LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR (CICLO A)

Celebramos hoy la fiesta de la Transfiguración de Jesús. Jesús torna consigo a sus discípulos más íntimos y los lleva a una “montaña alta”. No es la montaña a la que le ha llevado el tentador para ofrecerle el poder y la gloria de “todos los reinos del mundo”. Es la montaña en la que sus más íntimos van a poder descubrir el camino que lleva a la gloria de la resurrección.
El rostro transfigurado de Jesús “resplandece como el sol” y manifiesta en qué consiste su verdadera gloria. No proviene del diablo sino de Dios su Padre.
Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías. No tienen el rostro resplandeciente, sino apagado. No se ponen a enseñar a los discípulos, sino que “conversan con Jesús”. La ley y los profetas están orientados y subordinados a Él.
La escena de “la transfiguración de Jesús” concluye de una manera inesperada. Una voz venida de lo alto sobrecoge a los discípulos: “Este es mi Hijo amado”: el que tiene el rostro transfigurado. “Escuchadle a Él”. No a Moisés, el legislador. No a Elías, el profeta. Escuchad a Jesús. Sólo a Él.
“Al oír esto, los discípulos caen de bruces, llenos de espanto”. Les aterra la presencia cercana del misterio de Dios, pero también el miedo a vivir en adelante escuchando sólo a Jesús. La escena es insólita: los discípulos preferidos de Jesús caídos por tierra, llenos de miedo, sin atreverse a reaccionar ante la voz de Dios.
La actuación de Jesús es conmovedora: “Se acerca” para que sientan su presencia amistosa. “Los toca” para infundirles fuerza y confianza. Y les dice unas palabras inolvidables: “Levantaos. No temáis”. Poneos de pie y seguidme. No tengáis miedo a vivir escuchándome a mí.
En la Iglesia tenemos miedo a escuchar a Jesús. Un miedo soterrado que nos está paralizando hasta impedirnos vivir hoy con paz, confianza y audacia tras los pasos de Jesús, nuestro único Señor.
Probablemente es el miedo lo que más paraliza a los cristianos en el seguimiento fiel a Jesucristo. En la Iglesia actual hay pecado y debilidad pero hay, sobre todo, miedo a correr riesgos.
Hay miedo para asumir las tensiones y conflictos que lleva consigo el buscar la fidelidad al Evangelio. Nos callamos cuando tendríamos que hablar.
Miedo a hablar de los “derechos humanos” dentro de la Iglesia. Miedo a reconocer prácticamente a la mujer un lugar más acorde con el Espíritu de Cristo.
Hay miedo a anteponer la misericordia por encima de todo, olvidando que la Iglesia no ha recibido el “ministerio del juicio y la condena”, sino el “ministerio de la reconciliación”.
Tenemos miedo a la innovación, pero no al inmovilismo que nos está alejando cada vez más de los hombres y mujeres de hoy. Se diría que lo único que hemos de hacer en estos tiempos de profundos cambios es conservar y repetir el pasado. ¿Qué hay detrás de este miedo? ¿Fidelidad a Jesús o miedo a poner en “odres nuevos” el “vino nuevo” del Evangelio?
Tenemos miedo a unas celebraciones más vivas, creativas y expresivas de la fe de los creyentes de hoy, pero nos preocupa menos el aburrimiento generalizado de tantos cristianos buenos que no pueden sintonizar ni vibrar con lo que allí se está celebrando. ¿Somos más fieles a Jesús urgiendo minuciosamente las normas litúrgicas, o nos da miedo “hacer memoria” de Él celebrando nuestra fe con más verdad y creatividad?
Tenemos miedo a la libertad de los creyentes. Nos inquieta que el pueblo de Dios recupere la palabra y diga en voz alta sus aspiraciones, o que los laicos asuman su responsabilidad escuchando la voz de su conciencia. ¿Tenemos miedo a escuchar lo que el Espíritu puede estar diciendo a nuestras iglesias? ¿No tememos apagar el Espíritu en el pueblo de Dios?
En medio de su Iglesia Jesús sigue vivo, pero necesitamos sentir con más fe su presencia y escuchar con menos miedo sus palabras: “Levantaos. No tengáis miedo”.