Vistas de página en total

lunes, 10 de agosto de 2020

 

XX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO A)


Las lecturas de este domingo nos hablan de la universalidad de la salvación que se ofrece a todas las personas y a todos los pueblos.  Dios quiere que todos los hombres se salven.

La 1ª lectura del profeta Isaías nos hace un anuncio maravilloso y esperanzador: Dios llama a todos los hombres de la tierra a participar en su salvación.

El profeta Isaías quiere construir un pueblo, una comunidad agradable a Dios, una comunidad formada por todos los grupos de personas que vivían en Israel.  Pero Isaías encuentra dificultades, porque los israelitas se creían el único pueblo de Dios y por ello cometían injusticias y divisiones contra los extranjeros.

Nosotros también, muchas veces, queremos ponerle límites a Dios.  Hemos construido fronteras artificiales para separar un país de otro; nos aislamos de las personas que no piensan como nosotros o que no son como nosotros.  Incluso vemos cómo nacen y se mantienen guerras por la independencia de un país o de una región.

Sin embargo, a Dios no le gustan las fronteras.  No le gusta la discriminación por ser de una familia concreta, de una lengua, de una nación o de una raza.  Para Dios la salvación es universal: para todos los hombres y para todos los pueblos.

Tengamos nosotros también esta visión universalista para acoger a todos los seres humanos, vengan de donde vengan, tengan la cultura que tengan, sean de la raza que sean.

La 2ª lectura de san Pablo a los romanos nos habla también de la universalidad de la salvación. 

San Pablo se dirige especialmente a los que no son judíos y se lamenta de que los judíos, los de su raza, han rechazado a Cristo.

Y nosotros. ¡Cuántas veces no hemos rechazado a Cristo! ¡Cuántas veces no le hemos dado la espalda a Dios!  ¡Cuántas veces porque Dios no nos concede lo que le hemos pedido nos alejamos de Él!  ¡Cuántas veces, porque Dios no nos cumple nuestro capricho o nos hace esperar un poco, le protestamos o incluso nos alejamos de Él!

Por eso san Pablo no decía hoy: Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos”.

El Evangelio de san Mateo nos ha presentado a una mujer cananea, es decir, no judía, que pide ayuda a Jesús para su hija.

Puede sorprendernos hoy la actitud de Jesús en el evangelio.  En un primer momento, Jesús muestra indiferencia y permanece callado ante la angustia de esta mujer.  Luego le dice a la mujer: No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”.  Cualquier persona ante esta actitud pasiva de Jesús se hubiera desistido de seguir suplicando.  Sin embargo ella siguió confiando.

Hay dos rasgos en la mujer cananea que es importante destacar: la solidez de su fe. La fe de esta mujer está fundamentada en la total confianza en Jesús, a quien reconoce como Mesías, de ahí que Jesús le diga: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”.

En segundo lugar hay que reconocer su constancia en la oración. ¡Qué bueno es orar!  Hoy también, para nosotros en necesario orar.  En medio de nuestras ocupaciones y de nuestras prisas, entre el ruido y el desasosiego, por encima de los compromisos sociales, en la casa o en la iglesia, ¡qué bueno encontrar tiempo para rezar!

¿Cómo podríamos vivir si no encontramos momentos para hablar con las demás personas, con nuestros amigos y familiares?

¿Qué pasaría con unos novios que nunca hablasen entre ellos? ¿Podríamos decir que existe amor entre un matrimonio en el cual los esposos no tuvieran nada que decirse? ¿Pueden ser amigos unas personas que no se hablan?  ¿Qué pensaríamos de unos padres que no hablasen con sus hijos?  Si el hombre no habla con aquellos que lo rodean y, sobre todo, con aquellos con los que comparte su vida, es que está perdiendo una de sus más preciosas facultades y está fabricándose un mundo de soledad y de angustia. Cuando falla el hablar entre los novios, o el matrimonio, o los amigos, o los hijos, es que se está acabando el amor y la amistad.

Pues así es lo que le pasa a un cristiano con Dios, un Dios personal con el que se comparte la vida, con todas sus ilusiones y sus decepciones, un Dios con el que se habla, con el que se cuenta, a quien se pide, como la Cananea, y a quien se agradece.

Dios y el cristiano son dos amigos que comparten la vida, que van juntos siempre.  Y esto no se puede hacer sin orar.  Es inconcebible una auténtica relación con Dios vivida en el silencio que supone la ausencia de oración.

Pidámosle al Señor que fortalezca nuestra fe y que esa fe alimente nuestra oración confiada al Señor, a imitación de la mujer cananea.