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lunes, 28 de diciembre de 2020

 

SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS

Este día la Iglesia celebra la solemnidad litúrgica de Santa María, Madre de Dios; pero también es la octava de Navidad y la fiesta de la circuncisión de Jesús, cuando le impusieron su nombre. La liturgia no puede dejar de tener en cuenta que hoy también es el primer día del año civil y la Jornada Mundial de la Paz.

Uno de los principios cardinales sobre los que gira la vida cristiana consiste en que “Dios comienza siempre de nuevo”.  Con Dios todo puede comenzar de nuevo. Hoy también. Ahora también. Por eso es bueno comenzar el año nuevo con voluntad de renovación.  

Hoy también deberíamos de agradecerle a Dios la vida que nos ha concedido y que nos sigue conservando para poder comenzar un año más en nuestra existencia.

Dios nos va a acompañar en nuestro caminar a lo largo de estos 12 meses y nos va a sostener y ayudar en las dificultades y en los obstáculos que podamos tener.  Nos va a dar el ánimo necesario para seguir adelante, para que no caigamos y nos hundamos; nos va a ofrecer su perdón y su reconciliación, nos va a seguir diciendo que nos ama y que desea que seamos inmensamente felices en esta vida y, definitivamente, en la del más allá.  Por ello hemos comenzado el año escuchando una especial bendición de Dios.  La 1ª lectura, del libro de los Número, nos la recordaba esa bendición de Dios y la presencia continua de Dios en el transcurso de nuestros días.

Dios va a ser nuestro compañero de camino y de fatigas a lo largo de todo este año; se va a alegrar con nuestras alegrías; se va a gozar con nuestros éxitos; le va a doler nuestros sufrimientos y va a compartir nuestras preocupaciones.

Pero hoy también al comenzar este año nuevo lo hacemos recordando y celebrando a Santa María, Madre de Dios.

La maternidad había sido siempre considerada como una bendición de Dios hacia la mujer y su marido.  En la época de Jesús, y en muchas sociedades posteriores ha significado la maternidad una bendición de Dios.  Para un cristiano así debe ser también.  Sin embargo, lamentablemente hoy la maternidad es considerada por muchas mujeres como un freno, como una condición negativa que coarta su libertad y su desarrollo humano.  Algunas mujeres ven la maternidad como algo rechazable, en vez de verlo como una bendición de Dios.  María, por el contrario, aceptó ser madre, aceptó libremente llevar a cabo los planes de Dios para salvar a este mundo.

 

II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD

Este domingo es un eco de la fiesta de la Natividad del Señor.

La 1ª lectura del libro del Eclesiástico nos ha hablado hoy de cómo la sabiduría en persona canta a sus propias excelencias.  

Antes de manifestarse a los hombres, la sabiduría preexistía ya junto a Dios, se identifica por una parte con la palabra de Dios, presentada en forma de persona, y por otra como una niebla que cubre la tierra, a la manera del espíritu que cubra la superficie del caos al comienzo de la creación.

La lectura de hoy nos habla de la Sabiduría con mayúsculas; no de la del hombre, sino la de Dios.  Es todo un himno del papel que tiene la sabiduría en las relaciones de Dios con el mundo y con los hombres.

Nosotros, debemos vivir de acuerdo a la sabiduría divina, es decir, vivir de acuerdo a los valores más fundamentales de la vida, con un comportamiento justo, honrado y humanista; en definitiva eso es vivir con sabiduría.

La 2ª lectura de san Pablo a los Efesios, nos hace ver que Dios, desde siempre, nos ha contemplado a nosotros, desde su Hijo.  Dios mira a la humanidad desde su Hijo y por eso no nos ha condenado, ni nos condenará jamás a la ignominia.

Dios tiene que ser bendecido por nosotros porque previamente Dios ha derramado sobre la humanidad, toda clase de bendiciones espirituales.

El Evangelio de san Juan, nos dice lo que es Dios, lo que es Jesucristo y lo que es el hecho de la Encarnación con esa expresión tan inaudita: “el Verso se hizo carne y habitó entre nosotros” La encarnación se expresa mediante lo más profundo que Dios tiene: su Palabra.

“Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo” (Jn 3,16). Toda la historia de la humanidad, reflejada en la historia de Israel, es una historia de salvación. Con el envío de su Hijo, Dios nos hace el regalo supremo de su Palabra definitiva. Él es su “última Palabra”. “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Puso su tienda entre nosotros, como un vecino más, como un hermano más.

Decimos en el Credo: “Por nosotros… se hizo hombre”. Cuando pronunciamos este “por nosotros”, no hemos de entenderlo como referido a una humanidad abstracta, que no existe, sino a cada uno. Hemos de decir: se encarnó por mí, se hizo hombre por mí, para hacerse solidario conmigo, para hacerse mi hermano, mi amigo, mi compañero de viaje. Él pronuncia el nombre de cada persona y piensa en cada uno al verificar el milagro de amor y generosidad de “plantar su tienda entre nosotros”.

Frente a la incomprensible generosidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu, san Juan nos presenta el reverso del misterio: el rechazo por parte de su pueblo: “Vino a su casa, pero los suyos no lo recibieron” 

Si Dios hubiera venido como Dios ¿quién no lo hubiera recibido? Si el Mesías se hubiera presentado en plan Mesías, ¿quién lo hubiera despreciado? El problema es que no se le conoció. Sabemos la vida de Jesús. Sabemos que no se pareció en nada al Mesías esperado. Sabemos que resultaba desconcertante: que el mismo Juan Bautista llegó a dudar de él… Problema pues de ceguera. Pero problema también de corazón.  Sólo un puñado de “pobres de Yahvé”, el pequeño resto, los sencillos de corazón, lo reconocen y lo escuchan.

