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lunes, 25 de marzo de 2024

 

JUEVES SANTO (CICLO B)

Con esta celebración de la Cena del Señor entramos en el Triduo Pascual, en el cual vamos a asistir a ese milagro de amor que es la Muerte y la Resurrección de Jesús.

Celebramos el Jueves Santo, el día del amor fraterno, el día de la caridad, el día del sacrificio y el sacerdocio.

En aquella Cena Pascual que Jesús celebró con sus íntimos amigos los apóstoles, Jesús nos dejó el Mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.

Es necesario que, quienes nos llamamos cristianos, porque creemos en Jesús; que quienes nos consideramos cristianos, porque intentamos seguir a Jesús en nuestra vida, nos esforcemos por vivir el Mandamiento del amor, ya que si nos amamos los unos a los otros, nos dice el Señor, “somos verdaderos seguidores suyos”.

Hoy, Jueves Santo, y todos los días de nuestra vida, los cristianos tenemos que tomar conciencia de la necesidad que tenemos de amarnos.  Y amarnos no sólo con palabras, sino con obras y de verdad.  Hoy también tenemos que tomar conciencia de la necesidad que tenemos de ayudarnos y comprendernos, como Cristo ayudó y comprendió siempre a quienes necesitaban ayuda y comprensión.  Hoy también tenemos necesidad de compartir lo que somos y lo que tenemos: nuestra fe, nuestra alegría, nuestra ilusión, nuestra generosidad y nuestro tiempo.

Hoy también tenemos necesidad de perdonarnos unos a otros cuando nos ofendemos, como señal de amor.  Por eso hoy celebramos el día del amor fraterno,  pero hoy también es el día del amor de Cristo, que en una tarde como ésta, nos amó hasta el fin.  Y Cristo nos manifestó su amor de muchas maneras: perdonando a los pecadores, curando enfermos, ayudando a los necesitados, defendiendo a las mujeres, hasta perdonando a sus propios verdugos.

Cristo nos manifestó su amor con palabras cariñosas: llama a sus discípulos “amigos, hijos”; les hace recomendaciones como un padre o una madre que se preocupa por sus hijos; los invita a vivir “unidos a Él”, como el sarmiento está unido a la vid.

Cristo nos manifestó su amor con promesas.  Jesús nos promete la paz: “la paz os dejo, mi paz os doy”.  Jesús nos promete la alegría: “Se alegrará vuestros corazones y nadie os quitará esa alegría”

Cristo nos manifestó su amor con gestos. Y el gesto más importante de Jesús, en esta noche del jueves Santo es el lavatorio de los pies.

Al lavar los pies a sus discípulos, Jesús nos está diciendo y enseñando lo que debe ser y hacer un cristiano.  Cristiano es el que sirve a los demás; el que se despoja y da incluso de lo que él necesita; es el que se pone a los pies del hermano, incluso del enemigo; es el que ama, el que ayuda, el que escucha, el que comprende y el que perdona.

La gran revelación de Jesús sobre Dios, es decir, lo más importante que Jesús nos dijo sobre Dios: no es que Dios existe, sino que nos ama; no es que Dios es Dios, sino que es nuestro Padre; no es que Dios es todopoderoso, sino que es misericordioso; No es que Dios es un Dios lejano, que está en el cielo, sino que es un Dios cercano, que está dentro de nosotros.

Si el amor de Dios a los hombres es lo más importante del mensaje de Jesús, nosotros tenemos que dar una respuesta a ese amor de Dios, amándolo a Él y amando al prójimo.

El Jueves Santo celebramos también la institución de la Eucaristía como manifestación del amor de Dios por nosotros.  Jesús en la Eucaristía se parte por nosotros, entrega su vida por nosotros. 

A la mesa de la Eucaristía todos somos invitados, a nadie se le excluye, por eso la Eucaristía es “la fuente y la cima de la vida cristiana”.  La Iglesia vive de la Eucaristía. 

No existe una verdadera comunidad cristiana si no celebra el sacramento de la Eucaristía, pero tampoco hay una auténtica Eucaristía, si no hay una verdadera comunidad cristiana.  Porque la Eucaristía es un banquete, una fiesta de comunión de hermanos.  No puede haber Comunión si no hay comunión de vida.

