II DOMINGO DE CUARESMA (CICLO B)
Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros y cuál será nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.
La 1ª lectura del libro del Génesis, nos presenta a Abraham siendo probado en su fe y en su confianza en Dios.
Abraham es nuestro padre en la fe. Él tuvo una fe inconmovible, una fe a prueba de todo, y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia ciega en la voluntad de Dios.
A Abraham Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja tu país, deja tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré”. Y Abraham sale sin saber a dónde va. Deja todo, renuncia a todo: patria, casa, familia, estabilidad, etc. Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a paso por Dios. Abraham sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo. Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo único, con tal de obedecer a Dios. Dios exige y exige el máximo de nosotros. Puede exigirnos porque Él siempre nos da el máximo.
A nosotros también, esta cuaresma se nos llama a fortalecer nuestra fe en Dios. Se nos pide una fe adulta, firme, serena. Una fe que aprenda a centrarse en lo fundamental, que no abandone a las primeras de cambio. Una fe valiente para afrontar, desde la confianza en Dios, todas las etapas de la vida. Abraham es un buen ejemplo para nosotros que tenemos, a veces, una fe débil y poca confianza en Dios.
Por eso, en esta cuaresma veamos qué personas y qué cosas nos hacen apartarnos de Dios y alejémonos de ellas, aunque nos cueste, pero es preciso que nos esforcemos esta cuaresma en que Dios ocupe el lugar más importante de nuestra vida.
La 2ª lectura, de San Pablo a los Romanos, nos recuerda cómo Dios nos ama con un amor inmenso y eterno.
Nos decía hoy san Pablo: “El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. Dios nos amó hasta el extremo del amor. Lo dijo Jesús: “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por el amado”.
Ante tanto amor, ¿cómo podemos permanecer insensibles?, ¿cómo podemos caminar de espaldas a Dios?, ¿cómo podemos vivir una vida tan mediocre y tranquila?, ¿cómo podemos olvidar a quien tanto nos ama? No hay respuesta adecuada. Sólo cabría decir que somos unos pobres egoístas, indignos de tanto amor. Y si al menos dijéramos eso, si al menos sintiéramos un poco de dolor de amor herido, si al menos derramáramos alguna lágrima de arrepentimiento. Dios nos ama y cuando seamos conscientes de este amor podremos enfrentar sin miedo cualquier adversidad que se nos presente en la vida.
El Evangelio de San Marcos, nos ha presentado el episodio de la Transfiguración de Jesús. Superada la prueba del desierto, Jesús asciende a lo alto de una montaña para orar y se escucha la voz de Dios que dice: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”.
Las personas ya no tenemos tiempo para escuchar. Nos resulta difícil acercarnos en silencio, con calma y sin prejuicios al corazón del otro para escuchar el mensaje que toda persona nos puede comunicar. Se diría que al hombre contemporáneo se le está olvidando el arte de escuchar.
También a los cristianos se nos ha olvidado que ser creyente es vivir escuchando a Jesús. Sólo desde la escucha nace la verdadera fe. Si comenzamos a escuchar de verdad a Dios, podemos estar seguros que estamos en el camino correcto para alcanzar la salvación.
La experiencia de escuchar a Jesús puede ser sorprendente. Su persona se nos escapa. Sentimos que nos arranca de nuestras falsas seguridades y nos damos cuenta que Jesús quiere conducirnos hacia la verdad última de la vida. Una verdad que no queremos aceptar.
Escuchar y encontrarse con Jesús es descubrir, por fin, a alguien que dice la verdad. Alguien que sabe por qué vivir y por qué morir. Más aún. Alguien que es la Verdad.
Entonces empieza a iluminarse nuestra vida con una luz nueva. Comenzamos a descubrir con Él y desde Él cuál es la manera más humana de enfrentarnos a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos cuenta dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario.
Escuchar a Jesús es darnos cuenta que ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera una y otra vez del desaliento, el desgaste, la desconfianza o la huida. Alguien nos invita a buscar la felicidad de una manera nueva, confiando ilimitadamente en el Padre, a pesar de nuestros pecados.
¿Cómo responder hoy a esa invitación dirigida a los discípulos en la montaña de la transfiguración? “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”. Quizás tengamos que empezar por pedirle a Dios: “Oh Dios, dame un corazón que sepa escuchar”.
Ojalá, pues, queridos hermanos, que siempre estemos dispuestos, como Abraham, como tantos otros, a escuchar a Cristo en esta cuaresma.
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