V DOMINGO DE CUARESMA (CICLO C)
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V DOMINGO DE CUARESMA (CICLO C)
Las
lecturas de este domingo de Cuaresma nos hablan de novedad, de dejarnos
transformar por el Señor por medio de la conversión y por lo tanto de
caminar hacia delante con esperanza.
La 1ª
lectura del profeta Isaías nos decía: “No recordéis lo de antaño,
no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo”. Esto es lo que dice el Señor a su pueblo para que olviden su pasado pecador y se abran al futuro que el Señor nos está dando.
no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo”. Esto es lo que dice el Señor a su pueblo para que olviden su pasado pecador y se abran al futuro que el Señor nos está dando.
El profeta
Isaías nos invita a mirar hacia delante.
Lo pasado ya no volverá. Los
errores cometidos no se podrán corregir.
Los éxitos alcanzados no se repetirán.
Lo que quedó roto no se podrá pegar.
El pasado fue pero ya no existe.
Nada podemos hacer por cambiarlo. Sucedió así y se acabó.
“Yo voy a realizar
algo nuevo”, nos decía el Señor. El que se quede mirando al pasado se va a
perder eso nuevo que Dios quiere hacer con nosotros. No podemos quedarnos
mirando el sufrimiento del pasado porque no tiene ningún sentido.
Muchas
personas viven arrastrando cargas pesadas de su pasado. Traen al presente una y otra vez lo que quedó
en el pasado. Ya lo han superado, pero
aún lo arrastran como una pesada carga a la que creen estar condenadas y de la
que no pueden liberarse. Incluso mucha
gente que viene a confesarse se acusan “de
todos los pecados de mi vida pasada”.
Como si no hubieran quedado ya perdonados. Como si Dios, después de haberlos perdonado,
aún tuviera en cuenta esos pecados. Como
si Dios se resistiera a olvidar lo que ya ha perdonado. Si vivimos así no estaremos entendiendo a
este Dios que quiere olvidar nuestro pasado y comenzar algo nuevo con nosotros.
En este tiempo de Cuaresma, se nos invita a
dejar definitivamente atrás el pasado y adherirnos a la vida nueva que Dios nos
propone.
Hay personas que toda su vida se la pasan
codiciando cosas, sin embargo, para quien quiere seguir a Cristo, nada ni
nadie es más importante que la fe y llegar a un conocimiento de Cristo. Tenemos que esforzarnos, día a día, por
alcanzar el mejor premio: conocer más a Cristo y vivir la caridad.
Si
los deportistas se preparan duramente para ganar una medalla en las olimpiadas,
San Pablo nos invita a alcanzar un premio decisivo: ¡la posesión de Dios!
Hay
que avivar nuestra fe para lograr un mayor acercamiento al Señor.
El
Evangelio de San Juan nos enseña a no
condenar a los demás, porque en el fondo todos somos pecadores y todos
merecemos ser condenados por una u otra causa.
En
nuestra vida está muy metida la actitud de condenar a los demás. Hay personas que todo lo ven negro y
encuentran siempre defectos en los demás y por lo tanto terminan despreciando
a los demás. Están también aquellos
que culpan de todo a los demás: al gobierno, a la economía, a los obispos,
sacerdotes, televisión, etc. Todos
tienen culpa de lo que me pasa, menos yo, porque yo soy la víctima. Están también los que nunca están contentos
con nada, ni con ellos mismos y siempre buscan a quien amargar la vida.
¡Con qué facilidad condenamos a los demás! Aunque todos somos
imperfectos, acusando a los demás como fiscales nos creemos inocentes.
Nos parece lo más natural echar la culpa a los otros. Todos nos creemos jueces de los demás, cuando
eso es competencia exclusiva de Dios. Él es el único que conoce
íntegramente a la persona con sus condicionamientos psicológicos y sus limitaciones
de la libertad, y por tanto la responsabilidad y culpabilidad de cada uno.
Jesús
nos propone un camino, un camino de verdadera liberación. Primero el
perdón, buscar el perdón y la reconciliación con Dios. Él está ahí,
siempre dispuesto a acogernos, en Él no encontraremos nunca condena. Pero
¡ojo! no hagamos de Dios un Dios bonachón y tonto, dispuesto a pasar por
todo.
Jesús
nos lo deja claro: Dios no condena al pecador pero sí al pecado.
Dios acoge al pecador pero rechaza el pecado, por eso las palabras de Jesús: "Nadie
te ha condenado, yo tampoco te condeno, vete y no peques más".
Dios nos puede liberar de la esclavitud del pecado si nos dejamos moldear por
Él, si aceptamos su ayuda.
En
segundo lugar, tenemos que acostumbrarnos a practicar la misericordia,
tenemos que esforzarnos en impedir que esos sentimientos de condena y desprecio
por los demás que surgen desde nuestro corazón a veces sin quererlo, se
conviertan en gestos de auténtica condena y desprecio.
Tenemos
que cultivar esa misericordia que nos haga comprender las circunstancias del
otro, salvar siempre a la persona, solidarizarnos con el pecador.
Para así parecernos cada día más a Jesús, para así ser cada día más humanos,
hombres y mujeres libres de todo prejuicio y maldad.