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lunes, 5 de septiembre de 2022

 

XXIV DOMINGO ORDINARIO (CICLO C)


La liturgia de este domingo nos habla de cómo Dios ama infinita e incondicionalmente al hombre y por eso siempre está dispuesto a ofrecernos su perdón.

La 1ª lectura del libro del Éxodo nos presenta a Moisés intercediendo ante Dios por su pueblo.  Dios había sacado al pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto y poco después, este pueblo se había desviado del camino adorando a una imagen de metal.  Dios deseaba castigar a ese pueblo, pero Moisés pide al Señor que no lo destruya, y Dios perdonó al pueblo.

Cuántas personas hay que son capaces de “vender su alma al diablo” para ser importantes, para tener éxito, para llegar a los primero puestos.  Cuántas personas hay que son capaces de sacrificar los valores más sagrados para ser populares, conocidos, famosos, para que la gente les tenga envidia, o para tener influencias.

Esta clase de personas son capaces de abandonar al Dios verdadero y hacerse adoradores de ídolos para llegar a ser importantes.  Hoy los hombres siguen fabricando ídolos: dinero, placer, comodidad, etc.  Nos entusiasmamos con Dios y le juramos lealtad y, al rato, lo dejamos para seguir otros caminos.

Dios es siempre fiel, si nos hemos equivocado y hemos ido tras los ídolos de este mundo, podemos pedirle perdón y volver de nuevo a Él.  Dios sabe perdonar, aunque nos exige fidelidad a Él.

En la 2ª lectura de san Pablo a Timoteo San Pablo reconoce haber sido blasfemo y perseguidor de la Iglesia de Cristo. Y habla de cómo el Señor -a pesar de todo eso- le había tenido confianza para ponerlo a su servicio.

San Pablo le asegura a Timoteo que Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores.  Recordemos eso nosotros: el propósito de la venida de Cristo al mundo fue para buscar y salvar a los pecadores. Como hizo con Pablo, quien se confiesa el más grande pecador.

El evangelio de hoy de San Lucas, es llamado las parábolas de la misericordia. Las tres nos hablan de la alegría de la recuperación de lo que se había perdido: la oveja, la moneda, el hijo. Y en los tres casos se señala la alegría de esa recuperación por parte del pastor, de la mujer y del padre, respectivamente.

Estas parábolas nos hablan de cómo es Dios, un Dios que “nos deja desconcertados” porque a menudo, sus caminos no son nuestros caminos,  un Dios que es capaz de salir a buscar al pecador representado en esa oveja y en esa moneda perdida. Un Dios que se sienta a la puerta de la casa a esperar ver volver al hijo pródigo, y cuando lo ve lo abraza y hace una gran fiesta en su casa.   Todas estas parábolas nos sorprenden porque nos hablan de que el amor de Dios es infinito, tiende a desbordarse, el amor de Dios no lleva cuentas del mal, perdona siempre y no pone condiciones al perdón, espera siempre y siempre está dispuesto a darse.  

Nuestro amor, la mayoría de las veces es interesado, somos amigos de nuestros amigos mientras ellos nos correspondan, siempre exigiendo nuestros derechos y nunca dispuestos a reconocer los derechos de los demás.  Aceptamos al que piensa como nosotros, pero al que no piensa igual, estamos siempre dispuestos a humillarlo. A veces hasta el amor a nuestros hijos se ve corrompido por querer someterlos a nuestra voluntad y a nuestros deseos.

Jesús nos invita a sentirnos amados por Dios, a sentirnos queridos, cada uno de una manera especial porque cada uno es único ante Él,  a sentirnos perdonados sin condiciones, aceptados tal y como somos. Y desde esa experiencia gratuita y gratificante, levantar nuestra mirada hacia los demás y reconocer en ellos no a nuestros competidores, ni a nuestros enemigos, sino a nuestros hermanos tan pecadores y tan necesitados de perdón como nosotros, tan hijos de Dios como nosotros. Y desde ese reconocimiento tender la mano a todos.

Los cristianos no debemos temer a relacionarnos con los que son reconocidos como pecadores; antes bien podemos ser ocasión propicia para ellos para recuperarlos para el Padre.

Ojalá empecemos a comprender que la verdadera vida, la vida que es más fuerte que la muerte, consiste en amar a los hermanos como Dios ama.