XXII DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

Las lecturas de este domingo nos dicen que a veces es difícil ser cristiano por las incomprensiones que lleva consigo.
La 1ª lectura del profeta Jeremías nos hace ver que ser profeta no es una vocación fácil, cómoda y tranquila. La historia de Jeremías, es la historia de todos aquellos a los que Dios llama a ser profetas.
Ser profeta significa ser signo de Dios y de sus valores en este mundo y por lo tanto, el profeta tiene que enfrentarse a la injusticia, a la opresión, al pecado y cuestionar los intereses egoístas de los poderosos de este mundo; por eso el camino del profeta es un camino de críticas, calumnias, amenazas y mucho sufrimiento por ser fiel al encargo de Dios.
El que halaga a la gente dice a la gente lo que la gente quiere y les gusta escuchar aunque no sea verdad. Por eso este tipo de personas son bien acogidos y recibidos. El profeta no puede halagar a un pueblo que se aparta de Dios.
Qué difícil es nadar contra corriente. De igual forma, es arriesgado predicar lo que la gente no quiere oír, como también es una empresa difícil corregir los comportamientos o costumbres equivocadas de las personas. Y esta es la misión ingrata, incómoda y llena de amargura del profeta.
Por ello, anunciar la Palabra de Dios, muchas veces, es ocasión de incomodidad hasta de sufrimiento. Y sin embargo el profeta no puede callarse porque está seducido por Dios y por su proyecto de amor que no se puede silenciar.
La 2ª lectura de San Pablo a los romanos nos exhorta a que nos ofrezcamos como “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios”.
El culto no es principalmente pedir a Dios, agradecer a Dios, alabar a Dios… aunque es cierto que con todo esto le rendimos culto. El culto consiste principalmente en ofrendar nuestro ser, nuestra vida, todo lo que somos y tenemos a Dios. Así seremos santos y agradables a Él, como nos dice San Pablo.
En el Evangelio de san Mateo, Jesús nos decía: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga.” Al que se une a Jesús, Él le promete el descanso y el alivio en sus tareas.
Jesús nos habla en el evangelio de “negarse a sí mismo”, de “cargar la cruz”, de “perder la vida”.
Años atrás se nos decía a los cristianos que habíamos venido a esta vida a sufrir. Ahora, el hombre moderno huye de la cruz de Cristo, huye del sufrimiento. Casi sin darnos cuenta, hemos construido una sociedad donde lo importante es “obtenerlo todo y ahora mismo”.
Tenemos una educación excesivamente permisiva, una falta casi total de autodisciplina. Uno de los rasgos más característicos de la sociedad actual es la incapacidad para el sufrimiento y la renuncia.
Nuestra civilización del confort y la comodidad no quiere oír ni entender que no puede construirse un verdadero hombre sin renuncia y esfuerzo. Una sociedad incapaz de “renunciar” es una sociedad que avanza hacia su propia descomposición.
Esto lo vemos en la educación de los hijos a los que se les quiere ahorrar el mínimo sufrimiento. Esto es un gran error por parte de los papás. Escuchamos a los hijos que cuando sus papás les piden algo, ellos contestan: “no tengo ganas”, “no me apetece”.
Hoy hay que enseñar a los hijos ejercicios de gimnasia de fuerza de voluntad para que aprendan “a hacer esto sin ganas porque es su obligación. Me obligo a hacer aquella tarea, aunque no me apetezca, porque sé que es bueno para mí. Más tarde haré aquello otro porque hará de mí una persona mucho más preparada”. ¡Qué pena da, la imagen del niño consentido que siempre hace lo que quiere! ¡No llegará muy lejos en la vida!
Esta actitud de los hijos, es también la actitud de tantos cristianos, jóvenes y adultos, que, para justificar su falta de participación en la Eucaristía, dicen: es que no me apetece ir. Participar en la Eucaristía no es cuestión de ganas o de gustos, sino de convicción. ¿Qué pasaría si los papás dejaran de atender y alimentar a sus hijos cuando no tienen ganas de hacerlo? ¿Qué pasaría si dejáramos de trabajar cuando no nos apetece?
Cuando cada uno va a lo suyo o quiere salir con la suya, la sociedad se convierte en un auténtico infierno. ¿Por qué rompen muchos matrimonios casi en sus mismos comienzos? Porque ninguno de los cónyuges ha aprendido a renunciar, buscan una felicidad barata y a costa del otro. El niño o joven consentido de hoy es el esposo y el padre frustrado y frustrante del mañana. Por eso, consentir a los hijos es prepararlos para la desventura.
Lo queramos o no, el hombre madura y crece, cuando sabe renunciar a la satisfacción inmediata y caprichosa de todos sus deseos en aras de una libertad, unos valores y una plenitud de vida más noble, digna y enriquecedora.
Recordemos hoy las palabras de Jesús en el evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga… ¿de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?