XXXIII DOMINGO ORDINARIO (CICLO B)
Estamos acabando el año litúrgico, y las lecturas nos hablan del final de los tiempos, del final del mundo.
La 1ª lectura del profeta Daniel nos muestra al pueblo judío que no goza de paz porque está siendo perseguido y en estas circunstancias el profeta Daniel les anuncia que Dios va a intervenir para liberar al pueblo fiel. En su tiempo, el pueblo de Israel, sufría persecución, muerte y derrota por la persecución de los reyes de Persia.
Hoy, nosotros, sufrimos también desgracias y desesperanzas en esta sociedad moderna, donde a veces perdemos las ilusiones y hasta las mismas esperanzas, y nos dan ganas de echarlo todo a rodar, cuando vemos cómo la inmoralidad y la falta de honestidad nos las imponen en los mismos hogares, a través de la televisión, jugando con nuestros instintos y pasiones y destruyendo la moral de nuestros hijos, niños y jóvenes; cuando vemos que grupos fuertes de narcotraficantes imponen su ley de muerte con la venta de drogas, enfrentándose y amordazando a los mismos gobiernos, que nosotros hemos elegido para que nos administren con honestidad y justicia y para que nos defiendan; cuando vemos también y sufrimos tantas injusticias, sintiéndonos impotentes y derrotados, como aquel pueblo de Israel ante la persecución a muerte de sus reyes.
Hay personas, hoy en día, que son “perseguidos” por ser fieles a los valores cristianos, y si acaso no son perseguidos sangrientamente, sí, muchas veces no son tomadas en cuenta estas personas o son motivo de risa, de marginación o de rechazo.
La lectura de hoy nos dice que Dios no abandona a aquellas personas que le son fieles y que la victoria final será para aquellos que se mantienen fieles a Dios y que siguen su camino. Tenemos que ser muy conscientes que Dios no nos va a abandonar y que el justo, es decir, el que ha permanecido fiel a Dios despertará para la vida eterna; los otros, los que no han sido fieles a Dios despertarán para la tribulación perpetua.
La 2ª lectura de la carta a los Hebreos, nos recuerda que Jesús vino al mundo para liberar al hombre del pecado, para hacernos hombres justos.
Cuando en nuestra vida tomamos decisiones equivocadas, que incluso nos pueden apartar de Dios, Él no nos abandona. Todo el mal que, a veces, hay en nuestra vida, en nuestro interior, no tiene la última palabra. La última palabra es siempre el amor misericordioso de Dios, un amor que siempre está buscando nuestra salvación.
Que no seamos nosotros quienes hagamos inútil o estéril la muerte de Jesús, sino que avivemos nuestra fe en el Señor y la esperanza en su perdón. Porque Jesucristo vino al mundo para cumplir una única misión: salvar y liberar a los hombres de su pecado.
El Evangelio de san Marcos nos habla del fin del mundo.
El Evangelio de hoy nos invita a pensar en el futuro, a pensar en el destino final de la humanidad y de nuestra historia, a pensar el destino final de cada uno de nosotros. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué pasará al final de los tiempos? A veces, hacernos estas preguntas nos da miedo y por eso no pensamos mucho en el final de los tiempos.
La ciencia nos dice que esta tierra con todos los seres vivos y el universo entero llegará un día en que desaparecerán. El Sol, dicen los científicos, en sus últimos años de vida, aumentará de tamaño y se comerá la Tierra, después explotará quedando sólo un pequeño resto de materia que se irá apagando poco a poco. Y como el Sol todas las demás estrellas del universo, irán apagándose y desapareciendo. Esto pasará dentro de miles de millones de años. Quizás la humanidad haya desaparecido mucho antes, y desde luego cada uno de nosotros ya no existirá. Por eso nos preguntamos ¿cuál es nuestro destino? ¿Desaparecer?
El Señor, anticipándose a los descubrimientos de los científicos también nos predijo que el cielo y la tierra pasarían, pero nos dijo que sus Palabras, sus promesas permanecerán para siempre. Al final, nuestro destino no es desaparecer para siempre sino encontrarnos con el Señor. El Dios que nos dio la vida es el mismo que también estará presente al final de la historia. Por eso todos los días de nuestra vida, se nos invita a confiar en Dios, a confiar en su Palabra, a confiar en su promesa de vida eterna.
Confiar en el Señor no es solamente para consolarnos a la hora de la muerte, sino que hemos de confiar en el Señor porque sabemos que al final de la vida nos vamos a encontrar con Él cara a cara, pero ya desde ahora nos encontramos también con Dios todos los días en cada acontecimiento de la vida.
Si Dios está al final de la vida, lo está también ahora y aquí, por eso tenemos que saber descubrir a Dios en el sufrimiento, sintiendo a Dios solidarios con nosotros e invitándonos a resistir al mal. Tenemos que descubrir a Dios también en las alegrías dejando que brote en nosotros la alabanza y el agradecimiento a Dios. Tenemos que vivir la vida sabiendo que Dios está a nuestro lado en lo bueno y en lo malo. Dios está aquí queriendo encontrarse con nosotros, queriendo que ya desde ahora vivamos la alegría de ese encuentro definitivo que tendremos con Él en la vida eterna.