Hoy, la actitud más frecuente con respecto a Jesús no es el rechazo, sino la indiferencia. Se le da un asentimiento teórico, pero se vive al margen de su mensaje. Incluso muchos “cristianos” ignoran su Palabra. Se “aceptan” dogmas como verdades indispensables, se “cumplen” normas y se “reciben” ritos, pero no se vive pendiente de su Palabra ni en realidad se le sigue.

Con respecto a la Palabra de Dios, los hombres de hoy tenemos mayor responsabilidad que los judíos, porque tenemos mayor facilidad de acceso y comprensión. Nosotros tenemos todas las facilidades. Sabemos que quien nos habla es el mismísimo Hijo de Dios. Y ¡nos es tan fácil escucharlo!  

Nos duele, y lo consideramos una insensatez, que hijos, nietos o sobrinos no quieran escucharnos y aprovechar la riqueza de nuestra ciencia y de nuestra experiencia. ¿Cuál es la gravedad de nuestra insensatez si no nos acercamos a escuchar la Palabra del mismísimo Dios? ¿La escucho de verdad? Un cristiano tiene que ser un “oyente de la Palabra”. “Mi madre y mis hermanos son -afirma Jesús- los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen en práctica” 

Jesús no ha venido sólo a ofrecernos asombrosas orientaciones para nuestra vida. Los ángeles no cantan: os ha nacido un legislador, sino “os ha nacido un Salvador, Emmanuel” (Dios con nosotros). Jesús se revela como “la fuerza de nuestra fuerza y la fuerza de nuestra debilidad”

Jesús nos dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.  Y asegura: “Sin mí no podéis hacer nada”, pero con Él podemos decir: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”.

 

EPIFANIA DEL SEÑOR

Estamos celebrando la fiesta de la Epifanía o manifestación del Señor a todos los hombres y a todos los pueblos de la tierra, representados por estos tres personajes misteriosos que son los Magos.

Los Magos representan a la humanidad y, por tanto, cualquier pueblo, cualquier hombre o mujer de buena voluntad, que busque sinceramente el bien, la justicia y la paz puede verse representado en ellos. Son todos los que buscan la verdad y el amor, los que guiados por ese anhelo, como si fuera una estrella, encontraremos a Jesús y le podremos ofrecer lo mejor de nosotros mismos, porque reconocemos en Él al mismo Dios hecho hombre.

Celebrar la Epifanía significa que la Iglesia tiene una dimensión universal, que toda la humanidad, que toda la familia humana es sujeto de la salvación de Dios.  Todos los hombres de buena voluntad, estamos llamados a la salvación.

Al principio de su búsqueda, estos Magos siguen la estrella buscando algo, pero más tarde se dan cuenta que no es algo lo que busca sino a alguien y ese alguien es Jesús.  Y vemos como estos sabios, investigadores del universo, terminan de rodillas ante el Niño Jesús adorándolo.

Adorar a Dios es reconocer el misterio de amor que nos supera, nos envuelve y se nos da gratis, es valorar el don recibido de la fe y sentirse agradecidos con Dios.

Ante un Dios del que no sólo sabemos sino que diariamente lo experimentamos como amor, no cabe otra cosa más que adorarlo y darle gracias.  Por eso, cuando en nuestra vida experimentemos problemas y las tinieblas se apoderen de nosotros; cuando ni siquiera sintamos deseos por hacer oración, ni por estar en la presencia del Señor, levantemos nuestras cabezas hacia el cielo, pues por encima de lo que somos, de lo que nos suceda o hacemos, está el amor de Dios que nos da fortaleza y nos da esperanza para vivir en positivo: siempre habrá una estrella, una señal de Dios que nos guía hacia la felicidad, hacia el bien, y aunque a veces, se nos oculte esa estrella, esa señal de Dios, siempre volverá de nuevo a aparecer en nuestra vida para guiarnos y conducirnos a la felicidad verdadera.

Los magos nos enseñan a buscar, a no estancarnos en lo que conocemos o en lo que vivimos, nos enseñan a buscar esa estrella capaz de iluminar y guiar nuestra vida.  Y esto nos hace preguntarnos a nosotros si realmente buscamos las respuestas a la vida dejándonos iluminar y guiar por Dios, o nos conformamos con las que otros nos dan.

Los magos nos enseñan a ir al encuentro del Señor no como simples espectadores sino cargados con nuestros regalos: el oro, el incienso y la mirra representan lo más valioso que tenemos, es decir, nosotros mismos.  Nosotros mismos debemos ser el mejor regalo que le ofrezcamos al Niño Dios.

El hombre, como los Magos debe ser un buscador de Dios, un peregrino al encuentro de Dios.  Ante Jesús no podemos permanecer indiferentes: o lo aceptamos o lo rechazamos

¡Qué gran lección nos dan los Magos!  Ellos no quieren darle la espalda a Dios.  Nosotros queremos, muchas veces, un Dios a nuestro capricho, a nuestro servicio y antojo.  Pero, somos nosotros los que debemos ir hasta Dios, somos nosotros los que debemos trabajar por nuestra Iglesia, somos nosotros los que debemos buscar y adorar a Dios.

Hemos de buscar a Dios para ofrecerle el oro de nuestra vida, una vida que debe ser una entrega diaria al señor, una vida renovada por la gracia; el incienso del testimonio de nuestra fe, de nuestra oración y nuestro compromiso evangelizador y la mirra del sacrificio, de la aceptación paciente de trabajos, sufrimientos y dificultades en nuestra vida y de la valentía cristiana.

En el evangelio, aparece también la figura de Herodes. Herodes representa al hombre que no quiere estar en gracia, que no le interesa la Palabra de Dios. Tenemos que darnos cuenta que hay muchos “Herodes” en nuestra vida, esos “Herodes” que son los falsos dioses.  Existe la idolatría de quien rechaza a Dios para servir a los ídolos.  Pero la idolatría peor es aquella de quien habiendo encontrado a Dios, convive con ídolos y no adora al único y verdadero Dios.  

Siempre existe el riesgo de perder la fe por la superficialidad, el cansancio en la búsqueda, la comodidad, la vanidad o por llenar nuestro corazón con los dioses del poder, del tener y del placer.

