VIGILIA DE
NAVIDAD
Hoy, hermanos y
hermanas, hemos salido de casa y hemos venido aquí, a reunirnos con la
comunidad, a través de la oscuridad. Nos hemos reunido de noche. Y la
noche —esta maravillosa noche de Navidad— por un lado, da un sentido
especial a nuestra celebración; por otro lado, nos sirve de parábola:
es la imagen de otra clase de oscuridad. No podemos olvidar la cara
oscura de la vida: la de las desgracias, las enfermedades o las
privaciones materiales; la del pecado con toda su miseria moral. Estamos
todos, dentro de esta pesada noche. La traemos pegada a la piel. Somos “el
pueblo que caminaba en tinieblas”, como nos decía el profeta Isaías.
Ahora bien, todo esto
es cosa del pasado. La novedad es otra. La buena nueva que hoy nos reúne y pone
en nuestros labios un cántico nuevo es que, desde la primera Navidad, “habitaban
tierra de sombras y una luz les brilló”. “Les traigo una buena noticia”, dice
el ángel a los pastores de Belén: “les ha nacido un Salvador, el Mesías, el
Señor”. Es ésta la gran noticia que en esta asamblea eucarística
actualizamos. La luz de la Navidad es gracia que lo ilumina todo: Genera
en nosotros la alegría cierta de una paz absoluta, incondicionada, porque no
tiene su fundamento en nosotros, sino en un hecho maravilloso que nos
trasciende: el Señor ama a los hombres.
Por ello esta noche
hemos de decir: ¡Felicidades, Jesús! ¡Felicidades, hermanos!
Esta es la noche de las
felicitaciones, porque es la noche de la felicidad, de la dicha más grande
jamás anunciada: Dios se acordó de nosotros, Dios está entre nosotros, Dios
nos quiere, nos ama y nos salva.
¡Felicidades, Jesús! Te has
hecho tan nuestro que eres uno de nosotros, un niño que nace, que comienza a
cumplir años.
Y cuando uno de los
nuestros cumple años le decimos lo que a ti: ¡Felicidades!, ¡Bienvenido!
Te has hecho tan
nuestro que eres uno de nosotros, y cuando uno de los nuestros descubre o
aporta algo importante, lo felicitamos. Y tú nos descubres lo más importante: al
mismo Dios; y tú nos aportas lo jamás soñado: el amor inmenso de Dios
que se hace ternura en la carne de un niño, que se expresa en beso de perdón y
de acogida, que se derrama en esperanza salvadora, que se entrega hasta la
locura de la cruz. ¡Felicidades y gracias, Jesús!
¡Felicidades, hermanos! Estamos de
enhorabuena. De la más completa enhorabuena. Lo increíble ha sucedido. Lo
esperado por los siglos ha llegado. “El pueblo que caminaba en tinieblas ha
visto una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”.
El cielo ha rasgado sus
velos y ha tendido un puente hasta la tierra. Desde hoy cielo y tierra se
han unido. Dios y hombre se han fundido en un abrazo tan estrecho, que será
imposible separarlos: el Hijo será nuestro hermano para siempre y nosotros
para siempre sus hijos.
Cristo asume por
completo nuestra vida humana, para que nosotros asumamos en Él la vida divina.
Cristo nace e inicia su camino de amor hasta la muerte, para que nosotros nos
hagamos compañeros de viaje y caminemos con Él por el amor hasta la vida que
vence a la misma muerte y se abre a la resurrección. Así que felicidades,
hermanos, estamos de enhorabuena.
¡Felicidades, María! ¡Es un niño
lleno de hermosura! ¡De verdad! Nunca podremos decirlo a nadie con más verdad
que a ti. Porque sabes que ese niño, tu hijo, el que acabas de dar a luz y aún
estrechas en tus brazos, es la joya más preciosa, el tesoro más valioso y, por
encontrarlo, merece dejarlo todo y entregarlo todo, hasta la propia vida.
Porque ese "niño
que nos ha nacido, ese hijo que tú nos has dado, lleva al hombro el principado,
y es su nombre: maravilla de consejero, Dios Amigo, Padre perpetuo, príncipe de
la paz". Por eso estás tranquila, a pesar de no poder ofrecerle otra
cosa al Dios hombre de tus entrañas, nacido entre tanta pobreza. Porque sabes
que la riqueza es Él, y que precisamente desde la pobreza de un corazón sin
apego alguno, es desde donde lo podemos presentar lo único que viene a buscar,
nuestro amor.
¡Felicidades, José! No te apenes
por no haber podido contar siquiera con la cuna de madera que, a buen seguro,
estabas preparando en Nazaret con tantísimo cariño. ¿Ves? El pesebre que con tu
buena maña has convertido en una cuna improvisada, es el mejor trono real para
este Príncipe de la Paz.
¡Quédate satisfecho,
José! Dios ha encontrado en ti, el hombre justo para ser el padre de quien trae
la justicia; el creyente fiel que ha merecido cumplir las Escrituras y ponerle
el nombre al Salvador, Jesús; el esposo que cuida en amor del amor virginal de
María y del fruto virginal de su vientre.
En Jesús, María y José,
nos felicitamos todos. Porque -lo decía san Pablo- “ha aparecido
la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a
renunciar a la vida sin fe y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora
una vida sobria, honrada y santa”.
Este queremos que sea
nuestro regalo: vivir con fe, sabiéndote descubrir en la carne más débil
y necesitada de nuestros hermanos los hombres; vivir con sobriedad,
aprendiendo tu lección de pobreza para compartir con ellos cuanto somos y
tenemos, como tú; vivir con honradez nuestra religiosidad para
demostrarte que te amamos amando a los demás.
Nuestro regalo eres tú,
Señor. Permítenos frotarnos los ojos para creer lo que está sucediendo.
Permítenos escuchar una
vez más “la Buena Noticia, la gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la
ciudad de David, les ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tienen
la señal: encontraran un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”.
Aquí, en la Eucaristía,
que es el nuevo Belén, tenemos la señal: es el Mesías, el Señor, renovando
su nacimiento y con Él el misterio todo de nuestra redención.
Aquí y en Él, en
Cristo, Dios nos sale al encuentro con su salvación realizada ya y que
culminará cuando este Príncipe de la Paz reúna todo principado en el cielo y la
tierra y lo presente a Dios en la plenitud de los tiempos. Entonces nuestro
canto será como el de esta noche, aunque con una palabra añadida: “Gloria a
Dios en el cielo, y en la nueva tierra paz a los hombres que ama el Señor”.
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