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lunes, 18 de abril de 2022

 

II DOMINGO DE PASCUA (CICLO C)


Estamos en el segundo domingo de Pascua, celebrando la resurrección del Señor.  Este domingo se llama el domingo de la Divina Misericordia.  En el Salmo Responsorial hemos repetido varias veces la frase “porque es eterna su misericordia”.

La 1ª lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha presentado los comienzos de la Iglesia naciente.  Poco a poco se iban uniendo a la Iglesia nuevos creyentes que abrazaban la fe que los apóstoles predicaban. Y así, quienes se convertían a la fe en Jesús iban reuniéndose cada semana.

Se iba formando la primera comunidad cristiana.  ¿Qué características debe tener una comunidad cristiana?

Una comunidad cristiana, tiene que ser una comunidad de fe.  La fe se vive en comunidad y no por libre y en solitario.  Lo que mantiene al grupo cristiano unido a Cristo y a sus pastores, es la fe en Cristo resucitado. 

Otra característica que debe tener una comunidad cristiana es ser una comunidad que vive de la Eucaristía y de la oración.  En la primera comunidad cristiana eran constantes en la celebración de la Eucaristía o fracción del pan y en las oraciones.   Sin Eucaristía viva y eficaz no puede haber una comunidad cristiana.  En la Eucaristía culmina también la oración, y la oración ha de ser parte importante de nuestro vivir diario.

Una tercera característica que debe tener una auténtica comunidad cristiana es ser una comunidad misionera.  Hay que evangelizar, y esto es una tarea de todo bautizado: anunciar la salvación de Dios y el perdón de los pecados.

El libro de los Hechos de los apóstoles nos decía que el número de los creyentes iba creciendo.  Y  hoy, ¿crecemos o disminuimos en número? ¿Será que nos vamos alejando cada vez más del estilo de vida de las primitivas comunidades cristianas y por eso cada vez son menos los que viven una fe comprometida?

La 2ª lectura del Apocalipsis de san Juan nos presenta la visión que tiene san Juan de Cristo resucitado. 

Cristo ya no es víctima de los soldados que lo crucificaron.  Ahora Cristo es “el primero y el último, el que está vivo, el que murió pero ahora vive”  Cristo es el que tiene “las llaves de la muerte y del más allá”.

Nos llamamos y decimos que somos cristianos, es decir, que creemos en Cristo, lo amamos y confiamos en Él.  Y, sin embargo, muchas veces nos olvidamos del Señor, vivimos como si no existiera, nos comportamos como si su persona hubiera desaparecido para siempre.  Y no es así.  Cristo está vivo, está presente de modo real y verdadero en la Eucaristía.  Esa lámpara al lado del sagrario nos recuerda la presencia real de Cristo entre nosotros.

No cerremos nuestro corazón a la oportunidad que Dios nos da de salvarnos y de vivir con Él eternamente.

El evangelio de San Juan nos ha presentado la figura de Tomás el incrédulo,el que decía que a él no lo podían engañar diciéndole que Cristo había resucitado.

Tomás es como los hombres modernos de hoy, que no creen más que en lo que tocan, o en lo que pueden medir o contar.  Tomás representa a tantas personas que no confían en Cristo-resucitado.

Es notable la testarudez de este discípulo: “Si no veo en sus manos las huellas de los clavos, si no meto mi dedo  por el agujero de los clavos y mi mano en su costado, ¡no creeré!”  Este hombre se resiste a creer.  Para creer exige pruebas.  No tiene esperanzas.

Los hombres de hoy arriesgan su vida varias veces al día: atraviesan calles sin mirar, se bajan del autobús en marcha, adelantan imprudentemente al coche que va delante.  Pero no les gusta ofrecer su vida por Cristo.

¡Es hermosa la época que nos ha tocado vivir!  Pero no ha habido jamás ningún otro tiempo en el que se haya creído tan poco, en el que se haya sido tan ateo, tan desesperados y negativos.

Tenemos miedo a que nos engañen, y creemos que Cristo nos va a engañar, por eso nuestra vida religiosa no es una vida comprometida, porque no se  nos da lo que pedimos.

Tomás presenta una serie de exigencia para tener fe y Cristo le responde diciendo: “Ven Tomás, mete tu dedo… mete tu mano… y no seas incrédulo sino fiel”.  Y cuando Tomás vio al Señor, lleno de ternura, resplandeciente de paz y de amor, comprendió enseguida que Cristo había resucitado.  El peor castigo que se le pudo dar a Tomás fue concederle aquello que exigía.  Él se dio cuenta que había fallado, de que tenía que haber tenido fe.  Jesús tiene que decirle: “Tomás, porque has visto, has creído; ¡dichosos los que no han visto y han creído!”  Estas palabras eran humillantes para Tomás y por eso no le queda más remedio que  exclamar: “¡Señor mío y Dios mío!”

De ese pobre Tomás que no creía, ha obtenido Jesús el acto de fe más hermoso del evangelio. 

Tengamos cuidado, no vayamos a ser como Tomás, que pedimos pruebas a Dios y Dios acceda a nuestras pretensiones y tengamos que humillarnos ante Dios como lo hizo Tomás.   Hay que creer sin ver.

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