Los Magos, al ver la estrella se pusieron en camino.  Nosotros también tenemos que ponernos en camino.  Ponerse en camino puede significar hoy para nosotros, recuperar el interés por nuestra fe, buscar nuestra formación, la participación asidua en los sacramentos y en la vida de la comunidad.

En esta eucaristía presentemos al Señor nuestras vidas como el mejor regalo que podemos ofrecerle, para que Él la transforme y nos haga testigos de su presencia en el mundo.

sábado, 26 de diciembre de 2020

SAGRADA FAMILIA

El montaje comercial ha establecido un “día de la madre”, un “día del padre” y un “día del niño”.  La Iglesia nos propone, en este domingo dentro de la octava de Navidad, el “día de la madre, el padre y los niños”, o sea el día de la familia.  Por eso celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia.  Dios quiso que su hijo naciera y viviera durante años en una familia.

En la familia encontramos las condiciones más aptas para iniciar la vida y formar la personalidad. Si los papás viven con amor, entonces la familia es la mejor escuela para la vida y la formación de los hijos.   Son los papás, los transmisores de la vida, quienes ofrecen a sus hijos la ayuda necesaria para que éstos puedan crecer tanto física como espiritualmente.

Hoy se están dando grandes cambios en la sociedad que afecta directamente a la familia y se insiste fuertemente en una pérdida o confusión de los valores morales tradicionales, culturales y religiosos que propician la desintegración familiar.

Hoy se discute sobre cómo debe ser la familia.  Las nuevas costumbres y las modas que vivimos en nuestra sociedad hacen que afecte a la familia y por eso encontramos muchísimas personas que viven en pareja de hecho o sin el sacramento del matrimonio. Los divorcios y el erotismo que viven nuestros jóvenes son causa de esa pérdida del sentido de la familia.  Vemos también el poco entendimiento que hay entre padres e hijos, causando esto una ruptura entre generaciones; vemos también el olvido de los ancianos; el trabajo profesional de la mujer con su mayor ausencia obligada del hogar.  Existen hoy instituciones públicas y privadas que desempeñan las funciones de la familia: cuidado de los niños y su educación.  Algunos padres se sienten liberados así de tener que educar a sus hijos y piensan que esta función le corresponde a la escuela, al gobierno o a la Iglesia.

De todos estos problemas que afectan a la familia, uno de los más importantes es el trabajo profesional de la mujer, sin duda alguna legítimo y aún necesario, pero que de hecho las aleja largas horas del hogar.  Todos sabemos que el papel de la mamá es muy necesario para la formación y afianzamiento de la personalidad de los hijos. Resulta preocupante que en muchas familias los niños no encuentran en su hogar más educador que la televisión o el ordenador a través del cual buscan información, no siempre la mejor ni la más acertada, sin presencia ni ayuda pedagógica alguna. Todo esto y otras situaciones, afectan hoy a la familia.

Hemos de aceptar el papel fundamental de la familia como educadora, transmisora de valores, necesarios para consolidar la personalidad de las personas y la moral en una sociedad. Es un verdadero don el que los hijos hayan tenido unos padres dispuestos al dialogo con ellos.  No hay grupo alguno, ni grupo social mejor dotado que la familia para trasmitir los criterios, las ideas, los valores fundamentales en los que apoyar la vida personal y social de los hijos.

Qué decir de la religiosidad. La familia, que es un lugar de importancia decisiva para el afianzamiento cultural de la persona, lo es también para la iniciación en la religiosidad. La familia puede ofrecer al niño la apertura a la fe en un clima de afecto y confianza, difícil de encontrar en otro grupo. En el hogar el niño puede captar conductas, valores, símbolos, experiencias religiosas, con afecto, que es el modo más convincente y humano, en una proximidad personal en la que no cabe engaño. Si falla esto en la familia, qué difícil que los niños se abran a la fe, a pesar de la instrucción religiosa de la catequesis.

Es un don que el niño haya podido tener unos padres creyentes, a los que haya visto orar, leer con frecuencia el evangelio, tomar decisiones serias en la vida por sus convicciones religiosas. Es un verdadero don el percibir la presencia de Dios como algo valioso, porque esto hará que en los hijos se vayan despertando el sentido de Dios.

Cada familia ha de encontrar su estilo de orar y dialogar en casa: junto al niño pequeño y junto al adolescente, junto al joven y junto al adulto. Acertar a buscar el momento en el que juntos acudan a Dios, manifestando agradecimiento por la vida, por lo que tenemos y nos da, proclamando la alegría y confianza de vivir en su presencia, encontrando en Él seguridad, confianza, alegría en el vivir.

Todo esto no se puede conseguir sin amor. Sin el amor nada ni nadie puede constituir a la familia en lo que debe ser: espacio humano de encuentro y diálogo, comunión de vida, estructura de promoción liberadora, lugar de realización personal de los esposos y de los hijos. 

Si muere el amor, todo está perdido; entonces la familia y la casa no es más que un hotel, un dormitorio y un encierro para todos: marido y mujer, padres e hijos.  El amor es la base y el fundamento del hogar, es la única posibilidad de vida, felicidad y progreso personal entre los miembros de la familia. 

Que esta eucaristía, celebrada en estos días en los que conmemoramos el Nacimiento de Jesús, nos ayude a enriquecer nuestras familias en afecto, confianza, fidelidad entre todos los que la integran, en la fe y también en el respeto hacia todos los que se esfuerzan en vivir en familia.

 


lunes, 14 de diciembre de 2020

IV DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO B) 

Llegamos al final del Adviento. Hemos completado la iluminación del altar con la cuarta vela de nuestra corona.  A lo largo de tres semanas, la Iglesia ha querido prepararnos para la venida de Jesús en la Navidad y para su venida definitiva al final de los tiempos. 


