XXII DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)

La liturgia de este domingo nos habla de la “Ley de Dios”. La Ley de Dios nos indica el camino que tenemos que seguir. La Ley de Dios no es cumplir simplemente unos ritos, sino que es un proceso de conversión para que nos comprometamos cada vez más con el amor de Dios y con los hermanos.
La 1ª lectura del libro del Deuteronomio, nos dice que cumplir las “leyes” y preceptos del Señor nos aseguran la felicidad y la vida en plenitud. Por ello es importante que acojamos la Palabra de Dios y nos dejemos guiar por ella.
Una ley puede ser muy legal y ser muy injusta al mismo tiempo. Las leyes han sido dadas para que podamos vivir mejor; todas las leyes deben estar hechas para servir al hombre y no el hombre al servicio de las leyes.
Algunas personas creen que las leyes y preceptos de Dios nos esclavizan, limitan nuestra libertad, nos quitan nuestra autonomía; para otros, las leyes y preceptos de Dios son algo que ya están superados, son una moral superada que no coincide con los valores de nuestro tiempo y que la Iglesia debería quitar todas las leyes porque ya son anticuadas.
Hoy nos recordaba la primera lectura que la Palabra de Dios es siempre actual, que libera al hombre de la esclavitud y del egoísmo. Por lo tanto las leyes y preceptos del Señor son siempre actuales y sirven para conducirnos a la verdadera vida y a la verdadera libertad.
“No añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada”, nos decía la primera lectura. No podemos nosotros adulterar las leyes de Dios, por intereses personales, no podemos adaptar las leyes de Dios según nuestros intereses personales, no podemos hacerle decir a Dios cosas que no dice. Cumplamos las leyes de Dios sin quitarle ni ponerle nada de lo que dicen.
La 2ª lectura de la carta del apóstol Santiago nos decía: “Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla”.
Ser cristiano no es saberse de memoria los Mandamientos, no es saberse de memoria la Biblia. Ser cristiano es vivir el amor en compromisos concretos que se vean en la forma en que tratamos a los necesitados y que se vean en cómo nos mantenemos viviendo entre los corruptos, sin mancharnos nosotros con toda esa corrupción que nos rodea.
La Palabra de Dios que escuchamos cada domingo, debemos acogerla en nuestro corazón y nos tiene que llevar a la acción. Si nos quedamos únicamente en la escucha y contemplación de la Palabra, se hace estéril e inútil.
En Evangelio de san Marcos, Jesús denuncia la hipocresía de los fariseos.
En todos los tiempos ha habido fariseos. Hoy también podemos vivir un cristianismo superficial, de celebraciones sociales con agua bendita, de exterioridad. Por el contrario, Cristo exige un cristianismo que sea una verdadera respuesta personal a la llamada de Dios y a las necesidades de los hermanos.
No se puede, ni se debe, encerrar nuestra fe en una sacristía ni acallar con una novena; tiene que ir al fondo de la vida y dinamizar cada acción de quien se dice cristiano.
Ser discípulo no es llevar una medalla en el pecho ni exhibir un documento que nos acredite como cristianos; no es cumplir rituales ni ceremonias, es una vida interior.
No es posible decirse verdadero cristiano y desfalcar los fondos de la comunidad, jugar con la justicia, mentir descaradamente. No se puede decir que escuchamos el evangelio si después ponemos al dinero como nuestro dios, convivimos con la injusticia y entregamos al placer todos nuestros esfuerzos.
Nos equivocamos rotundamente cuando ponemos más atención a los comportamientos exteriores que al cuidado interior.
Hoy Jesús nos dice que hay que cuidar el interior, no lo superficial. Están bien todos los intentos de embellecer y dar su manita de gato con programas sociales, pero si no vamos al fondo, si no cambiamos las estructuras injustas, si no se cambia el corazón del hombre, todo queda en buenos deseos.
No habrá ninguna transformación y mejora social si antes no hay una conversión personal. ¡Qué importa vestir bonito cuando se tiene el corazón podrido!
Es falsa ilusión decir que estamos buscando una sociedad más justa y humana, si ninguno de nosotros estamos dispuestos a reconvertir y a cambiar el corazón, y seguimos aferrados a nuestras tradiciones y privilegios.
¿Influye el evangelio en cada momento de nuestra vida? ¿Es solamente una accesorio o brota desde nuestro interior? ¿Qué tendremos que cambiar?