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martes, 24 de octubre de 2017


XXX DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

La liturgia de este domingo nos dice que el amor es lo que Dios pide, o incluso, el amor es lo que Dios exige a cada creyente.  Que nuestro corazón se sumerja en el amor.

La 1ª lectura del libro del Éxodo nos ha relatado cómo el pueblo de Israel, una vez que se estableció como pueblo y se organizaron socialmente se olvidaron que una vez fueron pobres y cerraron su corazón a los necesitados y muchas veces se convirtieron en opresores, aprovechándose de los inmigrantes pobres, viudas y huérfanos. 

Si le echamos una mirada a nuestro mundo, vamos a descubrir que esta situación que se denuncia en esta lectura sigue estando presente entre nosotros.  Hay muchísimos pobres que sólo cuentan con sus manos para trabajar, que no tienen tierra, ni dinero, ni conocimientos, ni influencias y por lo tanto son mano de obra barata. 

Cuantas personas hoy son explotadas, utilizadas, maltratadas, condenadas a una vida solitaria.  Me refiero a esas personas que tienen sida, y son expulsados de sus hogares, condenados a vivir una vida de sombras, lejos, muchas veces, de sus hogares; cuántos enfermos incurables son abandonados, condenados a la soledad, y a veces los escondemos y evitamos que los vean.  Necesitamos aprender que todos los hombres y mujeres, sobre todo los más débiles, los más necesitados, los más abandonados, deben ser respetados, protegidos y amados.

Dios no acepta un mundo construido de esta forma y por lo tanto, nosotros como creyentes, no podemos tolerar estas situaciones en las que se violan los derechos y la dignidad de los pobres.  ¿Podemos ser cristianos y a la vez se explotadores de los más necesitados? 

Hoy Dios nos dice que Él está a favor de los débiles, de los necesitados.

La 2ª lectura de san Pablo a los Tesalonicenses nos pone el ejemplo de unos cristianos: los tesalonicenses.  Ellos son el prototipo, son ejemplo de una comunidad cristiana, de una Iglesia, que se destacó por su fidelidad al Evangelio de Jesús.

Estas personas habían experimentado que los ídolos no salvaban a nadie.  Y aceptaron el mensaje evangélico.  Por eso san Pablo da gracias a Dios. 

El buen ejemplo, la buena conducta, es como una semilla que ofrece muy grandes cosechas calladamente.  La fe cristiana es como una semilla que germina en buenas obras.  Por eso es necesario sembrar el mensaje de Dios, practicarlo, difundirlo, proclamarlo.  No lo podemos callar.  Es pues, con nuestro ejemplo como tenemos que evangelizar a este mundo que quiere prescindir de Dios.

Por ello, quien conoce a Dios, debe abandonar los ídolos, quien conoce el bien tiene que alejarse del mal, quien conoce la verdad tiene que dejar atrás el engaño.  Seamos ejemplo de vida cristiana para todos los que nos conozcan.

El Evangelio de san Mateo nos recuerda lo esencial, lo verdaderamente importante, el único mandamiento que realmente hay que cumplir, porque cumpliendo éste se cumple con todo lo demás.
 
El amor, sí el amor, esa palabra que tanto significa y que tan mal utilizamos, a veces.  El amor, esa asignatura que reprobamos demasiadas veces.  El amor, eso que tanto necesitamos y que tan pocas veces saboreamos.
 
Amar a Dios, amar al prójimo y amarse a uno mismo.  Esto es lo que nos pedía Jesús.  Quizás el problema de tanto desamor en el mundo es que no hemos aprendido a amarnos a nosotros mismos.  Hemos querido amar a Dios y al prójimo y nos faltaba algo fundamental: el amor hacia nuestra propia persona, eso que los psicólogos llama autoestima, tan necesaria para vivir con plenitud.  Un amor hacia nosotros mismos que nada tiene que ver con el egoísmo y el orgullo.

Y ¿cómo podemos edificar nuestra autoestima?  Primero necesitamos humildad, mucha humildad para aceptarnos con nuestros defectos y cualidades; humildad para aceptar nuestra historia con todo lo bueno y malo que hay en ella; humildad para reconocernos poca cosa, y a la vez como lo más importante del mundo, porque cada uno de nosotros es únicos y queridos por Dios.

Nuestro mundo cree que la felicidad, está en tener muchas cosas, en ser más que nadie, en aparentar.  Pero Dios nos propone otro camino, el camino de ser hijos suyos y hermanos todos.  Hay que empezar por reconocernos como hijos de Dios y hermanos.  Hay que descubrir que nuestra dignidad no depende de las cosas que tengo, ni de mis cualidades, ni de lo que hago, sino del amor que Dios me tiene.

Es triste que poco a poco, la falta de amor vaya haciendo de nosotros un ser solitario, un ser nunca satisfecho, que la falta de amor vaya deshumanizando nuestros esfuerzos y luchas por obtener unos determinados objetivos políticos y sociales.