La Navidad no se improvisa, hay que prepararla. La Navidad no puede reducirse a preparativos ambientales de nacimientos, árboles, villancicos, luces, comidas, etc. Es también necesaria una preparación interior este es el sentido y la finalidad del Adviento que estamos concluyendo.


La 1ª lectura del segundo libro de Samuel nos ha relatado cómo el rey David, que sabe que todo lo que es y todo lo que tiene se lo debe a Dios, quiere construir un templo para Dios. El rey David decía: “yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda”. 


El profeta Natán le hace ver a David que esa no es la voluntad de Dios, que eso no es lo que Dios quiere.  Dios no quiere templos ostentosos, sino que para Él la mejor morada es la persona humana misma.  Dios quiere habitar con su pueblo, ser Dios con nosotros.  Cada cristiano, en la medida que acoge a Dios en su interior, se convierte en templo de Dios.  


¿Qué acogida encuentra Cristo en nuestro corazón y en nuestra vida?


La 2ª lectura, de San Pablo a los romanos, nos dice que Dios tiene un plan de salvación que ofrecer a los hombres.


Dios se preocupa por nosotros y Dios nos ama, y ese amor no es un amor pasajero, sino que forma parte del ser de Dios y está siempre en la mente de Dios amarnos a todos sus hijos.  Por ello no olvidemos esto: no  somos seres abandonados a nuestra suerte, perdidos y a la deriva en un universo sin fin; sino que somos seres amados de Dios, personas únicas e irrepetibles que Dios conduce con amor a lo largo del camino de la historia y Dios tiene un proyecto eterno de vida plena, de fidelidad total, de salvación. 


Prepararnos para la Navidad significa preparar nuestro corazón para acoger a Jesús, para aceptar sus valores, para comprender su manera de vivir, para adherirse al proyecto de salvación que, a través de Él, Dios Padre nos propone.


El Evangelio de san Lucas nos ha narrado la Anunciación a María.


De María debemos aprender las actitudes básicas que tenemos que tener para poder encontrarnos con el Señor.  La primera actitud es la fe.  Fe, es decir, confianza en Dios, confianza en que Dios cumplirá sus promesas de salvarnos, aunque nosotros no comprendamos, a veces, los caminos y los métodos de Dios.


La segunda actitud a imitar de María es la esperanza.  Esperanza de que el mundo y nosotros mismos a pesar de nuestras debilidades y errores, nos dirigimos hacia el encuentro definitivo con Dios.  Y en tercer lugar, hemos de aprender de María la disponibilidad.  La disponibilidad que se desprende de esas palabras de María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.  Hemos de estar disponibles para que Dios haga de nosotros lo que quiera, para aceptar sus indicaciones para nuestra vida.  En una palabra disponibilidad para tomar a Dios en serio, y dejar que Él sea el centro de nuestra vida.


Hemos de aprender también de María a aceptar los planes de Dios.  Gracias a María, el Hijo de Dios se hizo hombre y vino a cambiar el sentido de nuestro mundo.  Vino a construir el Reino de Dios entre los hombres, a decirnos que la humanidad puede y debe vivir en convivencia de paz, de justicia, de libertad, que podemos formar una humanidad de verdaderos hermanos.  Este es el proyecto que Dios quiere para nuestro mundo, para nuestra sociedad.


María nos enseña también a vivir la vida, la vida de cada día optando por hacer el bien, porque a esto nos llama Dios, a vivir comprometidos cada día haciendo todo el bien que podamos.


Gracias a María, Jesús entró en nuestra historia, se hizo el Dios con nosotros, y esto no es un cuento.  Esta es la gran verdad que nos recuerda la Navidad, a pesar de que muchas personas se olvidan de esta gran verdad de la Navidad.  Dios se hace hombre, para acompañarnos en la vida y para que vayamos realizando en nuestra vida la construcción del Reino de Dios, un reino de justicia, paz y libertad.  Para esto se hace hombre.


La gran noticia para la Navidad es que Jesús nos da la oportunidad a todos de poder ser y vivir como verdaderos hermanos entre nosotros, ser los hijos de Dios.  Esta es la gran noticia, la gran alegría que se le comunica hoy a María, porque nos nace el Salvador.


Alegrémonos hoy con María y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad que a lo largo de los siglos han dejado que Dios naciese en su corazón.  


Que María nos ayude a todos a vivir estas fiestas de Navidad con alegría porque, como ella, preparamos nuestro corazón para que pueda nacer en nosotros nuestro Mesías, nuestro Salvador.


lunes, 7 de diciembre de 2020

 

III DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO B)

El tercer domingo de Adviento se llama “Gaudete”, es decir domingo de la alegría.  La alegría es el gran signo de Dios.  La alegría es parte de una Iglesia que confía en Dios, que mira compasiva a los necesitados, que celebra la vida y que apuesta por ser signo de un Niño que seguirá transformando corazones y renovando la humanidad.

El profeta Isaías, en la 1ª lectura, nos recuerda su vocación y la misión que Dios le ha encomendado. Ha sido “ungido”, es decir consagrado para una extraordinaria aventura: llevar el gozo, la alegría a quienes carecen de ella.

Dios cumple sus promesas y esta es la señal: los pobres reciben la Buena Noticia.  Esto quiere decir que Dios cura los corazones rotos¡hay tanto desamor en nuestro mundo!; proclama el perdón a los cautivos, la libertad a los prisioneros: ¡cuántas esclavitudes nos domina!  Dios viene a dignificar a todos los seres humanos: ¡no basta con ayudar al pobre, sino que debemos hacer de él un hombre digno!

Dios pregona el año de gracia del Señor: ¡Sólo es posible que la gracia llegue a todos si eliminamos la pobreza y sus causas injustas!  Es decir tenemos que trabajar por un nuevo orden internacional donde el hombre deje de ser explotado por el propio hombre.