¿Quiénes no pueden ni deben participar en la Eucaristía?  Aquellos que no quieren vivir el valor de la fraternidad; aquellos que excluyen a los demás, aquellos que no comparten, aquellos que dicen amar a Dios con su boca pero se la llevan haciendo daño a los que lo rodean.  Aquellos que se creen mejores cristianos que los demás, aquellos que no están dispuestos a lavar los pies entregándose por todos, amigos y enemigos.

No podemos olvidarnos también hoy de la institución del sacramento del orden sacerdotal. 

Demos gracias a Dios por los sacerdotes. Jesús, en este día, se constituye en sacerdote, víctima y altar. ¡Cómo no dar gracias a Dios por este don! Pedid por nosotros los sacerdotes. Muchas son nuestras debilidades y otras tantas nuestras contradicciones. Que seamos capaces de mantener viva, con la ayuda del Espíritu Santo, la llama de la fe, el Ministerio que Dios nos ha regalado sin merecerlo.

Que con el testimonio, la audacia y valentía de todos los sacerdotes podamos seguir pregonando que Cristo está vivo y que, su presencia, es el camino, la verdad y la vida que el mundo necesita.

Esta tarde y el Domingo de Ramos son las dos ocasiones en que se proclama en la Iglesia la Pasión del Señor.

Hoy es el único día del año en que se suprime la celebración de la Eucaristía para dar paso, en la Liturgia de la Palabra, a la contemplación del acontecimiento en donde tienen origen todos los sacramentos, ya que del costado de Cristo en la cruz nacen todos ellos y nace la misma Iglesia.

Nos decía san Juan en el relato de la Pasión: “mirarán al que traspasaron”.  Nosotros miramos hoy a Cristo clavado en la cruz, el mismo a quien Pilato presentó al pueblo diciendo: “ahí tienen al hombre”.   Ahí está Cristo: perseguido como un criminal, calumniado, torturado física y moralmente, en medio de dos malhechores, ante las burlas del pueblo.

Hoy centramos toda nuestra liturgia y nuestra atención en la muerte de Cristo.  La celebración la hacemos con vestiduras rojas, el color de la sangre, por la muerte del primer mártir, Cristo Jesús.

Las lecturas que hemos proclamado nos presentan el dolor de Cristo, como el siervo que ha cargado sobre sus hombros el mal de toda la humanidad, como el enviado por Dios para salvarnos.  Jesús fue enviado por Dios para salvarnos y obedeció hasta el final, experimentando en sí mismo todo el dolor que puede sufrir una persona.

En la cruz de Cristo están representado todas las personas que han sufrido antes y después de Él: los que son tratados injustamente, los enfermos y desvalidos, los que no han tenido suerte en la vida, los que sufre los horrores de la guerra, del hambre o de la soledad.

Pero Dios no está ajeno a nuestra historia.  No es un Dios que no se preocupe por nosotros.  Por medio de su Hijo ha querido experimentar lo que es sufrir, llorar y morir.  Cristo no sólo ha sufrido por nosotros, sino que ha sufrido con nosotros y como nosotros.  Cristo ha asumido nuestro dolor.

Con el ejemplo de la pasión y muerte de Cristo, tenemos más motivos para aceptar en nuestras vidas el misterio del dolor y del mal.

Lo que celebramos hoy da sentido a nuestros momentos de dolor y fracaso.  Ser cristiano no significa que nos vamos a ver libres de las dificultades o de la enfermedad o la soledad, el fracaso o la muerte.  Pero sí se nos ofrece luz y fuerza para que nuestra vivencia de todos esos momentos sea en sintonía con Cristo. Aunque no entendamos el misterio del mal o de la muerte, sabemos que si estamos unidos a Cristo en su Pasión, podremos vencer tanto el mal que nos rodea como la muerte eterna.

Ese Cristo clavado en la cruz, que dedica palabras de perdón al ladrón arrepentido y que ofrece su vida al Padre por nosotros, es nuestro modelo más vivo y convincente para nuestra vida. 

Al venerar y besar la Cruz de Cristo, veneremos y besemos también todo dolor y toda lucha de cualquier hombre y mujer que comparta la Cruz de Cristo. Y sepámonos preguntar qué hacemos por compartir este dolor, por ayudar a esta lucha.