Si nos falta amor nos falta todo. Hemos perdido nuestras raíces. Hemos abandonado la fuente más importante de vida y felicidad. Dios nos ha creado para amar.

TODOS LOS SANTOS  (CICLO A)

 Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos.  Hoy celebramos a todas aquellas personas que viven con Dios.  A todos aquellos que viven ya en el cielo.  Uno son santos canonizados, es decir, están oficialmente en la lista de santos de la Iglesia y los celebramos a lo largo del año litúrgico.  Otros son santos no canonizado, pero no por eso menos santos.  Ellos gozan ya de la compañía de Dios, aunque no se les haya reconocido oficialmente la condición de santos.
 
Hoy le damos gracias a Dios por todos esos santos.  Por todas esas personas de nuestra raza, de nuestra familia, hijos de esta tierra.  Porque ellos son nuestra familia del cielo, con los que nos sentimos en comunión.  Por eso decimos en el Credo: “Creo en la comunión de los Santos”.
 
Todos estamos llamados a ser santos.  Ser santos no es ser gente extraordinaria.  Todos esos santos que hoy celebramos nos enseñan que seguir a Cristo es posible, y que eso es la santidad.  Creyeron en el Evangelio y lo cumplieron y lo vivieron.

Los santos son aquello que han comprendido, y vivido, que la felicidad se encontraba en el camino de Jesús, que es el camino de las bienaventuranzas.  Las bienaventuranzas son el camino para alcanzar la felicidad en este mundo y alcanzar la santidad para el cielo. 

Quizás nos preguntemos: ¿y yo, cómo puedo llegar a ser santo? ¿Cómo puedo llegar a ser feliz?

La palabra de Dios que hemos escuchado nos ha ofrecido la respuesta a estas preguntas, nos ha dicho cómo vivir aquí y alcanzar la felicidad en la vida con Dios después de la muerte.
 
El primer sermón que pronunció Jesús, las primera palabras que nos comunica son: Felices, dichosos, santos son los que practican la justicia.  Si practicamos la justicia seremos pobres, porque no podremos enriquecernos a costa de otras personas, ni adorar al ídolo del dinero o del poder; lloraremos, amaremos a los que sufren, seremos perseguidos, porque practicar la justicia nos hará pensar en los injustamente tratados; nos quitarán nuestras seguridades y además nos perseguirán y tendremos que enfrentarnos a una sociedad que vive con otros valores.

Este es el camino de Jesús y éste es el camino que Él nos propone para ser santos: tener un corazón justo para poder ser pobre y misericordioso con todos.

Puede ser que a nosotros estas palabras del Señor nos resulten difíciles, nos den miedo porque pensamos que la felicidad está en gozar, en pasárselo bien, en ser más que los demás, en no preocuparnos por los que lo pasan mal o sufren necesidades. 

Nuestro problema consiste en que la sociedad actual nos programa para buscar la felicidad por caminos equivocados que al final nos llevan a vivir de manera desdichada.   Nuestra sociedad nos dice: “si no tienes éxito, no vales” 

Una persona que sólo busca el éxito difícilmente será feliz.  Necesitará tener éxito en todas sus pequeñas o grandes empresas.  Cuando fracase en algo, sufrirá muchísimo.  Será una persona agresiva contra la sociedad y contra la misma vida.  Esa persona no será capaz de descubrir que vale por si misma, por lo que es, no por sus éxitos o logros personales.

Nuestra sociedad nos dice también: “si quieres tener éxito, has de valer más que los demás”.  Hay que ser siempre más que los otros, sobresalir, dominar a los demás.  Una persona así está llamada a sufrir.  Vivirá siempre envidiando a los que han tenido éxito, a los que tienen un mejor nivel de vida, a los que tienen una mejor posición en la vida.  Una persona así no sabrá disfrutar lo que es y lo que tiene, y por supuesto no será feliz.

No podemos lograr la felicidad de cualquier manera.  Tampoco podemos comprar la felicidad.  Con dinero sólo podemos comprar apariencia de felicidad.

La fiesta de Todos los Santos nos recuerda que hay otro camino de felicidad.  Ser cristiano es buscar la verdadera felicidad como lo hicieron esos santos “nuestros” cercanos a nuestra vida.  Ellos nos demuestran que es posible vivir esa felicidad que nos dice Jesús hoy.  Una felicidad que comienza aquí, y alcanza su plenitud en el encuentro final con Dios en el cielo. 

En esta fiesta de Todos los Santos, el Señor nos invita a que seamos auténticos hijos de Dios, cada quien desde su propia vocación, desde sus propios carismas, tenemos que buscar la santidad.  Tenemos que vivir como hijos del mismo Padre, como hermanos de quienes nos rodean, especialmente de los más necesitados, sin esto no hay santidad. 

No olvidemos que cada uno de nosotros somos llamado a alcanzar el camino de la felicidad y de la santidad porque a esto es a lo que nos llama y nos invita el Señor al celebrar esta fiesta de Todos los Santos.