Hoy seguimos, como en épocas pasadas, excluyendo a una parte importante de la población mundial del derecho a una vida digna.  La falta de justicia se manifiesta como una constante a lo largo de la historia y hoy se justifica esa falta de justicia mediante una sutil manipulación de las fuentes de información.  La exclusión, la pobreza, no sólo no disminuyen sino que van adoptado nuevas formas y se propagan con mayor velocidad. 

Por eso el hombre necesita urgentemente un Salvador, pero un salvador que sea hombre entero y verdadero, pero que sea también un Dios. Necesita un Salvador que aporte luz a sus pasos inciertos, que lo cure de muchas enfermedades, que le dé razones para vivir, que le enseñe lo que es la vida, que entone el himno de la libertad y de la alegría. Un Salvador que nos diga dónde está la verdad del hombre y de Dios. Este Salvador es Jesús.

San Pablo, en su carta a los Tesalonicenses, nos habla de la alegría. 

No parece fácil mantener un ritmo de alegría y gozo en estos tiempos nuestros marcados por el desencanto, el desengaño y el pesimismo.

Podríamos preguntarnos: ¿Podemos hoy vivir alegres? ¿Tenemos derecho a estar alegres? Cuando pensamos en los problemas que nos rodean, cuando experimentamos la crisis económica y la inseguridad, cuando ha muerto una persona querida… ¿podemos estar alegres? Cuando muchas personas mueren de hambre, cuando muchos pueblos están en guerra, cuando es pisoteada la dignidad de tantas personas… ¿podemos estar alegres? Con todo, san Pablo nos ha dicho hoy: Estad siempre alegres”.  Esto significa que la alegría es posible. Los cristianos debemos reivindicar la alegría, porque creemos y tenemos esperanza. Los problemas que he dicho al principio son reales, existen de veras. Pero no nos podemos resignar a quedarnos sin hacer nada. Debemos aportar una solución.

En medio de los problemas podemos experimentar la alegría, porque el mundo puede cambiar. Armados con la fe, la esperanza y la alegría, podemos hacer mucho más de lo que podemos imaginar.

El Evangelio de san Juan nos presenta la figura humilde y sincera de Juan el Bautista.

Juan es obligado a decir quién es y él responde: “Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”. 

Hoy en día hay muchas voces que gritan por todas partes: en los mercados, en las plazas, en las calles, en los periódicos, en la televisión, etc.  Son voces que nos obligan a comprar, a protestar, a aceptar ciertas mentiras, a hacernos más egoístas e insolidarios.  Son voces que nos hablan de guerras, violencia, placer, etc.  Sin embargo, la voz de Juan es única: “Allanad el camino del Señor”.  Con esto nos dice Juan que por otros caminos no encontraremos a Dios.

Nuestro testimonio como cristianos es ser en medio de este mundo una voz diversa.  Una voz que denuncia aquellos caminos que no conducen a Dios, esos caminos que son el egoísmo, el engaño, la mentira, la injusticia,  esos caminos no nos llevan a Dios.

Juan, una vez que se ha definido como la voz, también aclara los equívocos sobre su persona, él no es el Mesías, el Mesías es otro que viene detrás de él.  Juan es simplemente un testigo.

Juan es el testigo que Jesús ha querido enviar, y Jesús quiere seguir enviando testigos a nuestro mundo. Dispongámonos para serlo también nosotros, para ser su voz y su luz, y como hemos oído al Bautista, “allanemos el camino” para que nos resulte más fácil recibir internamente el Espíritu que Jesús nos quiere comunicar y llegar a sentir la experiencia gozosa de su presencia.

Alegrémonos en este domingo en el Señor, porque Él está en medio de nosotros y nos invita a ser más humanos, más fraternos, más solidarios, para así poder celebrar una Navidad más cristiana.

lunes, 30 de noviembre de 2020

 

II DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO B)

Hoy celebramos el segundo domingo de Adviento.  Las lecturas que hemos escuchado hoy nos ayudan a descubrir los obstáculos con los que vamos tropezando en nuestra vida diaria, en nuestro caminar hacia Dios, y, a la vez nos ofrecen esperanza para convertir nuestro corazón a Dios y vivir en justicia y paz.

La 1ª lectura, el profeta Isaías nos habla del don de la Consolación de Dios hacia su pueblo.  Dios, a pesar de los pecados del pueblo, permanece fiel. 

Dios no nos ha abandonado ni nos ha olvidado.  Hoy podemos sentirnos hundidos y fracasados porque la violencia y el terrorismo llenan de sangre y sufrimiento la vida de tantas personas o porque los pobres y lo débiles son olvidados y no son tenidos en cuenta, o porque la sociedad global se construye con egoísmo, con indiferencia.  Sin embargo Dios es fiel a los compromisos con nosotros sus hijos, Dios no está al margen de lo que nos ocurre. 

En nuestros días quedan muchas barreras por derribar y muchos obstáculos por superar para que el pueblo de Dios pueda vivir tranquilamente en su casa, en medio de un mundo pacífico, unido y fraterno. Un mundo en el que los más pequeños sean los más queridos, y las relaciones humanas pasen por el corazón más que por las armas. Muchas veces, la tarea parece imposible, pero no es imposible, porque sabemos que Dios viene a consolarnos.

Dios nunca nos ha abandonado, somos nosotros los que nos alejamos del calor y del cariño de Dios, por eso la primera lectura de hoy nos invita a volver a casa, porque Dios quiere caminar con nosotros, para ello enderecemos todo lo torcido que haya en nuestra vida, igualemos todo lo que nos hace crear diferencias entre los seres humanos, todos somos iguales, y entonces, Dios mismo acompañará nuestro regreso a casa.

San Pedro, en la 2ª lectura, responde a los incrédulos que no creen en la segunda venida del Señor.

Si Dios tarda, no es porque le cueste mucho cumplir lo que promete. Es porque tiene misericordia y da tiempo a los que necesitan tiempo para convertirse.

Dios es grande y su misericordia infinita, su amor a los hombres inagotable. Lo que a nosotros nos parece tardanza no es otra cosa que paciencia y misericordia con los pecadores, pues “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.