Cuando hoy besemos la cruz, como signo de adoración a Cristo, pidámosle que nos enseñe a llevar nuestra cruz, nuestra pequeña o gran cruz, con la misma entereza con que Él la cargó sobre sus hombros.

Desde la Cruz, Jesucristo, es más que nunca hermano y compañero, amigo y amante de todos los hombres, de todos nosotros. Desde la Cruz, Jesucristo, nos enseña a vivir con los brazos abiertos, con el corazón abierto –con el corazón traspasado- del que brotó sangre y agua, símbolos de amor y de vida, para que también en nosotros lo que sea cruz se convierta en resurrección.

En un mundo lleno de noticias preocupantes, que nos inclina al desánimo; en medio de una sociedad indiferente, que estos días piensa tal vez más en las vacaciones que en la Pascua del Señor, nosotros nos hemos reunido esta noche para escuchar la Buena Noticia de la resurrección de Cristo Jesús.

¡Cristo ha resucitado!  Hoy es una noche de gozo y de alegría.  Jesucristo ha roto las cadenas de la muerte.  No tengamos  miedo.  Es cierto, es verdad: Jesús ha resucitado.  No tengamos miedo porque el Señor es nuestra Luz y nuestra salvación.  Confiemos en Él.

Las lecturas que esta noche hemos leído han sido nueve: siete lecturas del Antiguo Testamento, una lectura del apóstol san Pablo y el Evangelio.  Las siete lecturas son una historia de amor, de promesas y esperanzas que tienen su plenitud y cumplimiento en la vida, muerte y resurrección de Cristo, fiesta que hoy celebramos.

El Evangelio de san Marcos nos presentaba a  las mujeres que fueron a buscar a Jesús al sepulcro, pero Dios lo había sacado de ahí definitivamente.  Ahora, después de más de dos mil años, Jesús sigue vivo y presente, aunque no lo veamos, dando ánimo a su comunidad.  Quizás también nosotros necesitemos escuchar las palabras del ángel: “no tengáis miedo… no está aquí: ha resucitado”.

La resurrección de Cristo es lo que da sentido a nuestra fe.  Si somos cristianos es por eso, porque Jesús no se quedó en el sepulcro, sino que Dios los hizo pasar de la muerte a la vida.  Y desde entonces Jesús se nos hace presente continuamente sobre todo en la Eucaristía.

Ese “sepulcro vacío” es un símbolo elocuente de la victoria de Cristo sobre la muerte.  Nosotros no seguimos a un muerto, por importante que hubiera sido en su vida.  Seguimos a uno que está vivo.  El aviso del ángel es una consigna para todas las generaciones cristianas: “Jesús ha resucitado y va por delante de nosotros”

La alegría y la esperanza de esta noche deben recordarnos también el sentido del sacramento del Bautismo.  Por eso esta noche renovaremos nuestras promesas bautismales.  En nuestro bautismo, como nos dice san Pablo, fuimos sepultados con Cristo en la muerte, para que así “como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva”.

En esta noche santa debemos pedirle a nuestro Padre Dios que por los méritos de su Hijo, haga morir en nosotros al hombre viejo, para que podamos vivir revestidos del hombre nuevo. Debemos pedirle a Dios, nuestro Padre que el Espíritu de Cristo en el que fuimos bautizados se haga cada día más vivo y presente dentro de nosotros.

Esta noche también hemos bendecido el fuego nuevo.  Es el fuego de Cristo, su luz que queremos que se encienda en nosotros, que nos guíe y nos conduzca por el camino de una vida santa hasta la vida eterna.  Con esta intención hemos encendido nuestra vela en la Luz de Cristo, en el Cirio Pascual para pedirle a Dios que no se apague nunca en nosotros el fuego de su Espíritu.

Cristo vive para siempre.  Esta es la gran noticia de esta noche.  La Luz ha disipado definitivamente las tinieblas.  Todo es nuevo.  Todo puede volver a empezar de verdad.  Todo es posible.

Hoy es el domingo más importante del año, del que reciben sentido todos los demás.

En este día de Pascua me dirijo a todos vosotros con la noticia más importante que el hombre haya podido escuchar y conocer jamás: Nuestro Señor Jesucristo, que sufrió todo un sin fin de tormentos hasta morir en la cruz del Gólgota para que fueran perdonados nuestros pecadosha resucitado como lo había dicho.  

