Vistas de página en total

lunes, 11 de abril de 2022

 

JUEVES SANTO, VIERNES SANTO, VIGILIA PASCUAL Y DOMINGO DE RESURRECCIÓN

JUEVES SANTO

Esta tarde comenzamos, como un momento muy especial de gracia, el triduo pascual: tres días que nos sumergen de una manera especial en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Salvador. Iniciamos, pues, hoy, celebrando la institución de la Eucaristía como memorial de la nueva alianza. Hoy también celebramos el día del Amor fraterno y la institución del sacerdocio ministerial, íntimamente ligados a la Eucaristía.

La celebración de esta tarde tiene un tono especial, que quiere rememorar aquel mismo ambiente íntimo, intenso, que debía tener aquel encuentro de Jesús con sus discípulos. “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”. Y en estos últimos momentos, Jesús quiere reunirse con sus amigos, para despedirse de ellos para dejarles su último mensaje.


Nosotros, esta tarde, queremos ser aquellos amigos de Jesús que estamos con Él en ese momento importante, porque lo amamos y queremos cumplir su voluntad.

Hoy, Jesús en su última cena, la víspera de su muerte en cruz, culmina una vida abierta y ofrecida a Dios y a los demás. Una vida que alcanza a toda  la gente y a los discípulos que lo siguen. Jesús no ignora a nadie. Incluso los que se saben alejados de Dios, encuentran un lugar cerca de Jesús. En la última cena los doce apóstoles están cerca de Jesús, y ellos representan a la Iglesia, es decir, nos representan a todos nosotros.

Jesús toma el pan y toma el cáliz, lleno de vino, y los ofrece a los discípulos. Parte el pan, después de dar gracias a Dios por el humilde don que alimenta a todos, y dice: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros”.  Aquel pan es el cuerpo del Señor, para la vida del mundo. Con el pan de la Eucaristía recibimos la vida, abrimos la puerta al mismo Señor que entra en nuestra casa y habita en nosotros.

Hoy, los apóstoles comen y beben el cuerpo y la sangre de Señor. Mañana su cuerpo será triturado por la malicia de los hombres.

Esta tarde, permitamos, a Jesús, no sólo que nos alimente, sino también que nos lave los pies. Es decir, que nos preste el servicio —puesto que a eso vino— de salvarnos del odio y de la mentira, a fin de que podamos nosotros, por nuestra parte, abrirnos unos a otros en el amor. Jesús se entregó por nosotros, como acción suprema del amor de Dios por nosotros y nos mandó que nos atreviéramos a hacer lo mismo. Que nuestra felicidad no dependiera de otra cosa que no fuera el amor hasta la muerte por los que nos necesitan.


La Eucaristía es el signo eficaz del amor de Dios por nosotros y, por eso, la fuente del amor en el servicio de unos con otros. El servicio que da sentido a todo lo que vivimos en la ventura y en la desventura. El servicio es lo que más nos asemeja a Dios porque es la mejor expresión del amor.

Amor, servicio y vida es lo que celebramos hoy en este jueves santo.  No hay amigo que haya dado su vida por el amigo con tanto derroche de dolor y de amor como Cristo nuestro Señor. Y por eso Cristo nos dice: Esta será también la señal del cristiano, este mandamiento nuevo les doy: “Que se amen como yo los he amado”.

Esta es la gran enfermedad del mundo de hoy: No saber amar. Todo es egoísmo todo es explotación del hombre por el hombre. Todo es crueldad y tortura. Todo es represión y violencia. Cultura de la muerte frente a la cultura del amor.

Junto con la Eucaristía e inseparable de ella, más aún, en función de ella, Jesús nos ha dejado el don del sacerdocio ministerial. Es un don para la Iglesia más que un don personal. Porque fue a los apóstoles a quienes dio el Señor el mandato de hacerla “en memoria mía”.  Esta es la razón por la que en este día celebramos la institución del sacerdocio de Cristo, confiado a hombres frágiles, entresacados del pueblo, consagrados por la fuerza del Espíritu Santo, para presidir los sagrados misterios y proclamar la Palabra de salvación, Por el ejercicio sacerdotal, la Iglesia se congrega para la escucha de la Palabra y para ofrecer a Cristo al Padre y con Él también ella se ofrece.

