PENTECOSTÉS (CICLO C)

Con la fiesta de Pentecostés que estamos celebrando hoy, terminamos el tiempo litúrgico de la Pascua de Resurrección. Celebrar Pentecostés, es celebrar el nacimiento de la Iglesia.
Las lecturas que hemos escuchado nos han presentado la venida del Espíritu Santo a la primera comunidad cristiana presidida por María la madre de Jesús.
Jesús al despedirse de sus amigos, quiso dejarles un regalo: “Os dejo mi Espíritu”, mi amor. El Espíritu Santo es el regalo que nos deja Jesús. Nos dice que el Espíritu Santo es su amor, el amor del Padre y del Hijo, lo que une al Hijo con el Padre.
A los hombres se les reconoce y se les califica por el espíritu que los anima. El espíritu del poder anima al político, y sin ese espíritu se quedaría posiblemente en su casa. El espíritu de la competición anima al deportista y por ese espíritu se entrena y se esfuerza. Subir al pódium de los ganadores es su gran meta y su recompensa. El espíritu del dinero y de la influencia anima al ejecutivo, al hombre de negocios que vive día a día y momento a momento la tensión de ganar dinero. El espíritu de la vanidad es el que anima a una “estrella” para estar siempre de actualidad y en primera fila y no le importa los sacrificios que tiene que hacer para conseguir la popularidad.
Pero también hay hombres y mujeres a los que calificamos diciendo: “no tienen espíritu”. Son los apáticos, los indiferentes, aquellos a los que resulta difícil saber cuál es el espíritu que los anima, porque más bien parecen que no tienen vida.
Sin embargo, los cristianos hemos recibido el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios. Esto significa que en nuestra vida hemos recibido la fuerza de Dios, que el aliento de Dios, la vida de Dios, está con nosotros para llenarnos de su plenitud y para trabajar por un mundo que viva según la voluntad de Dios.
No podemos esperar de Dios un mejor regalo y tampoco un compromiso más valioso que continuar la misión de Jesús. El Espíritu que nos comunica la misma vida de Dios nos hace capaces de perdonar, de cerrar las profundas heridas que provocamos, superar los odios, de construir una sociedad más humana, de responder al clamor universal de mayor justicia.
Todos creemos que el Espíritu hizo maravillas en aquel grupo de pescadores que eran los apóstoles; nadie duda de que los transformó de apagados en valerosos. Pero la fe viva no consiste en eso solamente, sino en creer que aquellos milagros son modelos de los que el Espíritu puede y quiere realizar en los creyentes de todos los tiempos. Por ejemplo, Jesús nos pregunta como al paralítico: “¿Crees que puedo curarte, recrearte, hacerte nacer de nuevo mediante la acción del Espíritu? Tener fe es responder: “Sí, Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”.
La verdadera fe en el Espíritu no consiste sólo en saber que existe, que procede del Padre y del Hijo y que fue derramado sobre el grupo apostólico, sino en creer que habita dentro de nosotros, en la familia, en la comunidad y en la parroquia, como fuente de energía, con la cual podemos ser hombres y mujeres nuevos, revestidos de valor para dar testimonio en el mundo, como aquellos sencillos hombres y mujeres que convivieron con Jesús. Pero, para ello, se necesita una fe fuerte, porque no podemos olvidar que somos Templos del Espíritu Santo.
¿Qué es lo que hace el Espíritu?
En un primer momento, congregar, unir; es Espíritu de comunión. Así nos lo presentan los escritos del Nuevo Testamento. La comunidad de Jerusalén es fruto de la acción del Espíritu que congrega en fraternidad por encima de diferencias de raza, cultura y nación. Es el Espíritu el que hace que tengan “un solo corazón y una sola alma”.
Reunidos en comunidad, el Espíritu nos hace nacer de nuevo, como dice Jesús a Nicodemo, nos transforma en hombres y mujeres nuevos: generosos, alegres, libres, fuertes.
El Espíritu nos fortalece y enriquece con carismas para que, como los primeros discípulos, seamos testigos de Jesús en el mundo: “Recibiréis la fuerza del Espíritu para que seáis mis testigos”. Recibimos los dones del Espíritu no sólo para nosotros, sino para cumplir nuestra misión de ser sal, fermento y luz en el mundo, para que sembremos con generosidad las semillas del bien, para que construyamos el Reino.
Hoy celebramos que se ha cumplido ya lo que Jesús nos ha dicho, que con el Espíritu se nos da a conocer que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como a un Padre, que todos podemos vivir como hermanos, como hijos de Dios.
Pidamos: ¡Ven Espíritu Santo y transfórmanos, como transformaste a tus discípulos!