Demos gracias al Padre porque Jesús ha vencido a la muerte, y con esa victoria también nosotros la venceremos y podremos disfrutar algún día, con Él y con todos los santos, las moradas que nos tiene preparadas en el cielo.

San Pablo nos decía anoche en la Vigilia Pascual: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte”, por ello, con su resurrección, también resucitamos todos los bautizados a una vida nueva, porque el que resucita ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él.

En efecto, Cristo ha redimido a la humanidad entera, a todos los hombres, sin excepción de la muerte. Cristo, víctima inocente de una cruz, que debía ser la nuestra, nos ha reconciliado a nosotros, pecadores, con el Padre. Por eso, en esta gran Fiesta de la Pascua de Resurrección anunciamos la reconciliación de la humanidad con Dios, por obra de Cristo.

Pues bien, ésta es la historia del hombre. Éste pasa su vida luchando contra el mal, enfrentándose de continuo a la muerte. Pero, he aquí que, de pronto, descubrimos hoy, Domingo de la Resurrección de Jesucristo, que Dios interviene en nuestras pobres existencias para hacernos saber que los afanes por salvar nuestra vida son cumplidos por la misericordia de Dios.

¡Deténgase la angustia del hombre! Hoy la muerte ha sido derrotada. Y si ésta es la noticia, como hijos salvados del pecado y de la muerte, ahora nosotros tenemos el deber hermosísimo de continuar la obra que Él inició.

Porque quien murió por nuestros pecados quiere que nosotros seamos quienes lo ayudemos a llevar el mensaje de la Resurrección al resto de nuestros hermanos, allí donde se encuentren.

Pero, ¿dónde se encuentran nuestros hermanos? Las mujeres que acudieron al sepulcro en aquella primera mañana de Pascua con el ejemplo perfecto de la transmisión de la buena noticia. No dudaron. Corrieron donde estaban los tristes, los acobardados, los sufrientes, y así, ellos fueron los primeros en recibir el mensaje de la salvación.

No es difícil encontrar entre nosotros a hombres y mujeres tristes y desconsolados porque no encuentran el sentido de sus vidas: cuando muere un familiar, cuando la crisis económica amenaza a tantas de nuestras familias de este nuestro país, cuando vemos tantas injusticias a las que no podemos poner remedio desde nuestros limitados recursos humanos… Todos sabemos quién es ese familiar, amigo o vecino que necesita de la esperanza de la resurrección para continuar su vida con dignidad.

En nuestros tiempos, donde los hombres caminan tan perdidos detrás de las modas y de los falsos profetas, se hace urgente que todos los cristianos seamos testigos de la Resurrección del Señor. Proclamemos, pues, todos juntos y cada uno en su lugar, que Cristo es la esperanza para todos los hombres.

Que Dios permita participar de la alegría pascual a todos nuestros hermanos: los que viven bajo la tensión de las armas, los que entran o salen de nuestras fronteras en busca de una mejor vida para sí y para sus familias, los que sufren la violación de sus derechos, los que viven bajo la persecución religiosa…

Podemos decir hoy, con la antorcha de la fe en Cristo en nuestras manos, sí a la vida y a la esperanza.  Sí a la dignidad de la persona humana, al amigo, a la esposa(o), al niño.  Sí al enfermo y al anciano.  Sí a Cristo que nos precede y que ha abierto un horizonte de esperanza a la humanidad.

“No temáis”.  Cristo está con nosotros.  Él está vivo.  Él nos ha dejado su memorial, la Eucaristía.  Comulgar hoy, con Él, transformará nuestros corazones y nos hará testigos de su resurrección.

Renovemos hoy nuestra fe, como María Magdalena, como Pedro, como Juan, proclamemos que Cristo vive y está muy dentro de nosotros.  Él transforma nuestra vida. 

Hoy es un día para hacer fiesta con los hermanos.  Hoy es un día para vivir comunicando esperanza en que la muerte no podrá con la vida porque Dios está con nosotros.  Esta es la razón más profunda de nuestra fe y nuestra esperanza.

Hoy tenemos que profesar nuestra fe en el Dios de la vida y nosotros hemos de ser cultivadores, guardianes y protectores de la vida y de la fraternidad.

Hoy es un día para salir al mundo y gritar con nuestro testimonio y con nuestro estilo de vida: ¡Cristo ha resucitado!  ¡Alegrémonos!

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