V DOMINGO ORDINARIO (CICLO C)

Las lecturas que acabamos de proclamar nos presentan el tema de la vocación. Todos hemos sido llamados por Dios y de Él hemos recibido una misión para llevarla a cabo en el mundo.
La 1ª lectura nos ha narrado la vocación del profeta Isaías. El profeta, ante el llamado de Dios, tiene miedo porque él sabe que él es un pecador y por eso no merece estar en la presencia de Dios. Pero el amor misericordioso de Dios lo purificó y lo preparó para ser profeta purificando sus labios para que sea un instrumento que anuncie la Palabra de Dios.
Todos hemos sido llamados para algo. Cuántas veces hemos oído decir a alguien: “yo he nacido para esto” y también hemos oído decir: “yo no he estoy hecho para esto”. Todo hombre y toda mujer se sienten llamados a desempeñar algún papel, a ejercer una función, a tener un objetivo en la vida.
Cada uno de nosotros tiene su historia de vocación: de muchas formas Dios entra en nuestra vida, nos desafía para una misión, y pide una respuesta positiva a lo que Él nos propone. Dios, día a día nos va diciendo lo que quiere de nosotros.
La misión que Dios nos propone está, muchas veces, llena de dificultades, de sufrimientos, de conflictos, de enfrentamientos. Por eso, cuando Dios nos encomienda una misión en esta vida, esa misión puede resultarnos una cruz difícil de llevar, de ahí, que muchas veces rehusamos y evitamos cumplir con la misión que Dios nos encomienda.
Por ello, hemos de vencer la apatía, y la comodidad que nos impide llevar a cabo la misión a la que Dios nos ha destinado.
¿Estamos listos, como el profeta Isaías, para decirle a Dios: “Aquí estoy Señor, envíame?” Hay que ponerse a la disposición de Dios, para lo que Él quiera.
La 2ª lectura de san Pablo a los Corintios nos presenta a san Pablo reconociendo que él fue un perseguidor de la Iglesia, pero ahora se siente orgulloso de haber sido elegido y enviado por Dios a predicar.
Lo que san Pablo enseña, él lo ha recibido de los apóstoles, los cuales iban repitiendo lo que Jesús había hecho y enseñado.
El cristianismo se irá extendiendo de una generación a otra de un modo parecido a como una antorcha olímpica o una carrera de relevos, la llama o el protagonismo va pasando de unos a otros.
Nosotros hemos recibido la fe gracias a los que la han vivido antes que nosotros y nos la han transmitido. Ahora somos nosotros los llamados a pasarla a quienes vienen después. No digamos ahora que, en nuestra generación, la cadena se está rompiendo. Que los hijos no aceptan lo que les transmiten sus padres. Que somos incapaces de cumplir esta misión.
Todos tenemos que dar testimonio de nuestra fe y ser transmisores de la Tradición de la Iglesia, todos tenemos que ser continuadores de la tarea de los primeros apóstoles.
EN el Evangelio de san Lucas nos ha relatado el encuentro de Jesús con Pedro, Santiago, Juan y sus compañeros pescadores. Jesús se acerca a ellos, les pide que tengan confianza y los invita a echar de nuevo las redes. Y se realizó lo imposible, la pesca abundante.
Nosotros como cristianos, somos seguidores de Jesús. Y a todos nos dice lo mismo que a Pedro: “no temas”.
Todos debemos salir a pescar, a predicar el Evangelio de Jesús con nuestras palabras y con nuestra vida, en nuestras familias, con nuestros hijos, nietos, padres o hermanos; en nuestro pueblo: con nuestros amigos, vecinos, conocidos, en nuestros lugares de trabajo o de estudio: con nuestros compañeros; en nuestros lugares de diversión, hacer realidad los valores del Evangelio: el perdón, el amor, la comprensión, la generosidad, la solidaridad…
Esta labor de ser mensajeros del Evangelio de Jesús no la hacemos los cristianos en el templo, sino en la vida, donde vivimos y con quienes vivimos; compartiendo sus alegrías y sus penas, sus gozos y sus problemas, sus éxitos y sus fracasos.
Donde las personas trabajamos, luchamos, sufrimos y disfrutamos es donde tenemos que hacer presente el Evangelio de Jesús. Ahí es donde tenemos que demostrar que el evangelio nos puede dar luz que nos ayude a todos a ser más felices. Ahí es donde los cristianos debemos ser responsables de anunciar a los demás nuestra fe.
Al terminar la Eucaristía deberíamos decirle a Dios: Aquí estoy, Señor. Mándame a mí a seguir anunciando tu Evangelio a lo largo de toda la semana.