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martes, 24 de abril de 2018


HOMILÍA PARA EL V DOMINGO DE PASCUA (CICLO B)

La liturgia de este quinto domingo de Pascua nos invita a reflexionar sobre nuestra unión con Cristo y nos dice que sólo unidos a Cristo podremos alcanzar la vida verdadera que Dios nos ha prometido.

La 1ª lectura de los Hechos de los Apóstoles, nos habla de San Pablo.  San Pablo era un perseguidor de los cristianos, pero tiene una importante experiencia camino de Damasco: se encuentra con Cristo resucitado.  Este acontecimiento cambia radicalmente su vida y de perseguidor de Jesús se convierte en un gran apóstol del Señor.

Para la comunidad cristiana no era fácil admitir a Pablo en la Iglesia de entonces, no era fácil confiar en el que había sido un gran enemigo y un fanático de los cristianos.  Sin embargo, la fuerza del Evangelio de perdonar y de amar se impone para aceptar a Pablo como un nuevo cristiano y poder unirse a la comunidad cristiana.

Nuestra vocación como cristianos no es seguir a Cristo aisladamente, sino formando parte de una familia de hermanos que compartimos la misma fe y que hacemos juntos el mismo camino del amor.

El cristiano no es un ser aislado, sino una persona que es miembro de un cuerpo, el Cuerpo de Cristo, formando parte de una comunidad, de la Iglesia.  No se es cristiano por libre, sino injertado en una comunidad.

Es en diálogo y compartiendo con los demás hermanos de la comunidad como nuestra fe nace, crece y madura y es en la comunidad, unidos por los lazos del amor y de la fraternidad, como nos realizamos plenamente como cristianos.

La comunidad cristiana está formada por personas, personas que tienen debilidades y fallas, pero también personas entregadas y que viven en gracia de Dios.  Por ello, en una comunidad cristiana pueden surgir conflictos, tensiones porque podemos tener diferencias entre unos y otros miembros de la comunidad, pero porque existan esas diferencias, esto no nos puede servir de pretexto para abandonar la comunidad y creer que podemos ir por la vida como cristianos en solitario.

La Iglesia es una comunidad formada por hombres y mujeres, con debilidades y fragilidades, pero es, sobre todo una comunidad asistida, conducida y guiada por el Espíritu Santo.

En la 2ª lectura de la primera carta de San Juan, se nos pedía insistentemente que dejemos a un lado las buenas palabras y el preocuparnos de nuestra buena imagen ya que nuestra vocación, a lo que nos llama el Señor, nuestra meta, es amar de verdad y amar con obras.

La vida de un árbol se ve por sus frutos.  Si realizamos obras de amor, si nuestros gestos de bondad y de solidaridad transmiten alegría y esperanza, si nuestras acciones hacen de nuestro mundo un mundo un poco mejor, es porque estamos en comunión con Dios y la vida de Dios está en nosotros y si la vida de Dios está en nosotros, esta vida se manifiesta no en palabras sino en gestos concretos de amor.

 

El Evangelio de san Juan nos dice que Jesús es la vid y nosotros los sarmientos.  Si queremos dar frutos tenemos que permanecer unidos a Él.  Sin estar unidos a Cristo no podemos dar frutos, no podemos sobrevivir como cristianos.

Hay momentos en nuestra vida en los que hemos intentado vivir sin contar con Dios, sin estar unidos a Él, hemos pensado que podíamos conseguirlo todo, sólo con nuestras propias fuerzas, pero la realidad es que sin Dios no somos nada, sin Dios no podemos conseguir nada.  Es el orgullo y la vanidad los que nos hacen pensar que podemos prescindir de Dios y que todo lo podemos lograr por nosotros mismos.  Grave error pensar así.

Solamente unidos a Cristo podremos dar frutos y hay que buscar dar buenos frutos.  Una tentación que podemos tener en la vida es cansarnos de ser buenos, cansarnos de dedicarnos a hacer el bien.  Este cansancio nos puede llevar al desencanto ante tanta lucha y tan pocos resultados, a abandonar los grandes ideales y los buenos proyectos; es un cansancio que nos conduce a la flojera, cobardía y a la apatía.

Por ello, cada día tenemos que esforzarnos por “dar frutos”, por trabajar con empeño.  El mundo, la Iglesia, la familia, las personas que más quieres necesitan de ti, de tus frutos.  No puedes dejar de dar frutos porque si no moriremos espiritualmente.

Dar frutos es una exigencia para todo cristianos que vive unido a Cristo.  No nos convirtamos en “sarmientos secos”, es decir en personas que un día nos comprometimos con Cristo, pero después lo dejamos de seguir.  Quitemos de nuestra vida esos obstáculos que nos impiden estar unidos al Señor y que la vida de Cristo circule en nosotros.

No pretendamos ser felices solo con nuestro esfuerzo, sin Cristo.  Dios necesita nuestro esfuerzo para hacernos felices, pero nosotros necesitamos a Dios para alcanzar la plenitud de vida.

 

 

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