Sin embargo, los hombres no debemos abusar de tanta misericordia y perder el tiempo que Dios nos da para convertirnos. Pues lo cierto es que el día del Señor llegará cuando menos se piense, repentinamente, como llega un ladrón sin dar aviso. Hay que vigilar en todo momento.

El evangelio de San Marcos nos pone la figura de Juan el Bautista.  Desde la austeridad, la justicia y la honradez, Juan se dirige a sus contemporáneos y les anuncia que la llegada de Dios está muy cercana.

Para ello, nos invita a preparar el camino para el Señor.  Esto significa optar por un modo nuevo de vivir como personas, como el Señor quiere, y para ello hay que convertirse. 

La conversión no es invitación para dejar nuestra vida y tomar la de otros.  La conversión que Dios quiere es que seamos sus hijos, que vivamos como hermanos entre nosotros. Dios nos ha dado la posibilidad de disfrutar de lo bueno y lo bello, de que hagamos el bien, nos ha hecho capaces de amar y nos ha dado el dominio del mundo, pero ¿estará Él conforme de cómo lo hacemos, de cómo lo llevamos entre nuestras manos?

Por eso grabemos hoy con claridad en nuestra mente lo que significa conversión.  La llamada a la conversión es una llamada que viene del Dios que nos ama, que quiere nuestro bien. La conversión consiste ante todo en que echemos una mirada a nuestro interior para descubrir cuales son de verdad nuestros deseos, nuestra voluntad y purificarlos ante el criterio del amor. Lo que Dios quiere y desea de cada uno de nosotros es que amemos.

Hemos de convertirnos de nuestro egoísmo y nuestra superioridad, de la agresividad y violencia, de la mentira y del desamor, del pecado que se aloja en nuestro corazón, para empezar a ser generosos, humildes y pacíficos, acogedores y serviciales, sinceros y testigos de esperanza. Sin olvidar los pecados de omisión: ¡cuánto bien dejamos de hacer y cuánto testimonio dejamos de dar por cobardía, comodidad o descuido!

La figura de Juan el Bautista nos recuerda en este tiempo de Adviento, que todo creyente, si lo es de verdad, estamos llamados a acercarnos a Jesús, a reflexionar ante Él en nuestra propia vida. A tratar de vivir el camino verdadero que nos lleve a ser lo que Dios espera de cada uno y a dar testimonio, ser luz y testigos de Jesús, de su palabra, de sus valores ante nuestros hermanos.

Así nos iremos convirtiendo y prepararemos el camino del Señor como nos pide el Bautista, para que esta Navidad, el Señor pueda entrar en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestra historia y en nuestro mundo.

lunes, 23 de noviembre de 2020

I DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO B)

Hoy estamos comenzando un nuevo año litúrgico.  Comenzamos el tiempo de Adviento.  Adviento significa “el que viene”, o “el que ha de venir”, y con esto la Liturgia nos quiere ayudar para prepararnos a recibir al que “ha de venir”, es decir a Cristo. 

El tiempo de Adviento tiene un doble significado: es tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida de Dios a los hombres, y a la vez es un tiempo de prepararnos hacia la llegada de la segunda venida de Cristo, al fin de los tiempos. Por este doble motivo, el tiempo de Adviento aparece como un tiempo de devota y gozosa espera. 

La 1ª lectura del profeta Isaías, es un clamor, un grito, una sentida oración que nace de lo más profundo del corazón: ¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!
En tu presencia se estremecerían las montañas.
 El pueblo de Israel se sentía huérfano y perdido y clama a Dios como padre, por un Salvador.

Quizás, en más de una ocasión nos hemos preguntado: ¿por qué permite Dios que nos desviemos de sus caminos? ¿Por qué permite Dios tanta injusticia? ¿Por qué no arregla Dios este mundo de una vez para siempre? 

La respuesta a estas preguntas es que muchas personas prescinden de Dios en sus vidas y no viven los mandamientos. 

Como cristianos hemos de reconocer que sólo Dios puede salvar y redimir a este mundo.  Nosotros, por nosotros mismos, somos incapaces de superar la indiferencia, el egoísmo, la violencia, la mentira, la injusticia que tantas veces están presentes en nuestra vida. Cuando uno contempla los males del mundo: hambre, guerra, violencia, injusticia, terrorismo, etc., y comprobamos la impotencia de la humanidad para salir de esta situación, nos damos cuenta que esto ocurre porque nos olvidamos de Dios, el mundo se olvida de Dios y hemos de tomar conciencia de que Dios es nuestro Padre y nuestro Salvador y Él está siempre dispuesto a ofrecernos, gratuita e incondicionalmente, la salvación.  ¿Estamos dispuestos en este Adviento que estamos comenzando a acoger a Dios en nuestra vida? 

La 2ª lectura de San Pablo a los Corintios, nos recuerda que Dios nos ha llenado de dones, nos ha comunicado su Espíritu. 

A través de los dones que Dios nos da, Dios viene a nuestro encuentro y nos manifiesta su amor.  Y a pesar de esos dones que Dios nos da nos cansamos, nos fatigamos y corremos el peligro de abandonarlo todo. Por eso, debemos reavivar la esperanza.  No hay por qué desanimarse.  Los dones que Dios nos da son para que seamos fieles a Él y seamos felices.  Por ello hemos de estar vigilantes y preparados para acoger a Dios que viene a nuestro encuentro y nos muestra su amor a través de sus dones que nos da y hay que estar vigilantes para que esos dones no sean utilizados para fines egoístas. 

El Evangelio de san Marco, nos invita a esperar en el Señor. Pero esperar y confiar en Dios, no significa descuido y no hacer nada.  No nos olvidemos que el tiempo y sobre todo nuestro tiempo se acaba. 

