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martes, 4 de septiembre de 2018


XXIII DOMINGO ORDINARIO 

El mensaje que nos transmite las lecturas de este domingo es un mensaje profundamente social: hay que liberar a todo aquel que tiene algo que lo limita, lo esclaviza, le dificulta su realización personal.  Todo lo que ayuda a liberar a las personas contribuye al Reino de Dios. 
 
La 1ª lectura del profeta Isaías, hace una llamada a la alegría y a la esperanza porque Dios interviene y se manifiesta en medio de su pueblo. 
 
Para los optimistas, nuestro tiempo es un tiempo de grandes realizaciones, de grandes descubrimientos, en el que se abre todo un mundo de posibilidades para el hombre; para los pesimistas, nuestro tiempo es un tiempo de sobrecalentamiento del planeta, de subida del nivel del mar, de destrucción de la capa de ozono, de eliminación de los bosques, de riesgo de holocausto nuclear.  
 
Hay también muchas personas que viven agobiados por problemas personales, familiares y económicos.  Hay acontecimientos que nos hacen sufrir: enfermedad, falta de trabajo, accidentes, etc.  Antes esta situación no es fácil encontrar consuelo y, mucho menos, soluciones. 
 
Sin embargo, la primera lectura nos dice que no nos asustemos, que tengamos ánimo, que tengamos la certeza de la presencia salvadora y amorosa de Dios en nuestra vida y que estemos convencidos que Dios no nos dejará abandonados en las manos del mal ni de la muerte.  No nos olvidemos que Dios está ahí, que hace justicia y libera, a su tiempo, a los oprimidos. 
 
La 2ª lectura del apóstol Santiago, nos invita a no discriminar ni marginar a ningún hermano y a acoger con especial bondad a los pequeños y a los pobres. Jesucristo nunca discriminó ni nunca marginó a nadie. 
 
¿Tratamos igual al rico que al pobre? ¿Al que tiene un título universitario y al analfabeto? 
 
En nuestro trabajo e incluso en nuestra familia hay personas con las que nos llevamos bien, nos caen bien, nos entendemos bien con ellas, pero también hay personas que no las toleramos, que nos cuesta aceptarlas, tratarlas bien, con comprensión, con tolerancia, con amor.  Nos relacionamos con las personas muchas veces por su apariencia y no por lo que realmente son. 
 
Dios mira el corazón del hombre y no su posición social o su situación económica.  Nosotros estamos llamados a hacer lo mismo: a no hacer distinción de personas, porque en cuestión de fe el corazón de un pobre puede ser más rico que el del presidente de la nación. 
 
El Evangelio de San Marcos, nos muestra a Jesús curando a un sordo y tartamudo. 
 
El sordomudo representa a todos esos que no quieren escuchar a Dios, que construyen su vida sin contar con Dios.  Representa también a todos aquellos que no saben comunicarse, que no saben dialogar, que no son tolerantes. 
 
Una vida de “sordera”, es una vida vacía, estéril, triste, egoísta, cerrada, sin amor. 
 
Nosotros también, muchas veces, somos sordos.  Somos sordos de conveniencia, cuando escuchamos nada más que lo que nos conviene, lo que está de acuerdo con nuestras ideas. 
 
Vivimos en la era de la comunicación: radio, televisión, e-mail, internet, mensajes por los móviles, pero a la vez, cada día más aumenta la incomunicación y la soledad en la sociedad. En la familia hay muchas sorderas a causa de la incomunicación entre padres e hijos.  Lo que hoy nos sobra es información pero nos falta comunicación en nuestras relaciones personales. 
 
La falta de comunicación puede deberse a muchas cosas.  Pero una de las razones es el temor a confiar en los demás, el irse distanciando poco a poco de los demás para encerrarnos dentro de nosotros mismos. 
 
Somos sordomudos porque nos vamos aislado cada vez más, porque dejamos de hablar con los demás, porque pensamos que ¿qué nos pueden decir los demás que yo ya no sepa? O ¿qué puedo decir yo a los demás si cada cual va a los suyo, buscando sus propios intereses? 
 
Por ello hoy el Señor nos tiene que decir también a nosotros: “Effetá! ¡Abrete!   
 
Effetá: que nuestros oídos escuchen y nuestra lengua se suelte en la intercomunicación familiar, entre esposos, padres e hijos, sin olvidar a los mayores. 
 
Pidamos al Señor en esta Eucaristía que se abran nuestros oídos, para que sepamos escucharnos unos a otros y también a Dios que nos habla constantemente.  Y que también aprendamos a hablarnos unos a otros, de persona a persona, con amor, de corazón a corazón.