CORPUS CHRISTI (CICLO A)
Hoy celebramos la fiesta del Corpus Christi, esta fiesta
quiere ser un clamor que recuerde a los cristianos y al mundo que la fuente de
la vida sólo se halla en Dios que se hace presente en la Eucaristía. Por eso, nos hemos reunido hoy para celebrar
esta fiesta siempre entrañable del “Corpus”,
la solemnidad del Cuerpo y Sangre del Señor.
El Jueves Santo
Jesucristo instituyó el Sacramento de la Eucaristía, pero la alegría de este
Regalo tan inmenso que nos dejó el Señor antes de partir, se ve opacada por
tantos otros sucesos de ese día, por los mensajes importantísimos que nos dejó
en su Cena de despedida, y sobre todo, por la tristeza de su inminente Pasión y
Muerte.
Por eso la Iglesia, con gran sabiduría, ha instituido la
festividad del Corpus Christi en esta época litúrgica en que ya hemos superado
la tristeza de su Pasión y Muerte, hemos disfrutado la alegría de su
Resurrección, hemos también sentido la nostalgia de su Ascensión al Cielo y
posteriormente hemos sido consolados y fortalecidos con la Venida del Espíritu
Santo en Pentecostés.
La Eucaristía es el Regalo más grande que Jesús nos ha
dejado, pues es el Regalo de su Presencia
viva entre los hombres... Al estar presente en la Eucaristía, Jesucristo ha
realizado el milagro de irse y de quedarse... Cierto que se ha quedado
-dijéramos- como escondido en la Hostia Consagrada, pero su Presencia no deja de ser real por el hecho de no poderlo ver.
En efecto, es tan
real la presencia de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero en la Eucaristía, que
cuando recibimos la hostia consagrada no recibimos un mero símbolo, o un simple
trozo de pan bendito, o nada más la hostia consagrada -como podría parecer-
sino que es Jesucristo mismo
penetrando todo nuestro ser: Su Humanidad
y Su Divinidad entran a nuestra humanidad -cuerpo, alma y espíritu- para dar a
nuestra vida, Su Vida, para dar a nuestra oscuridad, Su Luz.
Cuando ingerimos alimentos, en virtud del proceso digestivo y
metabólico, nuestro cuerpo asimila dichos alimentos. Pero cuando recibimos el
Cuerpo de Cristo en la Sagrada Comunión, no pensemos que asimilamos a Cristo
como asimilamos los alimentos al comer, sino que es Él quien nos asimila a nosotros; es decir, el
Señor nos hace semejantes a Él, al hacernos participar de su Vida Divina. ¡Así
de maravilloso es este gran regalo que nos da Jesús al recibirlo en la Hostia
Consagrada!
Las palabras que hemos escuchado en el evangelio de San
Juan son rotundas: “Yo soy el pan vivo
que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo os doy es mi carne para que
el mundo tenga vida”. “Si no coméis la
carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no podréis tener vida en vosotros”.
En la Eucaristía comemos y bebemos vida. Claro está que no podemos entender la
Eucaristía como una especie de fuente mecánica.
Sabemos que la Eucaristía es la culminación de la vida de la Iglesia y
del creyente, al mismo tiempo que su fuente.
Jesucristo nos ha dicho estas palabras: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él”. Tenemos que comer para vivir, pero en modo
alguno podemos reducir nuestra vida a comer o consumir. Nuestra alma necesita de ese alimento
espiritual que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así como necesitamos del
alimento material para nutrir nuestra vida corporal, así nuestra vida
espiritual requiere de la Sagrada Comunión para renovar, conservar y hacer
crecer la gracia que recibimos en el Bautismo.
Comulgar no es, por
tanto, como piadosamente se suele decir, recibir a Cristo, sino entrar en comunión con Él, hacer causa
común con Jesús. Y bien sabemos que la causa de Jesús es el hombre, sobre todo
el débil, el oprimido, el empobrecido, el explotado, el reducido a la miseria y
al hambre.
¡Qué agradecidos
debemos estar por el Amor Infinito de Dios al regalarnos la presencia viva de
Jesucristo en la hostia consagrada! ¡Qué agradecidos por poder recibir ese
alimento tan necesario para nuestra vida espiritual! ¡Qué agradecidos porque
Jesucristo se ha quedado con nosotros para ser nuestro alimento espiritual!
Pero para que se
realice en nosotros y a través nuestro el contenido del Misterio Eucarístico es
necesario recibir el Sacramento del Cuerpo de Cristo en estado de gracia.
Es decir: para
comulgar bien, además de comprender a
Quién se va a recibir y de guardar el ayuno requerido, se necesita no haber
cometido pecado grave o haberlo confesado al Sacerdote, estando verdaderamente
arrepentido.
Así podemos recibir
la plenitud de Su Gracia y de Su Amor en el Sacramento del “Corpus Christi”, la Sagrada Eucaristía.
La fiesta del Corpus quiere ser un clamor que
recuerde a los cristianos y al mundo: la
fuente de la vida sólo se halla en Dios que se hace presente por Jesús en la
Eucaristía.
XI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO A)
Seguimos ya
con normalidad los domingos del tiempo ordinario.
