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martes, 23 de enero de 2018


IV DOMINGO ORDINARIO

 
Las lecturas de este domingo nos hacen una invitación a escuchar la Palabra de Dios y a evangelizar nuestro mundo.

En la 1ª lectura, del libro del Deuteronomio, hemos escuchado la promesa de Dios de enviar profetas que hablaran en su nombre.

Antes de que surgieran los profetas las personas que querían conocer la voluntad de Dios recurrían a la hechicería, los adivinos y a la magia.  Por eso Moisés prohíbe recurrir a esto tipo de cosas para conocer la voluntad de Dios y les promete de parte de Dios un profeta que hable en nombre de Dios.

La Iglesia tiene el deber de proclamar la Palabra de Dios, esta es su misión y es también la misión de cada cristiano; proclamar la Palabra de Dios no es si quiero o no, no es un capricho es un deber.  Pero hemos de ser fieles a la Palabra de Dios; no podemos atribuir a Dios lo que son sólo nuestras palabras o nuestras ideologías, o nuestros gustos o nuestras opiniones.

Hoy día, vivimos inundados de palabras.  Cada día nos despertamos con las palabras que oímos en la radio o en la televisión o que leemos en los periódicos.  Todo el día oímos palabras y más palabras.  Sufrimos una inundación verbal.  Por eso la palabra ha perdido su valor, ya no se valora la palabra como antes.  Antes alguien decía “te doy mi palabra” y sabíamos que podíamos confiar en esa persona.  Hoy no, porque hay muchos que usan la palabra para prometer cambios sociales, prosperidad, trabajo, etc., pero no es verdad, no cumple esa palabra.

La Palabra de Dios siempre se cumple, por ello el verdadero profeta es aquel que anuncia y denuncia, desde la Palabra de Dios, las situaciones contrarias al Reino de Dios.  Por ello el verdadero profeta corre el riesgo de no ser escuchado e incluso ser perseguido.  El seguidor de Jesús sabe que muchas veces no será escuchado, incluso será puesto en ridículo o perseguido por ser coherente con su fe.

Hemos de preguntarnos: ¿hacemos caso a la Palabra de Dios que se nos hace presente en nuestra vida de muchas maneras?  ¿Dejamos que nuestra vida se transforme y se libere por esa Palabra de Dios?

La 2ª lectura, de la primera carta de San Pablo a los Corintios,  es toda una catequesis sobre los diferentes estados de vida en los que un cristiano puede vivir plenamente su fe.

Todos estamos llamados a seguir a Jesús, cada uno desde su estado de vida: casado o célibe y desde su vocación.

Los cristianos de Corinto vivían en una sociedad muy parecida a la nuestra, donde la inmoralidad sexual se consideraba como algo natural.  Incluso había personas que estaban convencidas que no mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio era algo anormal.  Atacaban a los que habían decidido ser fieles a sus cónyuges y también a los que habían decidido permanecer solteros.  Lo que trataba San Pablo de enseñar a la comunidad de Corintio, no con su propia autoridad, sino con la autoridad del mismo Cristo, era que los hombres y las mujeres tienen pleno derecho de elegir libremente entre ambos estados de vida: matrimonio ó celibato.  Ambos son, igualmente, dones de Dios.

El Evangelio de san Marcos, Jesús libera a un hombre de un espíritu inmundo.

El mal existe, el espíritu del mal sigue actuando en nuestro mundo y en nuestra persona.    El demonio existe, si no ¿cómo  explicar que tres cuartas partes del mundo muera de hambre?, ¿Cómo explicar el aumento de fabricación de armas para que los hombres se maten unos a otros?, ¿Cómo explicar que existan narcotraficantes que venden drogas y se enriquecen con la ayuda de políticos, gobernantes y policías?, ¿Cómo explicar tantas infidelidades de tantos hombres y mujeres?, ¿Cómo explicar que existan tantos gobernantes corrompidos?,  ¿Cómo explicar que los educadores en vez de enseñar a compartir enseñen a competir?

Jesús ha venido para liberarnos de los espíritus malignos que nos rodean y que están en nuestro interior, pero nosotros hemos de colaborar con Cristo en esta lucha.  Una lucha que se desarrolla primero en nuestro interior cuando las fuerzas del mal nos acosan, nos envuelven, nos ciegan y hasta nos derriban.  Pero no hemos de olvidarnos que Dios está a nuestro favor, luchando con nosotros.  Si nosotros queremos, el mal será vencido en nuestro interior si escuchamos la voz del Señor y no endurecemos nuestro corazón.

Pero también tenemos que luchar contra las tuerzas del mal solidarizándonos con todos aquellos que se esfuerzan por crear unas condiciones de vida más justas y fraternas. No basta con hacer el bien individualmente, hay que unirse a todas aquellas iniciativas que hacen posible la construcción del reino de Dios.

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