Hoy es muy buena ocasión para valorar y orar por las vocaciones sacerdotales. Por tanto oremos para rogar al Padre de misericordia que suscite en los corazones de mucho jóvenes el deseo de consagrar la vida al servicio del Reino y de sus hermanos. Por nuestra parte trabajemos porque en nuestras familias se vivan de tal manera los valores del Evangelio que sea el mejor ambiente para cultivar esas vocaciones.

Agradezcámosle a Jesús su invitación a estar con Él esta tarde tan importante, digámosle que lo amamos y queremos cumplir su voluntad y que estamos convencidos de que como discípulos suyos tenemos que distinguirnos por nuestra capacidad de amar.

VIERNES SANTO

Esta tarde nos reunimos para contemplar el rostro doliente de Cristo crucificado.  Queremos acercarnos al misterio de su Pasión y de su cruz, queremos comulgar con sus padecimientos, queremos agradecer la inmensidad de su amor.

Al comenzar esta tarde la celebración de la muerte de Cristo, lo hemos hecho arrodillándonos en silencio meditativo y agradecido.  Es la actitud de quien adora.  Ante esta realidad de un Dios que muere por nosotros, ¡qué otra cosa podemos hacer sino echarnos por tierra repitiendo en el corazón: qué grande, y qué fuerte, Dios mío es tu amor! ¡Tu amor ha llegado hasta el fin! ¡Tu amor nos ha salvado! ¡Gracias, Señor!

La celebración de esta tarde toda ella se centra en la Cruz.  Hoy, de hecho, la Iglesia no celebra la Eucaristía, el más importante sacramento del culto católico; pero asistimos al memorial mismo de la muerte de Cristo.

Veamos en la cruz algunos aspectos que a lo largo del año litúrgico pasamos por desapercibidos: La cruz implica sufrimiento, pero se trata del sufrimiento que lleva a la alegría.

La Iglesia, mediante su liturgia de hoy, nos invita a creer en el Mesías crucificado y a aceptar en la fe: que la muerte de Cristo es el acto de amor supremo de Dios, por medio del cual nos salva; que Dios ha querido manifestar todo su poder en la debilidad de la cruz; que la locura de la cruz es más sabia que la sabiduría del mundo; que a partir de la muerte de Jesús en el calvario, todo en la vida del creyente adquiere un sentido imposible de alcanzar por otros medios; que gracias a la cruz del Señor podemos tener la certeza de que todos nuestros pecados han quedado perdonados; que después de la cruz, no existe otra fuerza mayor en el mundo que no sea el amor;  y, que la vida adquiere su mayor sentido en el amor.

Acabamos de escuchar el impresionante relato de la Pasión.  Jesús ha dado su vida por nosotros.  Él, el inocente y el justo, ha muerto violentamente a manos de verdugos como si de un criminal se tratase.

La pasión nos muestra todo lo que Jesús ha hecho por nosotros, todo el inmenso amor que ha tenido para con todos los hombres.  Hoy, más que nunca, debemos compartir su sufrimiento.  Y, también hoy, debemos sentirnos más cerca de Jesús, incluso sintiéndonos culpables de haber pecado, puesto que, como hemos escuchado en la 2ª lectura, Él no es alguien que “no sea capaz de compadecerse de nuestras flaquezas”.  Jesús ha pagado a un precio muy caro el mal del mundo.  Por eso podemos acercarnos a Él sabiendo que nos perdona y que somos bien acogidos. 

Esta tarde, nos acercamos a la cruz con humildad y confianza, sabiendo que Jesús abre sus brazos para acogernos, perdonarnos y fortalecernos.  ¡Ojalá supiéramos contemplar los brazos abiertos de Jesús!  Por una parte, estos brazos abiertos vencen todo el mal y todo el pecado de nuestro corazón y nos hace mejores y más sencillos, y, por otra parte, nos animan a acercarnos a Él con más fuerza que nunca, con mayor ilusión, superando el desánimo y el desencanto.