La tarea que tenemos entre manos, que Dios nos ha encomendado es inmensa y no podemos echarnos para atrás y encomendársela a otros.  Cada uno de nosotros, como cristianos, nos hemos comprometido a seguir a Jesús, nos hemos responsabilizado de construir, junto con Jesús, un mundo más justo y más fraterno.  Dios ha creado este mundo con todo lo bello y bueno que hay para que nosotros, responsablemente lo gobernemos y lo cuidemos. 

Por eso, Dios quiere que seamos una humanidad de verdaderos hermanos, porque Dios nos quiere a todos como hijos y espera que nos encontremos con Él al final de los tiempos. 

Mientras llega ese final de los tiempos, el evangelio de hoy nos invitaba a estar vigilantes.  A estar siempre preparados.  No podemos jugar con Dios y dejar de lado lo que debemos hacer hoy para mañana.  No podemos esperar a que la tarea que Dios nos ha encomendado, la realicen otros.  A todos nos toca trabajar y estar vigilantes.  La venida del Señor será cuando menos lo pensemos y Él quiere encontrarnos dispuestos para abrirnos la puerta y entrar con Él al Reino de los Cielos. 

Por eso el Adviento, más que un tiempo limitado a estas cuatro semanas, ha de ser una actitud permanente, para vivir siempre comprometidos con Dios, con los hermanos en la construcción de un mundo mejor.  Todos podemos responder a la llamada de Dios: aliviando sufrimientos, tratando de hacer felices a los demás, cada uno según sus posibilidades, pero todos tenemos capacidad para ayudar. 

No olvidemos de pensar en estos días cómo llevar a cabo nuestro compromiso con Dios.  Compromiso que puede empezar por nuestra familia, nuestros amigos, nuestro trabajo.  No olvidemos que allí donde haya alguien que trabaje por la paz, por la justicia, por ayudar a quienes sufren allí está presente, allí nace Jesús, no le demos la espalda. 

Por eso la mejor actitud que podemos tener para este Adviento es vigilar: ¡Velemos porque nos sabemos ni el día ni la hora! 

Vigilar porque estamos malgastado nuestra vida, nuestra realización como personas.  Hay que despertar de nuestra indiferencia e involucrarnos en la promoción del ser humano.  Que este Adviento sea tiempo de esperanza, hagámosla realidad con Jesús nuestro hermano.

lunes, 16 de noviembre de 2020

 

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO (CICLO A)

Hoy celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.   Hoy es el final del año litúrgico cristiano.   La fiesta de “Jesucristo, Rey del universo” es la culminación de todas las fiestas del Señor que hemos celebrado a lo largo del año. 

La 1ª lectura, del profeta Ezequiel, utilizaba la imagen del Buen Pastor para representar a Dios y para definir su relación con los hombres.  La imagen del Buen Pastor nos muestra la preocupación, el cariño, el cuidado, el amor de Dios por su Pueblo.  

En el Antiguo Testamento al rey se le representaba muchas veces bajo la figura del pastor que debía hacer justicia de acuerdo a las necesidades de cada uno de las personas de su pueblo.  Sin embargo, esto no había sido así. 

Apacentarse a uno mismo, y no apacentar al pueblo, es provocar la corrupción política, económica...; apacentarse, y no apacentar, es buscar el lucro por encima del interés del pueblo, es dar puestos de trabajo al compañero del partido por encima de la valía de otras personas mucho mejor preparadas; apacentarse, y no apacentar, es engañar al pueblo sencillo prometiendo y no dando. 

Apacentar es estar cerca del oprimido, del pobre, del que no puede devolvernos nada porque nada tiene. Apacentar es tratar con el marginado, con el pobre que recorre nuestras calles para poder malvivir. Apacentar es salir en defensa del desvalido frente a los poderosos y prepotentes de la vida. 

Trabajemos todos por una sociedad más justa que es lo que todos anhelamos y es la meta que todos deseamos para vivir en un mundo más feliz.  Esto es lo que esperamos y deseamos de todas las autoridades: que hagan justicia igual para todos y que construyan un mundo más justo.  

La 2ª lectura de la primera carta de San Pablo a los Corintios nos dice que la meta final del hombre es el Reino de Dios. 

Contrariamente a lo que suelen prometer las autoridades y gobernantes de este mundo, Cristo promete a sus discípulos, a quienes quieran pertenecer a su Reino: sufrimientos, persecuciones, duros trabajos, etc.  Parece que este no es un programa demasiado atractivo comparado con lo que ofrecen los gobernantes: triunfo, éxitos, puestos importantes, seguridad, comodidades, etc.  Pero hay algo especial que ofrece el mensaje de Jesús y que no pueden ofrecernos los demás.  Es lo que nos decía hoy san Pablo: “Cristo ha resucitado de entre los muertos”… “en Cristo todos serán vivificados.” 

Con la destrucción de la muerte, Cristo ha destruido también todo poder y dominación del maligno en este mundo y así un día, cuando llegue la total purificación y destrucción de todo mal en el mundo, podremos reinar también nosotros con Cristo en el cielo para siempre.  Ese es nuestro destino, esa es nuestra meta: el Cielo. 

El evangelio de San Mateo, nos presentaba ese juicio de Dios, ese encuentro último y definitivo de Jesucristo Rey del Universo con todos los hombres y mujeres de todas las naciones, de toda la humanidad. 

Dios no está lejos, Dios está cerca, nos lo decía el evangelio de hoy.  Dios está en el pobre, en el enfermo, en el preso, en el marginado.  Y Jesús nos dice hoy que no son nuestras creencias ni nuestros sentimientos, ni nuestras palabras lo que va a tener en cuenta para salvarnos, sino nuestras obras de ayuda solidaria.  Es decir el amor al hermano necesitado, es por tanto, la condición esencial para formar parte del Reino de Dios. 

No nos confundamos, no nos escudemos diciendo que el bienestar de los pobres depende de los políticos, no se trata de hacer política o no, sino de pensar a quiénes estamos apoyando nosotros como cristianos.  Un creyente debe apoyar a las organizaciones que favorezcan mejor a los más necesitados y abandonados. 