En el libro del Éxodo aparece un aspecto poco conocido de la historia de Israel. Dios no sólo
ha liberado a este pueblo de la esclavitud de Egipto y lo ha conducido por el
desierto a la tierra prometida, sino que lo ha constituido “pueblo sacerdotal”,
o sea, pueblo “mediador”. En medio de los demás pueblos, que están sumidos en
la oscuridad doctrinal y moral del politeísmo, el pueblo de Israel debe ser,
según la intención de Dios, signo suyo y mediador de salvación, para que todos
vayan conociendo cuál es el Dios verdadero y vivan según su voluntad. ¡Cuántas
veces dicen los profetas, o los salmos, que Jerusalén debe ser faro de luz, de
verdad y de santidad para todos los pueblos! Otra cosa será si los israelitas
entendieron esto o se encerraron en una perspectiva nacionalista que no admitía
demasiado la universalidad de su misión.
En la carta a los Romanos, que seguiremos leyendo durante tres meses, Pablo hace hoy unas gozosas
afirmaciones: por su muerte en la cruz, Cristo Jesús nos ha reconciliado con
Dios Padre. Es una noticia como para animar a cada uno y para comunicar a los
demás, como hace Pablo.
En el evangelio es Jesús quien, compadecido de las turbas que andan desorientadas, como
ovejas sin pastor, no sólo se dedica él a una evangelización continuada, sino
que llama a discípulos que le ayuden en esta misma tarea.
Si alguien nos
pregunta sobre las posibilidades que tenemos los cristianos de hacer crecer la
fe en el mundo de hoy, ¿verdad que nuestras respuestas a menudo son negativas?
Cuántas veces, hablando de este tema, refiriéndonos quizá a la gente que nos
rodea, o a la juventud, o a la sociedad en general, habremos oído, o incluso
dicho, esta expresión: “No hay nada que hacer...”
Esta visión
pesimista contrasta con la de Jesús. Él dice: “La mies es abundante, pero los
trabajadores son pocos”. Es decir, el problema no es de falta de trigo, sino de
falta de segadores... Por eso añade: “Rogad, pues, al Señor de la mies que mande
trabajadores a su mies”.
Procuremos
entrar, hermanos y hermanas, en esa forma de ver las cosas que tiene Jesús.
Ensanchemos nuestras perspectivas de futuro con las que él nos propone.
Impregnémonos del espíritu misionero del evangelio de hoy.
Debemos, en
primer lugar, prestar atención a nuestro corazón. La misión nace en el corazón
de Jesús, el cual, al ver a la multitud de gente extenuada y abandonada, se
compadece de ellos.
Si no
compartimos esta piedad profunda, no tendremos impulso misionero. Tenemos que
cambiar nuestro corazón, como primer paso para lograr unas comunidades
cristianas más proyectadas hacia fuera, más evangelizadoras.
¿Y de qué se
compadece Jesús? ¿De la pobreza? ¿De la enfermedad?
Sí, desde
luego: él pasa haciendo el bien, curando a muchos hombres y muchas mujeres, de
cuerpo y de espíritu.
Pero el
evangelio de hoy apunta a una cuestión más radical. Dice que se compadecía de
la gente porque los veía extenuados y abandonados, como ovejas que no tienen
pastor. Es decir: Jesús se compadece del fondo de la persona. No aspira sólo a
ofrecernos pequeños consuelos. Nos quiere hacer justos y por eso dará la vida,
como nos ha explicado la carta de Pablo a los cristianos de Roma.
Las generaciones
actuales de cristianos hemos ganado mucho en sensibilidad social: nos
preocupan, más que en otras épocas, la injusticia, la pobreza, el tercer
mundo... Este es un hecho positivo, evangélico, una gracia de Dios. Pero, ¿nos
duele suficientemente que tantos hermanos nuestros hayan abandonado la
Eucaristía dominical, y que tantos otros hayan perdido o medio perdido la fe,
que haya tanta desorientación, que Jesucristo y su Evangelio sean desconocidos
y, en definitiva, que tantos vivan como abandonados, como ovejas que no tienen
pastor? ¿Qué podemos hacer por ellos? Por ellos... porque no queremos
evangelizar por afán de ser más, para llenar nuestras iglesias, para tener
éxito... sino para compartir con muchos la felicidad de conocer el amor que nos
tiene Dios, la paz impagable que nos da el poder decir: “El Señor es mi pastor”.
Por eso Jesús
llama a sus discípulos y los hace apóstoles, es decir, enviados. Él, que es el
enviado del Padre, envía a la Iglesia. Hemos escuchado los nombres de los
primeros doce apóstoles: Simón, llamado Pedro, y Andrés, Santiago y Juan,
Felipe y Bartolomé, Tomás y Mateo el publicano, Santiago y Tadeo, Simón y
Judas, el Iscariote, el que lo entregó. Sobre el fundamento de estos apóstoles
Jesús levantará su Iglesia y la enviará a segar. Su Iglesia es nuestra Iglesia.
Y todos nosotros, cada uno según su ministerio y su carisma, somos enviados a
evangelizar.
Hermanos y
hermanas, nos lo dice el Señor: “íd y proclamad que el reino de los cielos está
cerca”. No nos guardemos la buena noticia para nosotros solos. Seamos fieles a
la misión, y acreditémosla con los signos que el mismo Evangelio nos ha confiado:
curemos, resucitemos, purifiquemos, libremos del mal.