TODOS LOS FIELES DIFUNTOS  (CICLO A)

Estamos celebrando el día de los difuntos.  Un día en el que se nos invita a recordar a nuestros seres queridos que ya han muerto.  El día de hoy es un día especial para pedir a Dios por nuestros difuntos.  Es un día especial para que caigamos en la cuenta que todos somos seres mortales, que todos, un día moriremos.  Porque muchas veces vivimos como si no fuésemos a morir nunca.

Las personas que piensan que después de la muerte no hay nada son aquellos que dicen: “comamos y bebamos que mañana moriremos”, la vida no es para eso, la vida es para amar, porque el tiempo se acaba y sabemos que después de esta vida viene la vida eterna.

En este día de los fieles difuntos se nos presenta la realidad de la muerte.  Todos tenemos la dura experiencia de haber perdido a familiares y amigos nuestros.  A veces, después de largas y penosas enfermedades; otras veces, de manera repentina; en ocasiones, víctimas de la delincuencia.  Ante la muerte hay diferentes maneras de reaccionar: unos la viven apasionadamente, otros más calmados, otros más religiosamente.  Pero lo que sí es un hecho es que todos nos resistimos a morir.  No queremos morir.

Ninguna persona quiere morir, porque la muerte termina con todos nuestros proyectos, pone fin a todos nuestros esfuerzos; es el final de nuestra vida, la perdida definitiva de cuanto buscamos y queremos.

Sin embargo, la Iglesia no considera la muerte como una desgracia ni como un castigo.  La muerte forma parte de la vida y es el paso necesario para llegar hasta Dios, la muerte es necesaria para el encuentro definitivo con Dios.
 
Hoy es, para nosotros un día de recuerdo, de fe en la resurrección, de comunión fraterna con nuestros difuntos, de oración por ellos, y de esperanza en el reencuentro.

Es día de recuerdo.  Y es bueno que, este recuerdo de nuestros difuntos se haga visible en la visita al cementerio donde descansan nuestros seres queridos.  Pero como cristianos no solamente hemos de recordar a nuestros seres queridos, sino hemos de tener presentes a todos los que han muerto, conocidos o no.  A todos los queremos tener presentes en esta Eucaristía.  Aunque de una manera especial queremos recordar a nuestros familiares y amigos que ya han dejado esta vida.

Hoy es, también, un día en el cual renovamos nuestra fe en la resurrección del Señor y en la de todos los difuntos.  Creemos, como nos ha dicho la Palabra de Dios que todos los que han muerto con Cristo también resucitarán con Él.

Porque creemos en la resurrección de los muertos, porque creemos en la vida más allá de la muerte, sabemos que estamos en comunión con nuestros difuntos, nos sentimos solidarios con ellos, tal y como decimos en la plegaria IV de la misa: “nos sentimos no sólo unidos a los que murieron en la paz de Cristo, sino también en aquellos cuya fe sólo tú conociste”

Hoy es también un día de oración.  En cada Eucaristía la iglesia hace memoria de los difuntos, pero hoy lo hace de una manera especial.  Hoy ofrecemos la eucaristía y nuestras oraciones en sufragio de los que han muerto a fin de que Dios los purifique y los acoja en su casa de paz y de felicidad plena.  Nuestra oración de hoy se suma a la de toda la Iglesia que se une para pedir por el eterno descanso de nuestros seres queridos.

Por es, hoy es también un día de esperanza.  Sabemos que, después de pasar también nosotros por la puerta misteriosa de la muerte, podremos reencontrarnos con nuestros seres amados y con la multitud inmensa de hermanos que disfrutan de la victoria de Jesucristo sobre el mal y sobre la muerte.  El Señor ha sufrido la muerte para abrirnos la puerta de la Vida para siempre.  Por eso tenemos que vivir con esperanza, porque sabemos que un día nos reencontraremos con nuestros difuntos y podremos ver el rostro del Señor y podremos disfrutar personalmente del abrazo eterno de Dios nuestro Padre en el gozo del Espíritu Santo.

Como cristianos, que creemos en la resurrección, hemos de dar testimonio de que la vida no se acaba con la muerte; tenemos que ser anunciadores de la esperanza de vida eterna que hay en nosotros gracia a la fe en Cristo muerto y resucitado.  El cristiano ve la muerte y cree en la vida, porque sabe que la muerte, desde que un día Jesús murió en la cruz por amor hacia todo el mundo, no es el final, es el paso a la vida plena que Dios quiere para toda la humanidad.

Recordar, pues, en este día a los fieles difuntos, no es una ocasión para la tristeza, sino para dar gracia a Dios por ellos, para pedirle a Dios nuestro Padre que interceda por nosotros y para que la vida que ellos ya viven junto a Dios, la podamos alcanzar también nosotros un día y estar eternamente con ellos y con Dios para siempre en el cielo.