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lunes, 28 de diciembre de 2020

 

II DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD

Este domingo es un eco de la fiesta de la Natividad del Señor.

La 1ª lectura del libro del Eclesiástico nos ha hablado hoy de cómo la sabiduría en persona canta a sus propias excelencias.  

Antes de manifestarse a los hombres, la sabiduría preexistía ya junto a Dios, se identifica por una parte con la palabra de Dios, presentada en forma de persona, y por otra como una niebla que cubre la tierra, a la manera del espíritu que cubra la superficie del caos al comienzo de la creación.

La lectura de hoy nos habla de la Sabiduría con mayúsculas; no de la del hombre, sino la de Dios.  Es todo un himno del papel que tiene la sabiduría en las relaciones de Dios con el mundo y con los hombres.

Nosotros, debemos vivir de acuerdo a la sabiduría divina, es decir, vivir de acuerdo a los valores más fundamentales de la vida, con un comportamiento justo, honrado y humanista; en definitiva eso es vivir con sabiduría.

La 2ª lectura de san Pablo a los Efesios, nos hace ver que Dios, desde siempre, nos ha contemplado a nosotros, desde su Hijo.  Dios mira a la humanidad desde su Hijo y por eso no nos ha condenado, ni nos condenará jamás a la ignominia.

Dios tiene que ser bendecido por nosotros porque previamente Dios ha derramado sobre la humanidad, toda clase de bendiciones espirituales.

El Evangelio de san Juan, nos dice lo que es Dios, lo que es Jesucristo y lo que es el hecho de la Encarnación con esa expresión tan inaudita: “el Verso se hizo carne y habitó entre nosotros” La encarnación se expresa mediante lo más profundo que Dios tiene: su Palabra.

“Tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo” (Jn 3,16). Toda la historia de la humanidad, reflejada en la historia de Israel, es una historia de salvación. Con el envío de su Hijo, Dios nos hace el regalo supremo de su Palabra definitiva. Él es su “última Palabra”. “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Puso su tienda entre nosotros, como un vecino más, como un hermano más.

Decimos en el Credo: “Por nosotros… se hizo hombre”. Cuando pronunciamos este “por nosotros”, no hemos de entenderlo como referido a una humanidad abstracta, que no existe, sino a cada uno. Hemos de decir: se encarnó por mí, se hizo hombre por mí, para hacerse solidario conmigo, para hacerse mi hermano, mi amigo, mi compañero de viaje. Él pronuncia el nombre de cada persona y piensa en cada uno al verificar el milagro de amor y generosidad de “plantar su tienda entre nosotros”.

Frente a la incomprensible generosidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu, san Juan nos presenta el reverso del misterio: el rechazo por parte de su pueblo: “Vino a su casa, pero los suyos no lo recibieron” 

Si Dios hubiera venido como Dios ¿quién no lo hubiera recibido? Si el Mesías se hubiera presentado en plan Mesías, ¿quién lo hubiera despreciado? El problema es que no se le conoció. Sabemos la vida de Jesús. Sabemos que no se pareció en nada al Mesías esperado. Sabemos que resultaba desconcertante: que el mismo Juan Bautista llegó a dudar de él… Problema pues de ceguera. Pero problema también de corazón.  Sólo un puñado de “pobres de Yahvé”, el pequeño resto, los sencillos de corazón, lo reconocen y lo escuchan.

Hoy, la actitud más frecuente con respecto a Jesús no es el rechazo, sino la indiferencia. Se le da un asentimiento teórico, pero se vive al margen de su mensaje. Incluso muchos “cristianos” ignoran su Palabra. Se “aceptan” dogmas como verdades indispensables, se “cumplen” normas y se “reciben” ritos, pero no se vive pendiente de su Palabra ni en realidad se le sigue.

Con respecto a la Palabra de Dios, los hombres de hoy tenemos mayor responsabilidad que los judíos, porque tenemos mayor facilidad de acceso y comprensión. Nosotros tenemos todas las facilidades. Sabemos que quien nos habla es el mismísimo Hijo de Dios. Y ¡nos es tan fácil escucharlo!  

Nos duele, y lo consideramos una insensatez, que hijos, nietos o sobrinos no quieran escucharnos y aprovechar la riqueza de nuestra ciencia y de nuestra experiencia. ¿Cuál es la gravedad de nuestra insensatez si no nos acercamos a escuchar la Palabra del mismísimo Dios? ¿La escucho de verdad? Un cristiano tiene que ser un “oyente de la Palabra”. “Mi madre y mis hermanos son -afirma Jesús- los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen en práctica” 

Jesús no ha venido sólo a ofrecernos asombrosas orientaciones para nuestra vida. Los ángeles no cantan: os ha nacido un legislador, sino “os ha nacido un Salvador, Emmanuel” (Dios con nosotros). Jesús se revela como “la fuerza de nuestra fuerza y la fuerza de nuestra debilidad”

Jesús nos dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.  Y asegura: “Sin mí no podéis hacer nada”, pero con Él podemos decir: “Todo lo puedo en aquel que me conforta”.

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