse a la comunidad
cristiana.
Nuestra vocación como cristianos no es seguir a Cristo
aisladamente, sino formando parte de una familia de hermanos que
compartimos la misma fe y que hacemos juntos el mismo camino del amor.
El cristiano no es un ser aislado, sino una persona que es
miembro de un cuerpo, el Cuerpo de Cristo, formando parte de una comunidad,
de la Iglesia. No se es cristiano
por libre, sino injertado en una comunidad.
Es en diálogo y compartiendo con los demás hermanos de la
comunidad como nuestra fe nace, crece y madura y es en la comunidad,
unidos por los lazos del amor y de la fraternidad, como nos realizamos
plenamente como cristianos.
La comunidad cristiana está formada por personas, personas
que tienen debilidades y fallas, pero también personas entregadas y que viven
en gracia de Dios. Por ello, en una
comunidad cristiana pueden surgir conflictos, tensiones porque podemos tener diferencias
entre unos y otros miembros de la comunidad, pero porque existan esas
diferencias, esto no nos puede servir de pretexto para abandonar la
comunidad y creer que podemos ir por la vida como cristianos en solitario.
La Iglesia es una comunidad formada por hombres y mujeres,
con debilidades y fragilidades, pero es, sobre todo una comunidad asistida,
conducida y guiada por el Espíritu Santo.
En la 2ª lectura de la primera carta de San Juan, se
nos pedía insistentemente que dejemos a un lado las buenas palabras y el
preocuparnos de nuestra buena imagen ya que nuestra vocación, a lo que nos
llama el Señor, nuestra meta, es amar de verdad y amar con obras.
La vida de un árbol se ve por sus frutos. Si realizamos obras de amor, si nuestros
gestos de bondad y de solidaridad transmiten alegría y esperanza, si nuestras
acciones hacen de nuestro mundo un mundo un poco mejor, es porque estamos en
comunión con Dios y la vida de Dios está en nosotros y si la vida de Dios
está en nosotros, esta vida se manifiesta no en palabras sino en gestos
concretos de amor.
El Evangelio de san Juan nos dice que Jesús es la vid
y nosotros los sarmientos. Si queremos
dar frutos tenemos que permanecer unidos a Él. Sin estar unidos a Cristo no podemos dar
frutos, no podemos sobrevivir como cristianos.
Hay momentos en nuestra vida en los que hemos intentado vivir
sin contar con Dios, sin estar unidos a Él, hemos pensado que podíamos
conseguirlo todo, sólo con nuestras propias fuerzas, pero la realidad es que sin
Dios no somos nada, sin Dios no podemos conseguir nada. Es el orgullo y la vanidad los que nos
hacen pensar que podemos prescindir de Dios y que todo lo podemos lograr por
nosotros mismos. Grave error pensar así.
Solamente unidos a Cristo podremos dar frutos y hay
que buscar dar buenos frutos. Una
tentación que podemos tener en la vida es cansarnos de ser buenos, cansarnos
de dedicarnos a hacer el bien. Este
cansancio nos puede llevar al desencanto ante tanta lucha y tan pocos
resultados, a abandonar los grandes ideales y los buenos proyectos; es un cansancio
que nos conduce a la flojera, cobardía y a la apatía.
Por ello, cada día tenemos que esforzarnos por “dar
frutos”, por trabajar con empeño. El
mundo, la Iglesia, la familia, las personas que más quieres necesitan de ti, de
tus frutos. No puedes dejar de dar
frutos porque si no moriremos espiritualmente.
Dar frutos es una exigencia para todo cristianos que vive
unido a Cristo. No nos convirtamos en “sarmientos
secos”, es decir en personas que un día nos comprometimos con Cristo, pero
después lo dejamos de seguir. Quitemos
de nuestra vida esos obstáculos que nos impiden estar unidos al Señor y que la
vida de Cristo circule en nosotros.
No pretendamos ser felices solo con nuestro esfuerzo, sin
Cristo. Dios necesita nuestro esfuerzo
para hacernos felices, pero nosotros necesitamos a Dios para alcanzar la
plenitud de vida.