VII DOMINGO ORDINARIO (CICLO A)

Hoy, la Palabra de Dios nos habla a los cristianos de cosas muy importantes: de las condiciones para ser discípulos de Jesús, de ser templos del Espíritu, de la bondad de Dios para con todos y de nuestro comportamiento con los hermanos.
La 1ª lectura del libro del Levítico nos decía: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”
Cuando oímos hablar de “santidad”, pensamos en lugares lejanos y en personas con estilos de vida bien extraños. Pensamos que la santidad es para las monjitas, para los sacerdotes y religiosos; pero no para mí, que soy un cristiano normal, que me esfuerzo apenas por vivir como tal. Además, nos preguntamos ¿cómo se hace uno “santo”?
Vosotros los laicos, como los sacerdotes y religiosos estamos llamados a la santidad, es decir “a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”. Buscar la santidad es la tarea esencial de un cristiano. La santidad es indispensable para transformar las familias, la parroquia y la sociedad. Y para ello el cristiano ha de trabajar por la paz, la solidaridad, frecuentar los sacramentos, hacer oración y vivir la devoción a la Virgen María.
Hay que esforzarse por buscar la santidad de vida para poder anunciar al mundo el Evangelio y así dar testimonio de vida cristiana. Es en el mundo y desde el mundo donde el cristiano tiene que buscar la santidad. Es en el mundo donde tiene que vivir su fe. Si queremos que este mundo sea santo, tenemos que empezar por ser santos nosotros.
La santidad requiere esfuerzo. No hay un atajo mágico en el camino hacia el cielo, pero es algo que todos podemos alcanzar.
La 2ª lectura de la primera carta de san Pablo a los Corintios nos recordaba que somos Templos del Espíritu Santo y que Dios habita en nosotros.
Ante las dificultades de la vida, los cristianos confiamos en el amor. Queremos sentirnos amados y ayudados por un Dios que se ha comprometido con nosotros. Y el mejor agradecimiento que podemos mostrarle a Dios es el vivir unidos, en comunidad, en la Iglesia, siendo todos, una gran familia. Por eso nos decía san Pablo: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” Es lo que san Pablo les dice a los recién bautizados de la comunidad de Corinto.
Todos los bautizados formamos un solo cuerpo, somos parte de la misma comunidad, de la misma parroquia, y estamos llamados a ser un signo de unidad para las personas que conviven con nosotros. “Mirad como se aman”, era la expresión de la gente cuando veían el estilo de vida de los primeros cristianos.
El Evangelio de san Mateo nos presenta a Jesús diciendo: “Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia”.
Hoy, como en otros tiempos, asistimos a un increíble crecimiento de la violencia. Cuando se responde a la violencia con violencia, se alimenta el odio, que se trasmite de generación en generación.
Hay que reconocer que las palabras de Jesús de amar al enemigo y de hacer el bien a los que nos aborrecen resultan difíciles; y para los que no viven en serio la fe, incomprensible. Es difícil amar al que te odia, al que te hace la vida imposible, al que no te deja vivir en paz, al que ha manchado tu imagen. Resulta muy difícil tender la mano a quien te puso la zancadilla, como es difícil amar y ayudar al que te cae antipático, al interesado y egoísta.
Sin embargo, Jesús nos dice hoy que Él rechaza la ley del Talión, del “ojo por ojo, diente por diente”. Por esta ley, si a mí alguien me quitara un ojo, yo le podría quitar a él otro; es decir, yo le podría hacer el mal que él me hiciera a mí. Esta ley tenía de bueno que no nos pasáramos, porque la tentación que tenemos es de quitarle los dos. Jesús, en cambio, nos trae la ley del amor.
Jesús tiene la convicción profunda de que al mal no se le puede vencer con la fuerza, el odio y la violencia. Al mal solo se le vence con el bien. La violencia es una espiral que destruye todo lo que engendra. En vez de disminuir el mal, lo aumenta.
Si se perdona es para cortar la espiral del odio y del mal, y para ayudar al delincuente a rehabilitarse y a actuar de manera diferente en el futuro.
Nadie puede decir que es fácil perdonar. Perdonar es difícil. El cristiano perdona porque se sabe perdonado por Dios. Perdona de corazón quien, reconociéndose pecador, se encuentra con el perdón de Dios, que olvida nuestro pecado y nos acoge como hijos.
Hemos de tener presente que perdonar no significa ignorar las injusticias cometidas, ni aceptarlas, pero no hemos de odiar a nadie. Jesús no llama a una aceptación pasiva del mal, del odio, de la violencia, llama a ser artífices de la paz con todas nuestras fuerzas. Lo que Jesús ha dicho con claridad es que no se lucha contra el mal cuando se destruye a las personas.
Defendamos nuestros derechos pero perdonemos a los que nos ofenden para que podamos rezar aquellas palabras del padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
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