Es tremendo la inmensidad de sufrimiento que existe en nuestro mundo.  Sufrimiento físico y moral.  Guerras, miseria, hambre, violencia y muerte.  Toda clase de sufrimientos.  Cárceles y torturas.  Odios, envidias y desprecios.  Y la lista sería interminable.  ¡Cuántos rostros marcados por el dolor!

Jesús hoy y aquí sigue muriendo por nuestros hermanos.  Jesús sigue siendo escupido, pisoteado, abandonado, torturado, despreciado.  En toda persona que sufre debemos ver el rostro de Cristo.  Si así lo hiciéramos, nuestra visión del mundo sería muy distinta y nos daríamos cuenta de los valores por los que vale la pena trabajar.  Cuando en el camino de nuestra vida nos encontramos con el sufrimiento propio o de algún hermano, sepamos que en este sufrimiento está presente Jesús con los brazos abiertos.  De este modo nunca estaremos totalmente solos.  Siempre Jesús estar con nosotros.  Desde Jesús, la soledad total ya no existe.

Que esta tarde sea para nosotros, tarde de silencio contemplando al crucificado, tarde de oración y de plegaria ante Cristo en la cruz, tarde de adoración y agradecimiento a Jesús que por su cruz nos ha librado de la muerte, tarde de silencio y acompañamiento junto a María que nos dio tal redentor, tarde de esperanza porque nuestra semana santa no termina en viernes de sepultura sino en Domingo de Resurrección.

VIGILIA PASCUAL

¡Jesucristo ha resucitado!  Acabamos de escucharlo. Y ésta es una gran noticia. Sí, Jesús no podía corromperse en el interior del sepulcro. Por eso aquellas mujeres piadosas que iban a ungir el cuerpo de Jesús con aromas se encontraron con aquellos dos hombres con vestidos refulgentes que les dije­ron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” “No está aquí: ha resucitado”. ¡Jesús vive! ¡Jesús ha resucitado! La muerte no ha podido destruirlo.

Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la abundancia de signos: fuego, luz, agua, Palabra, cantos y flores. Todo es vida. Todo proclama la resurrec­ción de Jesús. Todo, esta noche, es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra significativa y que hemos cantado con toda el alma: ¡ALELUYA!

El apóstol Pablo nos ha dicho en la epístola de esta noche: “Así como Cristo resucitó de en­tre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”. No­sotros creemos en la vida. Y queremos que todo el mundo viva dignamente. Y porque cree­mos en la resurrección de Jesucristo y en la vida, se nos abren nuevos y amplios horizontes.

Nos damos cuenta de que es posible cambiar y que hay que cambiar, puesto que debemos emprender una nueva vida. Tenemos que abandonar el pecado, el egoísmo y todo lo que nos encadena. Tenemos que saber ser libres de verdad. Es el mismo Pablo quien nos lo dice: debemos vivir “libres de la esclavitud del pecado”.

Dejar la esclavitud y proclamar la vida. He aquí la grandeza de nuestra misión. Y podemos conseguir esto porque la energía de Jesús resucitado también nos ha transformado. Pode­mos ser diferentes. Podemos ser mejores.

Esta noche es también la noche de la esperanza. Debemos proclamar muy fuerte, con el tes­timonio de nuestra vida, que nuestro mundo dormido y triste, puede cambiar. Sin ilusión y esperanza somos personas derrotadas y, de este modo, no podemos ser testigos de Aquel que luchó, dio la vida y resucitó. Tenemos que saber ver y valorar la vida en toda su riqueza y en todas las personas.  A veces quedamos atrapados por algo que nos preocupa y dejamos escapar una inmensidad de vida sin darnos cuenta.

¡Cuánta vida pasa ante nosotros! Valorar la vida en todas sus manifestaciones y promocionarla, podría ser también un fruto de la Pascua.

Emprendamos, pues una nueva vida.  Vencer la esclavitud, vivir con esperanza y amar la vida y valorarla.  Estos deseos podrían ser nuestra felicitación pascual.