Hoy como siempre se nos pide dar un vaso de agua a quien encontremos sediento, pero además se nos pide ir transformando nuestra sociedad con justicia, al servicio de los más necesitado y desposeídos. 

Dios reina donde hay hombres y mujeres, cuya preocupación no es sólo trabajar para ganar dinero, sino que su vocación es hacer el bien no sólo gratuitamente sino también eficazmente, por eso hay que apoyar a las instituciones que trabajar por establecer la justicia, por crear condiciones en las que la vida sea verdaderamente humana. 

El evangelio de hoy nos cuestiona con esta pregunta: ¿qué hago yo por remediar, por ayudar a los hermanos que sé están sufriendo en esta vida? 

No lo olvidemos si queremos formar parte de ese Reino de Dios, todo depende de lo que hagamos con los necesitados de este mundo, y así iremos construyendo el Reino de Dios desde aquí y ahora.

lunes, 9 de noviembre de 2020

 XXXIII DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)


La liturgia de este domingo nos recuerda que Dios confía en nosotros más de lo que quizás nosotros confiamos en nosotros mismos.  Dios nos ha dado muchas cosas en la vida y todas ellas las tenemos que hacer fructificar para no llegar al encuentro de Dios con las manos vacías. 

La 1ª lectura del libro de los Proverbios hace un elogio de la mujer ideal dentro de la familia. 

La igualdad entre el hombre y la mujer no es algo que ya vivamos.  En parte porque, en muchos sectores de la vida la mujer sigue ocupando un puesto secundario.  Tenemos que admitir que hombre y mujer somos iguales en dignidad, en derechos, en oportunidades, porque ambos somos seres humanos. 

No podemos ignorar la marginación y la sumisión en que la mayoría de los países ha tenido y sigue teniendo a la mujer.  Es una pena que muchos hombres que se llaman cristianos han explotado a las mujeres a través de los siglos.  En la casa han mirado a las mujeres como objetos de deseo.  En el trabajo han pagado a las mujeres menos que a los hombres y a menudo han exigido más horas de trabajo que a los hombres.  Por eso podemos hablar de los pecados contra las mujeres que hemos cometido a lo largo de los siglos.  

Hoy, se insiste en la igualdad del hombre y de la mujer, y esto es así, porque Dios ha creado al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza.  Ahora bien esta igualdad no ha de hacer que la mujer olvide el sentido de la maternidad que no está reñido con su desarrollo ni con un trabajo profesional.  La mujer debe tener en alta estima el ser madre, en ser transmisora de la vida. 

Como cristianos debemos esforzarnos cada día para que la mujer crezca cada día más como personas, que sea cada día más ser humano y no sólo objeto de placer, que la mujer sea cada día más mujer. 

La 2ª lectura, de San Pablo a los Tesalonicenses nos decía que la vida del cristiano ha de estar marcada por una actitud de vigilancia y preparación. 

Hoy día, de vez en cuando, se alzan voces diciendo que el fin del mundo está próximo. De ahí que San Pablo nos dice que no debemos estar preocupados por el momento de la venida del Señor, sino por estar preparados para cuando esa venida tenga lugar. Mientras llega el día de la muerte, el cristiano ha de encarnarse en “el trabajo de cada día”, que es la única forma de presentarse ante Dios, pronto o tarde, con las manos medianamente llenas de amor al hombre. 

El Evangelio de san Mateo nos hablaba de las cuentas que el hombre ha de rendir a Dios. En la época de Jesucristo, un “talento” significaba unos 35 kilos de metal precioso. En esta parábola el Señor usa los talentos para significar las capacidades que Dios da a cada uno de nosotros, las cuales debemos hacer fructificar. 

Dios nos ha hecho a cada uno administradores de sus bienes y dones.  Mientras hay personas que invierten en la Bolsa, en los Bancos o en otros negocios, Dios invierte todo en nosotros.  Nosotros somos la Bolsa de inversiones de Dios. 

Los dones que hemos recibido no son nuestros, son de Dios que nos los ha dado para que los pongamos a trabajar.  Dios no quiere que se los devolvamos tal y como Él nos lo ha dado, sino convertidos en nueva cosecha.  Un agricultor siembra sus granos de trigo no para recoger luego otro grano, sino para que cada grano dé una espiga. 

Esto nos obliga a preguntarnos no si tenemos fe, sino qué hacemos con nuestra fe. ¿La compartimos con los demás? No es cuestión de preguntarnos si tenemos esperanza, sino cómo compartimos nuestra esperanza para que también los demás sigan esperando.

No es cuestión de preguntarnos si tenemos amor en nuestros corazones, sino a cuántos amamos y cuántos se sienten amados. No es cuestión de preguntarnos si somos Iglesia sino qué hacemos nosotros con la Iglesia. Si le damos vida a la Iglesia, creamos más Iglesia, hacemos más bella la Iglesia.

No es cuestión de preguntarnos si creemos en Dios, sino qué significa Dios en nuestras vidas y que hacemos con Dios en nuestros corazones. 

De los tres de la parábola, dos negociaron sus talentos y uno se los guardó por miedo a perderlo. Dios no quiere cobardes que viven del miedo sino que vivan arriesgándose cada día por Él. Dios no quiere cajas fuertes donde guardamos sus dones, sino cristianos que se arriesgan por Él. Dios no necesita de cobardes, Dios no necesita de cristianos embalsamados, sino de cristianos que viven, que se arriesgan y hacen fructificar los dones del Señor. Cristianos que saben dar la cara por Él. Cristianos que saben compartir con los demás los dones que han recibido. 

En la Iglesia de Dios no hay discapacitados. Todos valemos para algo. No podemos enterrar nuestro talento. Si no valemos para hacer las grandes cosas, valemos para cosas pequeñas. Tenemos los dones que el Señor nos ha dado y delante de nosotros está un mundo inmenso para trabajar. Que el Señor no nos llame nunca “siervo inútil y holgazán”.