Por esto hoy, en esta noche, exultamos de alegría con toda la tierra, tal como se ha proclamado en el anuncio de la Pascua: “Goce también la tierra, inundada de tanta claridad y que radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero”

Hoy, todo es vida, todo es luz, todo es alegría, todo es esperanza, porque Jesús ha resucitado y nosotros también hemos de resucitar con Él.

¡Feliz Pascua de resurrección para todos!

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Hermanos: Esta es la fiesta de los cristianos. Ninguna otra es fiesta si no está fundada en ésta. Los cristianos vivimos en fiesta. Cristo ha resucitado lo cual significa que ha vencido definitivamente a la muerte. Y si su muerte fue nuestra muerte, con mayor razón su victoria es nuestra victoria. Este es la gran noticia que la Iglesia pregona a los cuatro vientos y por todas las edades, desde hace más dos mil años.

El primer día después del sábado, María Magdalena va al sepulcro y lo encuentra vacío. Su desilusión es inmensa. Corre al encuentro de Pedro y le dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto”. Pedro y Juan acuden al sepulcro y lo encuentran todo tal como María se lo ha contado. Y entonces es cuando creen, puesto que, precisamente al ver el sepulcro vacío, comprenden lo que el Señor les había dicho: “Él debía resucitar de entre los muertos”.

Sí, hermanos, nosotros creemos que Jesús ha resucitado. Este es el fundamento de nuestra fe y hoy, más que en otros momentos, lo celebramos solemnemente y con gran gozo. Fíjen­se en este cirio que esta noche hemos estrenado. Su luz es el símbolo de Jesucristo resuci­tado que quiere iluminar nuestra vida. Y también las flores y la luz y el agua. Hoy estamos rodeados de fiesta.    

Nosotros, que creemos en Jesús sentimos una gran alegría en nuestro interior porque cree­mos en Alguien que vive, que ha resucitado. La muerte no lo atrapó. Él es el vencedor de la muerte y del mal. El sepulcro no pudo retenerlo, porque el sepulcro es el lugar de los muertos.

Lo hemos escuchado en la primera lectura: “Nosotros somos testigos de cuanto Él hizo en Judea y en Jerusalén… hemos comido y bebido con Él después de su resurrección”. Los apóstoles anunciaban por todo el mundo la buena noticia de la resurrección de Jesús.

También nosotros hemos creído y creemos que Jesús ha resucitado. Y por eso creemos que también nosotros resucitaremos.

Esta fe nos ayuda a luchar por la vida y a amarla. Los cristianos debemos trabajar, por tanto, en todas las instituciones y grupos que quieren mejorar el mundo, tenemos que dar un alien­to a la vida y a la esperanza. Sí, la fe en Jesús nos ayuda a luchar contra el mal y el egoísmo.

Sí, ya es hora de cambiar. Con la fuerza de Jesús seremos más capaces de luchar contra el mal, de abandonar el egoísmo. El mensaje de la Palabra de Dios nos atrae: “Puesto que vosotros habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Poned todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra”.

Los apóstoles tuvieron una experiencia única. Fueron testigos de la resurrección. Y esto los transformó. Ellos resucitaron con Cristo. Y desde entonces nada los detuvo.

Tenemos que ver más allá de nosotros mismos, debemos tener unas metas más elevadas, debemos mirar a lo alto. Y ello no para alejarnos de la realidad, sino todo lo contrario. Con esta fe y mirada profundas tendremos la fuerza necesaria para transformar la realidad.

La Pascua nos hace optimistas. Con frecuencia los defectos y las dificultades nos abruman, nos entristecen y nos envejecen. Sabemos que es difícil mejorar. Pero, sea cual sea nuestra edad, la Pascua nos invita a ser mejores, a dar muerte a nuestro pecado. a no dejarnos arrastrar por la rutina, a liberarnos de la tristeza… y nos dice que esto es posible.

La fiesta de Pascua es, por tanto una fiesta de optimismo. Jesús resucitado nos dice que podemos amar más, que podemos tener más gozo que podemos tener más paciencia, que podemos en una palabra, mejorar, porque hemos “resucitado con Cristo”.